Una balada de
Theodor Fontane
Theodor Fontane
Hace unos años, en su emisión de Monitor del 8 de noviembre de 2001, de la primera cadena de la televisión alemana, Klaus Bednarz rescató del olvido una balada de Theodor Fontane.
Esta frase necesita tres aclaraciones para los lectores. La primera: Klaus Bednarz es uno de los pocos periodistas del medio televisivo (y no sólo en Alemania) que utilizan su cerebro para pensar. La segunda: Monitor es un programa de alto contenido crítico, una mirada insobornable sobre el acontecer político, no sólo —pero sí sobre todo— en Alemania. Y la tercera: con el nombre de Theodor Fontane suele asociarse el recuerdo de su Effi Briest, miopemente apostrofada como la Madame Bovary alemana, y además con el nombre de Theodor Fontane se asocia también su presencia casi ubicua en la novela de Günter Grass, Es largo cuento. Pero Theodor Fontane (1819-1898) significa mucho más.
Aunque comenzó tardíamente, su obra completa abarca docenas de volúmenes, destacables en especial sus inigualadas guías por la comarca de Brandeburgo, una auténtica golosina literaria. Y luego sus novelas, que le valdrían el reconocimiento de Thomas Mann, quien lo estimaba sobremanera. Y por si fuera poco, sus poemas, entre ellos las baladas que dio a la imprenta en 1861, en un libro en el que se incluye la que Klaus Bednarz desempolvara, con tantísima oportunidad como acierto, y que se titula La tragedia de Afganistán.
Lo trágico, en verdad, es que esa recuperación resulta (viene resultando) profética, en más de un sentido.
La balada está fechada en 1859 y con toda seguridad se refiere a la masacre perpetrada por los afganos contra la guarnición inglesa de Kabul en 1841. Aunque también puede tener como trasfondo histórico alguno de los muchos intentos llevados a cabo por la Compañía Británica de las Indias para convertir Afganistán en una perla más de la corona imperial de Su Majestad Victoria. Todos fracasaron. Como siglo y medio más tarde fracasaría la invasión soviética. Como está fracasando la ocupación militar aliada. Nadie, desde Alejandro Magno, ha podido enorgullecerse de haber conquistado el arisco país.
En cualquier caso, aquí les traduzco la balada, disculpándome de antemano por no poder verter al castellano el sonsonete de sus rimas graves, las cuales van creando una atmósfera de opresión y de impotencia. Me ha parecido más importante trasladar con la menor pérdida posible lo que podríamos llamar «la historia» que el poema quiere contar. Y ella es, de por sí, tan alucinante como un cuento de Edgar Allan Poe.
Silenciosa del cielo cae la nieve
cuando a Jalalabad llega el jinete.
«¿Quién va?» – «Un soldado de su majestad,
traigo noticias de Afganistán».
¡Afganistán! Lo dijo con tal voz
que media ciudad pronto lo rodeó.
Sir Robert Sale, el propio comandante,
lo ayudó a desmontar del purasangre.
Lo llevaron al cuarto de banderas,
donde arde el fuego en la chimenea.
¡Cómo calienta el fuego, y luz por fin!
Suspiró, dio las gracias, dijo así:
«Éramos trece mil la expedición
que en Kabul el camino comenzó.
Mujeres, niños, jefes y soldados,
helados, derrotados, traicionados,
nuestro ejército entero se ha perdido,
ahí fuera vagará quien siga vivo.
Con la ayuda de un dios yo me salvé,
mirad si es que al resto salvar podéis».
La muralla sir Robert escaló,
soldados y oficiales de él en pos.
Sir Robert dijo: «Cae la nieve espesa.
Si nos buscan, así no nos encuentran,
a ciegas vagarán aun tan cercanos…
Hagamos, pues, que puedan escucharnos.
¡Cantad viejas canciones de la patria!
¡Que toquen las cornetas hasta el alba!».
Así lo hicieron y no se cansaron
de pasar esa noche allí cantando,
primero alegres cántigas inglesas,
después tristes baladas escocesas.
Sonaron las cornetas sin descanso,
como sólo el amor puede lograrlo,
hasta el día siguiente, y uno más.
Inútil hacerlo, e inútil cantar.
Quienes debían oír, no oían nada:
la expedición estaba aniquilada.
De trece mil que eran al comenzar,
sólo uno volvió de Afganistán.
cuando a Jalalabad llega el jinete.
«¿Quién va?» – «Un soldado de su majestad,
traigo noticias de Afganistán».
¡Afganistán! Lo dijo con tal voz
que media ciudad pronto lo rodeó.
Sir Robert Sale, el propio comandante,
lo ayudó a desmontar del purasangre.
Lo llevaron al cuarto de banderas,
donde arde el fuego en la chimenea.
¡Cómo calienta el fuego, y luz por fin!
Suspiró, dio las gracias, dijo así:
«Éramos trece mil la expedición
que en Kabul el camino comenzó.
Mujeres, niños, jefes y soldados,
helados, derrotados, traicionados,
nuestro ejército entero se ha perdido,
ahí fuera vagará quien siga vivo.
Con la ayuda de un dios yo me salvé,
mirad si es que al resto salvar podéis».
La muralla sir Robert escaló,
soldados y oficiales de él en pos.
Sir Robert dijo: «Cae la nieve espesa.
Si nos buscan, así no nos encuentran,
a ciegas vagarán aun tan cercanos…
Hagamos, pues, que puedan escucharnos.
¡Cantad viejas canciones de la patria!
¡Que toquen las cornetas hasta el alba!».
Así lo hicieron y no se cansaron
de pasar esa noche allí cantando,
primero alegres cántigas inglesas,
después tristes baladas escocesas.
Sonaron las cornetas sin descanso,
como sólo el amor puede lograrlo,
hasta el día siguiente, y uno más.
Inútil hacerlo, e inútil cantar.
Quienes debían oír, no oían nada:
la expedición estaba aniquilada.
De trece mil que eran al comenzar,
sólo uno volvió de Afganistán.
Dicen que la Biblioteca del Congreso, en Washington, lo posee absolutamente todo en materia de libros publicados en este mundo cada día menos ancho y más CNN. Se me ocurre que sería una buena idea si alguien enviase desde allí, al Pentágono, la balada de Fontane. Con copia para la Casa Blanca. Y para el 10 de Downing Street. Y… (suma y sigue).
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