domingo, 9 de diciembre de 2012

Negociaciones y discusiones, y disgustos

Carlos Fortea
En El Trujamán del 29 de noviembre pasado, Carlos Fortea –Doctor en Filología Alemana por la Universidad Complutense, traductor literario desde 1986, que, entre otros, ha traducido a Heinrich Heine, E.T.A. Hoffmann, Stefan Zweig, Anna Seghers, Wolfgang Koeppen, Thomas Bernhard o Günter Grass– ha publicado una columna que se refiere a la elección de Miguel Sánez para integrar la Academia Española, lo cual, además de un digno homenaje, es a la vez toda una reflexión sobre el oficio y lo que éste significa. Por eso la reproducimos aquí.

Un profesional en la Academia

El 22 de noviembre de 2012, la Real Academia Española votaba la admisión entre sus miembros de Miguel Sáenz, y ni la personalidad de su competidor, Antonio Pau, ni la forma en que la propia Academia difundía la noticia en su página web dejaban lugar a dudas acerca de cuál era la condición por la que se elegía  al nuevo académico.

Un traductor en la Academia, decían todos los medios, decíamos todos, y enseguida surgían las voces, cargadas de razón, que indicaban que ya había en la casa de la colina traductores de enorme relevancia y grandísimo mérito: no los mencionaré porque están en la mente de todos, y porque me molestaría más olvidar uno que no citar ninguno.

Lo que los titulares querían decir, y todos entendíamos, es que por vez primera entraba en la Academia Española un traductor profesional, alguien cuya principal ocupación, aquella por la que había alcanzado su relevancia pública, era el cansado oficio de escribir libros preexistentes en otro idioma, el trabajo de monje medieval de trasladar la letra e interpretar el espíritu de voces que sonaron por vez primera en otras latitudes y con otros acentos.

Aquello a lo que el rostro inteligente y la mirada franca de Miguel daba expresión era a todo ese ejército de escritores sin rostro que despliega su magia en las mejores páginas que, venidas de fuera, han dado vida a los lectores de esta lengua voraz que no tiene bastante consigo misma, que desea alimentarse de todas las fuentes que en el mundo brotan. Aquello a lo que la voz rotunda de Miguel daba voz era a todo ese coro de silenciosos que, tantas veces, llega distorsionado a los oídos de los otros sectores que dan forma al libro, y de los propios beneficiarios de su trabajo.

Sería fácil glosar a Miguel Sáenz enumerando las distinciones que ha recibido, o la calidad y variedad de su obra, pero a mí me interesa esta vez contraponer, frente a los momentos de esplendor, las horas de trabajo sigiloso.

Porque la obra de Miguel Sáenz, como la de todos los traductores, está hecha de miles de horas de silencio y de búsqueda, de malabarismo de la palabra y de investigación policial, de intercambio igual con el autor de las primeras frases que dan forma a esas segundas frases que son la nueva vida de sus textos.

Y de negociaciones y discusiones, y también, por qué no, de disgustos, con quienes todavía regatean el derecho moral y el económico, y a veces el respeto; con quienes dicen «este señor es muy problemático» o incluso «este señor es muy raro» porque reclama su nombre en la cubierta y sí, claro que sí, su dinero en su cuenta. Los que conocemos al nuevo académico —que somos todos los de la profesión—, sabemos cuántas veces ha dado la cara por el colectivo, cuántas veces ha tenido que explicar que, en contra de lo que dice, el mismo día en que se escriben estas líneas, un diario de gran tirada, la profesión no llora, sino que protesta. Sabemos que nunca ha dicho que no cuando se le ha pedido acudir a un sitio u otro —o de un sitio a otro— a hablar de lo que a todos nos atañe. O a emplear su prestigio en beneficio de los demás. O a formar parte de una comisión paritaria en la que se defienden los derechos legítimos de sus compañeros.


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