miércoles, 10 de julio de 2013

¿Les suena, traductores?

Esto publicó Alicia Martorell (Madrid, 1957), traductora española de Baudrillard, Braudel, Samir Amin, la marquesa de Châtelet, Barthes, Beauvoir y Kristeva, entre muchos otros, en El Trujamán del 27 de junio pasado. Cámbiense algunas palabras, reemplázence algunos objetos y cualquier traductor que se haya puesto a hacer una limpieza o que haya debido mudarse sabrá de qué habla la colega.

Arqueología

A través de la selección natural, las cosas que usamos más a menudo van quedando en estratos superiores y las que usamos menos se hunden sin remedio en las profundidades, de donde no salen hasta que un terremoto las devuelve a la superficie.

La excavación de los sucesivos estratos da una idea bastante precisa de la evolución de un oficio que ha cambiado bastante de cara en los treinta años que llevamos conviviendo él y yo.

Por razones que no vienen al caso, estoy desmontando mi despacho y quiero compartir con ustedes un inventario de lo que he encontrado en los niveles más profundos:

Un archivador con normas AENOR fotocopiadas (de valor incalculable, pero que hace siglos que no miro porque ya no hago técnica).

El despiece de un Renault 5. Me tuve que tomar un montón de asquerosos cafés con mi mecánico para obtenerlo, pero siempre me pareció que valía la pena.

Un vademécum de 1999. Un amigo médico me iba pasando los viejos cuando le enviaban los nuevos.

El catálogo 1990 de una conocida firma de lentes. Nunca lo llegué a utilizar (no hago óptica), pero lo guardé porque nunca se sabe y porque tanta terminología junta me llenaba de éxtasis. Pesa dos kilos.

Veinticuatro ejemplares de una revista especializada de logística y transportes. La suscripción me costó un ojo de la cara. Me ayudó a descubrir que tenía que decir «manutención» en lugar de «manipulación», pero nunca me lo creí del todo.

Una caja de folletos de productos financieros variados, recogidos en los mostradores de diversos bancos que ya no existen.

Unos cuatrocientos disquetes. Supongo que su contenido está ya en mi disco duro, pero si no fuera así tampoco tengo forma de remediarlo.

Una agenda carrusel con un número incalculable de fichas de personas que no sé si siguen vivas y de empresas que seguramente habrán cerrado.

Un archivador lleno de cedés con todos los controladores de todos los ordenadores y periféricos que he tenido alguna vez.

Dos cajas (sin abrir) de papel verjurado color crema para imprimir las facturas. 

Cinco enciclopedias y seis diccionarios en cedé incompatibles con mi sistema operativo actual.

Una carpeta con recortes de desfiles de moda en los que está subrayada toda la terminología: nombres de prendas, colores, estilos, telas…
Unas fotocopias del Libro de estilo de El País, añada 1977, procedentes de un amigo de un amigo de un amigo que trabajaba en la redacción. Están encuadernadas con canutillo negro.

Un glosario de plantas de la FAO, también en fotocopias pegajosas encuadernadas con canutillo (blanco), que cambié a otro traductor por el antedicho Libro de estilo. Este traductor lo obtuvo de manos de su primo, que trabajaba en el Ministerio de Agricultura. Supongo que será un antepasado lejano de FAOTERM. No tiene índice.

Dos rollos de papel térmico para fax.

Visto así, es como si estuviera haciendo un inventario de la inutilidad, pero estas cosas alguna vez fueron un tesoro. Todas y cada una de ellas. El mundo avanza demasiado deprisa.

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