La presente columna fue publicada por Guillermo Piro en el
diario Perfil, de Buenos Aires, el 9
de junio pasado. En ella cuenta el problema que le significó encontrar la
palabra justa y cómo un corrector español eligió eliminarla, experiencia por la
que casi todos alguna vez hemos pasado.
Consideraciones en torno
a un bazooka
Esta es la frase más triste que
conozco; es de Ford Madox Ford y dice así: “Esta es la historia más triste que
conozco”. Es la frase con la que comienza El buen soldado, una novela de 1915 a la que se considera
pionera en la utilización de flashbacks.
La historia del buen soldado es triste, pero yo conozco una más triste.
En 1998 me encontraba traduciendo
Leviatán, de Arno Schmidt. La novela
ocurre a fines de la
Segunda Guerra , durante los bombardeos rusos a Alemania. El
narrador, un soldado, está en la estación de trenes de Berlín cuando las bombas
empiezan a caer y decide hacer lo mejor que se puede hacer en esos casos: huir.
Convence a dos maquinistas de poner en marcha una locomotora y salir de allí lo
antes posible. El asunto es que unido a la locomotora hay un vagón, un vagón
que se parece mucho al arca de Noé, porque adentro están: un viejo empleado de
correos + dos soldados heridos + un pastor protestante, su esposa y sus siete
hijos + una prostituta y su madre. La novela trata de esa huida hacia adelante
y está presentada como un diario íntimo, con los detalles del día y la hora
exacta en la que el narrador hace sus anotaciones. El asunto es que poco antes
de partir se suman a la comitiva tres soldados de las Hitlerjugend, cargando,
cada uno, media docena de panzerfaust.
Hoy sería fácil descubrir qué es eso, pero en 1998 todavía no existía Google.
Buscamos en el diccionario, pero la explicación (arma antitanque) no nos
bastaba: los traductores siempre necesitan “ver”. Pero el diccionario
alemán-español decía algo descorazonador: bazooka. Sin ser un especialista en
las guerras del siglo XX sé que según Von Clausewitz una de las razones de ser
de las guerras es la confrontación de armamentos, de modo que si en Alemania
usaban armas norteamericanas, ¿para qué hacían la guerra? Además, si los
soldados de Leviatán hubieran llevado
bazookas, ¿cómo podían llevar media docena colgando del hombro? ¿Cuánto pesan
seis bazookas? Todo era imposible.
La traducción estaba terminada,
pero seguía sin saber qué era eso. Recurrí a ver qué había puesto el traductor
al francés de Arno Schmidt: bazooka. Bochado. El traductor italiano había ido
más lejos: lanzallamas. Bochado. Finalmente, el encuentro casual con un
importador de literatura nazi al que conocía me iluminó: había algo llamado
lanzagranadas, y era explicable que los alemanes las necesitaran, ya que no
sabían jugar al béisbol. Le pedí que me mostrara la foto de un panzerfaust, y me invitó a su casa,
donde guardaba sus colecciones de enciclopedias. En una foto pude ver a un
soldado al que le colgaban del hombro cuatro lanzagranadas. Y victorioso les di
a esos soldados lo que llevaban: media docena de lanzagranadas.
Pero al mandar el libro a España
decidieron revisar la traducción. Vieron la palabra lanzagranadas, fueron a
consultar el original, vieron panzerfaust,
fueron al diccionario, vieron bazooka, y dejaron a los dos pobres soldados de
las Hitlerjugend cargando media docena de esos artefactos pesadísimos. Y así
seguirán, doblados por el esfuerzo, hasta que algún día la novela se reedite.
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