Desde Barcelona, la imprescindible Marietta Gargatagli nos manda una columna donde habla de libros, traducciones y librerías, y que mucho le agradecemos.
Laie
Este texto podría llamarse: “Uso de las librerías”
y aventurar el argumento de que la felicidad se oculta en un libro que nadie
compra porque lo distrae el olor a café que viene del bar de al lado. O podría
llevar como título “cuidado con los libros” fundiendo en negro aquella frase de
Katherine Mansfield “cuidado con la lluvia” y la observación de una amiga que
no cree que los libros deban estar en los dormitorios porque esa ebullición de
ideas interfiere en el sueño mucho más que las ondas electromagnéticas o los
iones negativos que son bien conocidos por lo peligrosos. Y también podría
llamarse “los cadáveres enterrados en el jardín resulta que estaban vivos”
porque de golpe uno descubre como novedad libros flojísimos que fueron éxitos
cuando todavía volábamos por cielos ignotos esperando que la cigüeña nos
descubriera al fin o porque en las mesas como distraído y disimulando aparece
de repente un Losada editado en Buenos Aires. Losada de Buenos Aires. Un Chejov
(de Alejandro Ariel González) del que ya un lector se apresuró a escribir: “Es
una buena edición, aunque en algún momento se note que está traducida por
escritores hispanoamericanos y puede chocar alguna expresión.” Genial. Frente a
algo que leí los otros días en un trabajo académico parece casi un elogio: “De
hecho, desde España se sigue percibiendo el español de América (por poner
una sola etiqueta a todas las variantes del español de los distintos países
hispanohablantes), como un español de peor calidad, comprensible, pero
secundario.”
La cuestión, se llame como se llame lo que estoy
escribiendo, es que estas ideas asomaron en Laie, la librería con nombre de
diosa pagana de la calle Casp de Barcelona, en cuyo restaurant comí una vez con
Nicolás Rosa que fue un gran amigo en la convulsionada Rosario de los años
setenta y al que recuerdo, como si lo viera ahora, hablando, fumando y
caminando, sin inmutarse, por los pasillos conventuales de la Facultad de Filosofía
mientras a nuestro alrededor caían las bombas. Era el decano.
La librería estaba desierta por la hora y entró una
mujer para hojear y preguntar el precio de una de esas novelas baratas
convertidas en el último best-seller
hispánico. Mejor que la señora no hubiera entrado. Antes, librerías como Laie
no tenían esos libros, quizá no necesitaban de la mala literatura para vivir.
Ahora sí. En el comienzo de la catástrofe económica que vive España los libros
parecían baratos —eran un ocio barato como ofensivamente decía la prensa— y
estaban al alcance de todo el mundo. Ahora no. Subió el iva, el 52 % de los jóvenes, los lectores por excelencia,
está sin trabajo y no parece momento para inversiones literarias. Es una
lástima que los que pueden comprar ofendan con sus preguntas: para eso ya están
los grandes almacenes de libros del Paseo de Gracia donde, entre Louis Vuitton
y Tiffany, hay galpones agobiantes con empleados mal pagados que descargan su
tristeza y su ignorancia sobre los que entran: ese público no leyente al que
los conglomerados con sede en Barcelona o Madrid alimentan con sus imaginaciones
industriales y la habitual mezcla de plagios y pavadas.
En Laie no hay empleados malhumorados,
sencillamente está Luis, al que conozco desde hace muchos años y del que sólo
sé que es una persona encantadora y que sabe sabe sabe. En otros siglos, Luis
hubiera sido un tribuno destacado al que el senado romano hubiera liberado de
sus tareas para que se dedicara exclusivamente al grato placer de salvaguardar
la memoria, la belleza o cualquiera de las cosas que tienen importancia en este
mundo. Ahora está por suerte en la sede de Casp donde recomienda libros usando
sólo las palabras necesarias o no usando ninguna que es como de verdad se habla
de la literatura. Compré todo lo que me recomendó y lo vi dubitativo frente a
la versión completa de À la recherche du temps
perdu de Gallimard en papel arroz que quise llevar. Es el Proust de La Pléiade sin notas ni
prólogos, también es un volumen contundente para leer en casa mientras el
mayordomo lo sostiene y te va pasando las páginas. Lo compré porque Luis opinó,
sin mayores comentarios, que el libro no iba a romperse jamás.
Y ahora pasemos a los consejos. Me limitaré a dos
breves obras que son una representación reducidísima de las treinta o cuarenta
o quizás más editoriales independientes españolas que existen ahora. La primera
de ellas es una plaquette que salió
recién: Paisaje sudafricano de J.M.
Coetzee, Editorial Días Contados, traducción de Carmen Francí, lindo diseño en
color gris e ideal para leer en una plaza con las tipas amarillas en flor. (Las
trajeron de Buenos Aires para la Exposición Universal
de 1929 y ahora hay 4.000 tipuanas —nombre local— por los parques de Barcelona
muy bien adaptadas porque nadie chocó contra su acento ni los otros árboles las
consideraron un árbol comprensible pero secundario.)
Para que el libro de Coetzee guste —a mí me pareció
lo más interesante leído en mucho tiempo— uno tiene que haberse preguntado
alguna vez si Sudáfrica o África corresponden a los tópicos del locus amoenus europeos sobre los que reflexionan los dos
viajeros del siglo xix, tema del
libro, que recorren esos espacios. Carmen Francí traduce con suavidad y sin
gritarle al lector que está del otro lado del Atlántico, lector o lectora que
en su versión más remota observó, como se dice en aquella extraordinaria novela
picaresca La historia verdadera de la
conquista de la Nueva
España de Bernal Díaz del Castillo, que los
conquistadores hablaban a los gritos. También en otros países, como en la Argentina , la gente
grita. Pero se gritan entre ellos y no a través de los libros. Y escribir sin
tener en cuenta que se trabaja para una industria editorial exportadora o
deslocalizada (hay 168 filiales de editoriales españolas en América Latina, 35
sólo en México) es poner alaridos en el papel. Será difícil que esta traducción
de Coetzee sea vendida fuera de Barcelona: pero sería lo mejor que podría
pasar.
La otra recomendación que quiero comentar se llama Diario de 1926 de Robert Walser,
traducción Juan de Sola, editorial La uÑa RoTa. También breve, también
apacible, el libro repite aquella reflexión genial de Walter Benjamin: “la
gente de Walser son como personajes de cuentos de hadas una vez que la historia
llegó a su fin; esos personajes deben vivir ahora en el mundo real”.
Curiosamente, la cita es de J.M. Coetzee en un largo artículo en The New York Review of Books llamado “El
genio de Robert Walser”. El Diario de
1926 no es quizá una escritura que recordaremos el resto de nuestra vida,
sin embargo, contiene párrafos que nos hacen apartar los ojos del libro, decir
ahhhh, mirar hacia la nada y oír como esas palabras nos golpean en el cerebro o
en el corazón lo que sí recordaremos
toda la vida con o sin paisaje de tipas alrededor.
La editorial La uÑa RoTa de Segovia compartió stand (aquí caseta) en la última feria
del libro en Madrid con Capitán Swing, Automática y Adriana Hidalgo. Capitán
Swing es también una editorial interesantísima de la que tengo varios libros,
entre ellos una formidable historia de la clase obrera de Inglaterra de E. T. Thomson,
excepcional lección de literatura a domicilio, de la que hablaré en otro
momento. Autómática merece ser investigada y Adriana Hidalgo no necesita
presentación. La uÑa RoTa cuenta entre sus traductores a Miguel Sáenz y como
casi todas las otras experiencias de editoriales independientes (aunque hay
excepciones) tiene más que ver con los libros del pasado que con los del
futuro. No porque se editen otra vez libros como el de Thomson o Memorias de un cineasta bolchevique de
Dziga Vertov que había publicado Labor en 1974, con traducción y prólogo de
Joaquim Jordà; porque incluso las novedades parecen venir de esos años. No me
extrañaría nada que también volvieran los lectores. Los lectores de aquel libro
que quedó al borde de su cintura muerta en aquel día, antiguo, lento y colorado
de Vallejo.
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