jueves, 1 de agosto de 2013

El «desafío» austral (II)

Segunda entrega del artículo de Juan Jesús Zaro, incluido como Capítulo 4 del libro Traducción, política(s), conflictos: legados y retos para la era del multiculturalismo (Granada: Comares, 2013). de M. C. C. Vidal Claramonte y M. R. Martín Ruano (eds.). Aquí se habla de varias manifestaciones de independencia lingüística por parte de los argentinos, de una supuesta sorpresa por parte de los españoles, del rechazo de los lectores locales a las traducciones peninsulares, de la poca atención que prestan los traductores españoles al castellano de los públicos que van a leerlos fuera de España y  de la variedad del castellano utilizada por los traductores argentinos.

El «desafío» austral: las relaciones entre
las industrias traductoras argentina y española
(II)

 Me referiré ahora a las otras tres noticias, no estrictamente literarias ni relacionadas directamente con la traducción, sucedidas en los últimos meses en Argentina o fuera del país, pero que tienen que ver con él. Para la primera cito a Francisco Javier Elena, que el pasado 14 de octubre de 2011 publicó lo siguiente en el blog El confidencial digital (7):

El pasado mes de noviembre, Cristina Fernández de Kirchner inauguró en Buenos Aires el Museo del Libro y de la Lengua. Es el primer centro de este tipo que se abre en la  América hispanoparlante. Inspirado en el Museo de la Lengua Portuguesa de São Paulo, allí donde el original brasileño adjetiva para que no haya duda, el museo argentino prefiere una vaguedad nada inocente. Y no es inocente por el modo como se ha llevado a cabo el proyecto, por las declaraciones que lo han acompañado y por los propios fondos que se exhiben. Según informó El Mundo, la Real Academia Española no tenía conocimiento de la creación del museo, no se le consultó nada y, por supuesto, no recibió ninguna invitación para el acto inaugural (…) Cristina Fernández dijo en la inauguración: «Estamos muy contentos de estar inaugurando este nuevo espacio en un país que sufrió mucha agresión cultural de todo tipo». Ahí ya tenemos bastante información implícita. Por si no estuviese clara, la directora del museo, María Pía López, concretó un poco más en el ámbito del idioma: «Hay algo que es necesario discutir todavía: la pretensión durante muchísimo tiempo de que España funcionara como centro rector de la norma estándar de la lengua.»

La segunda noticia, que refleja otro suceso reciente, acaecido el pasado mes de septiembre de 2011, fue la detención de miles de libros de importación (muchos de ellos españoles) en la aduana de Buenos Aires, un hecho que no es nuevo en la historia de las relaciones intelectuales entre España y América Latina (Larraz 2010: 186). Las posibles razones de esta detención se explicaban en una crónica de Javier Lewkowicz publicada en Página 12 (8):

En 2010 se comercializaron en Argentina 75,5 millones de libros. La industria gráfica imprimió en talleres nacionales sólo 16,7 millones, de manera que fueron importados 59,8 millones, casi el 80 por ciento del total. La baja participación de la industria nacional y el desajuste comercial que esa situación provoca hizo que el Gobierno, de forma similar al mecanismo utilizado en otros sectores, frenara, al menos temporalmente, las importa ciones y forzara de ese modo a negociar a los empresarios (…) Para un editor extranjero, es más rentable realizar la impresión en el exterior que encargarla a empresas nacionales, ya que los libros importados están exentos de IVA, mientras que los materiales que utiliza la producción nacional están gravados, lo que impacta de forma negativa sobre la  competitividad local. Las multinacionales españolas y de otros países que operan en el país imprimen en China, Uruguay y Chile.

Y, finalmente, la tercera noticia es una anécdota sucedida a este lado del Atlántico. Cito al conocido traductor argentino afincado en Barcelona Andrés Ehrenhaus y su artículo «Traducir a Messi», reproducido en la página web del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires (18/01/2012), con ocasión de la entrega del «balón de oro» a Lionel Messi en Zurich el pasado mes de enero de 2012.

Messi dijo ante el público: «Xavi, es un honor jugar con vos, vos también te lo merecés». Doblemente sorprendente resultó advertir, en cambio, que no solo los periódicos y medios ranciamente castellanos se dedicaban a traducir del rosarino al español sino que los dos principales referentes mediáticos de Cataluña y, por ende, adscritos sin condiciones al Barça, se abocaban a lo mismo. En la edición correspondiente del Mundo Deportivo, tanto real como virtual, se podía (y todavía se puede, claro) leer en letras de molde esta emotiva frase: «Xavi, es un honor jugar contigo, tú también te lo mereces». También el Sport, el otro periódico deportivo de referencia en Cataluña, tradujo las palabras de Messi; en cualquier caso, la sorpresa doble se debe a que ambos medios —redactados, eso sí, en castellano— parecen, quizás por exigencias del target, algo más sensibles al ninguneo y la prepotencia jerárquicas de la meseta en cuestiones de lengua y, por tanto, más predispuestos, en principio, a aceptar variedades lingüísticas como, por ejemplo, el rosarino messiano.

Estas cuatro breves referencias son muestras, a mi juicio bastante reveladoras, de la actual postura argentina en relación con el castellano, si bien la última demuestra también,con toda claridad, cierta actitud residual española hacia el castellano argentino.

Podrían citarse otras noticias relacionadas, como el cúmulo de críticas y protestas surgidas en Argentina contra la Academia y su pretendido prescriptivismo, que desde los medios del país rioplatense (prensa digital, periódicos, blogs, etc.) se han venido  sucediendo con inusitada crudeza desde hace unos meses, sobre todo a partir de la disputa entre el uruguayo Ricardo Soca desde su página web  el castellano.org  y la RAE (recuérdese que Soca reivindicó el libre acceso a los contenidos de las publicaciones editadas por la Real Academia). Desde los medios oficiales de nuestro país se ha mantenido un discreto, y quizá excesivo, silencio ante estos comentarios, con alguna excepción como la del autor y académico Arturo Pérez Reverte que confirmó en Twitter que «hay una ofensiva de demagogia y política en la Argentina respecto a la RAE y el español» según público Ñ. Revista de Cultura (24/03/2012). Pero también se ha oído alguna que otra voz discrepante con las palabras de Pérez Reverte, como la de la lingüista Silvia Senz, cuyo nombre suele unirse sistemáticamente a las protestas antiacademia de los medios argentinos. Senz (2011) escribe:

(La) concepción genealógica y dinástica de las lenguas es la que convirtió el castellano centro-norteño en la única modalidad geográfica en que se basaría la norma académica durante siglos. En el periodo poscolonial, todas estas creencias contribuyeron a cimentar
la idea de que ‘las hablas criollas americanas eran formas degeneradas de español’ que, desamarradas de España, irían distanciándose del tronco común hasta hacerse  irreconocibles e inútiles como lenguas de cultura, y alimentaron la certeza de que, para evitar taldestino, era necesario someterlas a control, una labor que sólo podía seguir ejerciendo la Real Academia Española, como depositaria y garante de la lengua genuinamente española: la de Castilla, que, por su antigüedad y pureza, conservaba las esencias del idioma.

Pero volvamos, de nuevo, al ámbito de la traducción. Un paseo por las gigantescas y bien surtidas librerías bonaerenses nos demuestra sin lugar a dudas que la mayor parte de la literatura extranjera que leen los argentinos está traducida en España y recogida en libros bien importados o bien impresos en ediciones específicas para Argentina, más baratas (por ejemplo, la calidad del papel es mucho peor) que las que se pueden adquirir en España. Sin embargo, las airadas reacciones contra la maquinaria prescriptivista de la Academia española recién mencionadas incluyen también críticas hacia estas traducciones e incluso han surgido «blogs» como Iberiado, que podrían evidenciar un menor grado de tolerancia en la actualidad hacia el castellano peninsular como lengua de traducción. Se trata de un curioso blog sobre «españolismos literarios» donde se disecciona el significado, indescifrable para los sudamericanos en general, de palabras españolas actuales como «pijo», «canguro» y de expresiones coloquiales como «de buten», «del copón» o «para más inri», empleadas en traducciones hechas en España. Estas críticas adquieren a veces tintes particularmente agresivos desde páginas tan señaladas como la del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires publicada por Jorge Fondebrider. En un pequeño artículo titulado «Basta de pollas y gilipollas, queremos pijas y pelotudos», (13/01/2012), un lector anónimo escribe:

Los lectores argentinos apreciamos mucho el hecho de que nuevamente se consigan en Argentina libros importados, especialmente porque la mayoría de las editoriales no los vende al mismo precio que en Europa, sino que tienen un precio competitivo con los editados en Argentina. Se trata de políticas de los grandes grupos editoriales que prefieren vender los libros más baratos aquí, antes que perder un mercado importante. Estas complejas políticas editoriales nos favorecen gracias a una peculiar alineación de los astros. Pero la emoción ante la ampliación de la oferta editorial en Argentina, se disipa ante las traducciones españolísimas que pueden llegar a opacar el placer de la lectura. El nuevo libro de Tom Wolfe, Yo soy Charlotte Simmons, es un buen ejemplo. Que un libro que afuera se cobra venticinco euros ($90) pueda conseguirse en Argentina a $39 alegra a cualquiera, pero los coños, las pollas, los gilipollas, los hijoputa frustran la lectura de hasta el más fervoroso lector. En definitiva, lo que no se puede comprender es por qué no se realizan traducciones más neutras si el mercado es tan importante como para venderle a precios preferenciales. De hecho Argentina y México son los mayores compradores de libros fuera de España. No está bueno leer un pasaje erótico de un libro con un diccionario de españolismos en mano para advertir cuáles son las partes del cuerpo aludidas.

En otro artículo reproducido también en la página del Club, «Traducir», (17/01/2012), Diego Fischerman expresaba también sus quejas, pero en este caso con cierta resignación, a propósito de la traducción de la novela de Jonathan Franzen Libertad, publicada en España por Salamandra:

Me parece que no es la mejor novela de todos los tiempos pero sí una muy buena novela. Pero no es a eso a lo que voy sino a sus jóvenes «enrollados», a su música «súper guay» y, por supuesto, a sus «capullos» y «gilipollas» distribuidos de manera pareja a lo largo de más de 600 páginas. A la molestia inicial frente a los modismos españoles para traducir modismos estadounidenses juveniles, sobrevino una pregunta. ¿Habría una  alternativa mejor? Finalmente, los dialectos urbanos de Madrid ya son casi convencionales. Es posible que entienda más el «gilipollas» o el «soplapollas» que algún equivalente  dominicano o del Perú. Preferiría (y en realidad no estoy demasiado seguro) el local «pelotudo» pero entiendo que sería incomprensible o por lo menos violento para la gran mayoría de lectores en español de todo el mundo. Y tampoco sería deseable un neutro y educado español para la traducción de la acalorada puteada de un matrimonio en crisis o de dos amigas al borde del ataque de nervios.

Por otra parte, el prestigioso editor español Manuel Borrás (Pre-textos) respondía así a las preguntas de Jorge Fondebrider en Ñ. Revista de Cultura (13/10/2011):

—Luego, la mayoría de las editoriales españolas no traducen para la lengua, sino para el barrio y nos tiran por la cabeza libros incómodos e incluso ilegibles que ni siquiera tienen corrección de estilo en las filiales latinoamericanas.
—Es cierto. Y es una demostración de soberbia pensar que el único español válido sea el de 40 millones de ibéricos contra el de 360 millones de hispanoamericanos. Además, es ridículo. Mi generación se ha educado leyendo traducciones mexicanas y argentinas.

La afirmación de Borrás puede ser totalmente cierta, pero no puedo dejar de recordar que las traducciones a las que se refiere el editor respondían en gran medida al modelo de castellano que ahora se pone en cuestión. En esta «época de oro» (sobre todo los años finales de la década de los cuarenta y los primeros de la de los cincuenta (9) de la edición en Argentina, donde se llegó a exportar el 70% de la producción (Larraz 2010: 83), participaron tanto traductores argentinos como españoles afincados en Argentina por razones políticas. No olvidemos nombres, entre los españoles, como los de Salvador de Madariaga, Aurora Bernárdez, Guillermo de Torre, Rosa Chacel, Isabel Oyarzábal o el gran Ricardo Baeza. Todos ellos tradujeron libros en Argentina utilizando el castellano «peninsular» sin problema alguno. Y recordemos también a los grandes traductores argentinos coetáneos de los anteriores: José Bianco, Jorge Luis Borges, Estela Canto, Julio Cortázar, Silvina y Victoria Ocampo, Enrique Pezzoni, José Salas Subirat… que también tradujeron siguiendo, básicamente, el castellano «peninsular» con ligeros matices dialectales. Autores como Camus, Durrell, Faulkner, Gide, Hesse, James, Joyce, Kerouac, Mann, Miller, Moravia, Nabokov, Osborne, Proust, Sartre,   Yourcenar, Woolf y muchos otros se leyeron en España y en toda Sudamérica (no olvidemos este hecho, puesto que España no fue el único país receptor de estas traducciones) traducidos y publicados en editoriales argentinas como Argos, Ayacucho, Emecé, Lautaro, Losada, Paidós, Sudamericana, Santiago Rueda o Siglo xx. Eustasio Antonio García (1965: 54) escribía a mediados de los sesenta, final de dicha época:

Hispanoamérica siente la irradiación del libro argentino. Sus autores al llegar así a los claustros de América hacen que la Argentina pase a ser rectora de ese ámbito intelectual.

Sucesos posteriores, lamentablemente, incidirán negativamente para que ese puesto no pueda mantenerse.

Como apunta Patricia Willson (2004: 257), estos traductores de los años cuarenta y cincuenta, argentinos y españoles, configuran sus propias estrategias de traducción: el anclaje en un español fluido y correcto —suavemente marcado, en caso de los argentinos, por la variedad diatópica argentina—, un nuevo tratamiento de la onomástica, una mayor presencia del cronotopo, el recurso a la nota al pie, etcétera. Tienen en mente a un lector capaz de aceptar la extranjeridad del texto y disponen de un mejor conocimiento de la lengua fuente. Como resultado, sus traducciones gozan hoy en día de plena legibilidad.

Pero hay un dato conocido que debo reseñar y que tuvo lugar después, con motivo de la primera «apertura» política de la España franquista en torno al final de la década de los sesenta. Un dato que se asemeja mucho a las protestas de los actuales lectores argentinos por la supuesta «ilegibilidad» de las traducciones procedentes de España, pero esta vez situado a este lado del Atlántico. Muchas de las traducciones argentinas de la época de oro, publicadas aquí luego por editoriales españolas, fueron objeto de revisión, de conversión a un estricto castellano «peninsular», un proceso que llegó en ciertos casos a un extremo ridículo. Se trata de un asunto poco investigado que merecería ciertamente más atención por parte de los estudiosos de nuestro ámbito. Pongo por caso la revisión efectuada a la traducción de Victoria Ocampo de la obra de Camús Los poseídos, publicada en Buenos Aires por Losada en 1960 y en España por Alianza Editorial en Madrid en 1983 con el título Los posesos. En la traducción revisada, además del cambio en el título, se llegó al extremo de introducir modificaciones como la de sustituir «señoras y señores» (p. 11) por «señoras y caballeros» (p. 11), «sala lujosa» (p. 10) por «salón lujoso» (p. 9) o «la gran sala» (p. 10) por «el gran salón» (p. 9). Sin embargo, otras traducciones de Ocampo publicadas en España, como  El troquel  10, traducción la de la novela de T. E. Lawrence The Mint, que describe la instrucción militar de los aviadores de la RAF en un cuartel inglés y contiene términos militares y de argot cuartelero, a veces soez, no fue revisada en absoluto. El porqué se encuentra en la nota que Ocampo sitúa al comienzo de su traducción:

Las dificultades de traducción de The Mint parecían a primera vista casi insolubles. Han sido parcialmente vencidas gracias a la buena voluntad y a la ayuda preciosa de  antiguos miembros de la RAF y de otras personas familiarizadas con el argot de la aviación inglesa (…) Pero el argot argentino (si echábamos mano de él) corría el riesgo de no ser comprendido en México, o en España, o en Perú, etcétera. Ni siquiera se trataba, pues, de adoptar otro argot para salir del paso, ya que el remedio hubiera sido ineficaz. Nos hemos visto en la necesidad de adoptar términos más o menos comprensibles para todos los países de lengua española, lo que, naturalmente, quita fuerza y color local al texto.

Algunos traductores argentinos que hoy trabajan, o han trabajado, en España (la nómina es muy extensa: Andrés Ehrenhaus, Mario Merlino, Marcelo Cohen, Silvia Komet, Celia Filipetto…) se han quejado también del esfuerzo de «españolización» que tuvieron que desarrollar para poder ejercer su labor aquí.

Lo cierto es que, en general, las traducciones hechas en España han contemplado poco, o no han contemplado en absoluto, el ámbito geográfico de circulación del texto traducido. La cuestión es si ello responde a un etnocentrismo subliminal pero, o quizás por eso, escasamente dialogante, ejercido siempre desde España, o si es más bien un síntoma, insisto, poco concienciado, de un etnocentrismo vivo y real, heredado de otras épocas, que las airadas reacciones del otro lado del Atlántico han puesto ahora de manifiesto. Recuerdo en estos momentos los comentarios que me hicieron en Buenos Aires amigos argentinos sobre la traducción que Federico Corriente hizo de la novela Trainspotting de Irvine Welsh en 1996. Los fragmentos en los que Corriente recurría ingeniosamente al argot «cheli» de la época para traducir los diálogos de la juventud urbana de Edimburgo resultaban ininteligibles y, por tanto, carentes del efecto que el traductor había intentado causar, con mayor o menor éxito, en el público lector español del momento.

Desde el lado argentino, se perfilan dos tipos de traducción, siguiendo a Patricia Willson (2004: 187). Una sería la traducción «identitaria», empeñada en establecer sin equívoco el lugar específico de enunciación (…) Este tipo de traducción apunta menos a incorporar la otredad del texto fuente respecto de la cultura receptora que a afirmar las propias peculiaridades respecto de otras zonas de la comunidad hablante de pertenencia, por ejemplo, la ex metrópolis.

Un buen ejemplo de esta traducción sería la de los Sonetos de Shakespeare efectuada por Montezanti. La otra (Willson 2004: 187) es crear una lengua de traducción, una lengua cuidada y neutra que obedece a un imaginario del decoro en la expresión, según el cual las diferencias locales son un obstáculo para la eficacia en la transmisión de sentido, y la modalidad apropiada es el uso de una «lingua franca» que las excluya. Es decir, traducciones más «ecuménicas», como El troquel de Victoria Ocampo, que acaba de mencionarse. Creo que la teoría de la traducción no tiene respuestas inmediatas a este dilema, pero lo que parece cada vez más necesario es un debate a fondo sobre esta cuestión en la que participen todos los agentes implicados, incluyendo, por supuesto, a los españoles, hasta ahora, como ya se ha dicho, un tanto refractarios a tratar este asunto. Si se desecha, por impracticable, la idea del «castellano neutro» o incluso la fórmula «híbrida» de «Shakespeare por escritores», habría que preguntarse si el público lector español actual aceptaría leer las traducciones «rioplatenses» hechas en Argentina del mismo modo que los argentinos leen las que se hacen aquí. Es cierto que, cada vez más, españoles y argentinos leemos novelas, y vemos obras teatrales, películas y series de uno y otro país (cabe resaltar que en el campo del cine se ha logrado una ejemplar colaboración entre las dos industrias cinematográficas), pero la traducción es, probablemente, otra cosa: quizá el último bastión de una activa intransigencia lingüística a ambos lados del Atlántico. Es conocido que, por su propia naturaleza, la traducción literaria o audiovisual, al ser una actividad «ancilar», no binaria y susceptible de repetición, parece estar sujeta al envejecimiento y a la  intolerancia, a diferencia de la escritura de creación.

Con todo, la variedad del castellano que utilizarían los traductores argentinos no estaría tan alejada de la lengua de traducción utilizada en España. Es verdad que sería mucho más proclive y favorable a la contaminación de otras lenguas, y por tanto incluiría calcos («aplicar» por «solicitar», «casual» por «informal») y préstamos («week-end» por fin de semana, «placard» por «armario empotrado», «mouse» por «ratón») no  aceptados, por lo general, en España; que podría contener palabras no conocidas aquí, correspondientes, en su mayoría, precisamente a los ámbitos donde se encuentran las palabras «castizas» que los argentinos no entienden de las procedentes de nuestro país: jergas, por ejemplo juveniles, fuertemente marcadas, y términos de carácter emotivo, afectivo, sexual; que podría reflejar un empleo ligeramente distinto de los tiempos verbales, sobre todo en el discurso hablado, que tiende a reducir tanto el subjuntivo como las formas compuestas; y, finalmente, que adoptaría ciertos usos ortotipográficos distintos a la norma «peninsular»: cursivas de énfasis, gentilicios en mayúsculas, topónimos no naturalizados, etc., utilizados en Argentina, sobre todo, en el lenguaje periodístico.

Lo que sí parece claro es que ciertos integrantes del campo traductor argentino —básicamente, críticos, editores y, por supuesto, traductores (no olvidemos que en las universidades argentinas hay 16 grados y 4 posgrados en «Traductorado»)— parecen deseosos de detener la inercia que domina el contacto entre las dos «tradiciones»  traductoras desde hace más de tres décadas, «desafiando» el predominio total del  modelo español, que siguieron en su momento, en mayor o menor grado, todos los grandes traductores argentinos como Victoria Ocampo o Jorge Luis Borges —por cierto, todos utilizaron «tú» y alguno de ellos incluso utilizó «vosotros»; el propio Borges sólo utilizó «vos» en la traducción que hizo de la última página del Ulises de Joyce en 1925 (Waisman 2005:188)—, y que continúan en la actualidad otros traductores de este país. La aspiración legítima de los traductores argentinos, que ahora mismo trabajan en una precariedad mucho mayor que los españoles, sería traducir desde Argentina en pie de igualdad con éstos y ver distribuidas sus traducciones por todo el ámbito hispanohablante.

NOTAS:


(9) Según José Luis de Diego (2004), Argentina proveyó en algún momento el 80% de los  libros que importaba España.

(10) Madrid: Alianza Editorial, 1975.

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