Segunda
entrega del artículo de Juan
Jesús Zaro, incluido como Capítulo
4 del libro Traducción,
política(s), conflictos: legados y retos para la era del multiculturalismo (Granada:
Comares, 2013). de M. C. C. Vidal
Claramonte y M. R. Martín Ruano (eds.). Aquí se habla de varias manifestaciones de independencia lingüística por parte de los argentinos, de una supuesta sorpresa por parte de los españoles, del rechazo de los lectores locales a las traducciones peninsulares, de la poca atención que prestan los traductores españoles al castellano de los públicos que van a leerlos fuera de España y de la variedad del castellano utilizada por los traductores argentinos.
El «desafío» austral: las relaciones
entre
las industrias traductoras argentina y
española
(II)
Me referiré ahora a las
otras tres noticias, no estrictamente literarias ni relacionadas directamente
con la traducción, sucedidas en los últimos meses en Argentina o fuera del
país, pero que tienen que ver con él. Para la primera cito a Francisco Javier
Elena, que el pasado 14 de octubre de 2011 publicó lo siguiente en el blog El
confidencial digital (7):
El pasado mes de noviembre, Cristina
Fernández de Kirchner inauguró en Buenos Aires el Museo del Libro y de la Lengua. Es el primer
centro de este tipo que se abre en la América hispanoparlante.
Inspirado en el Museo de la Lengua Portuguesa de São Paulo, allí donde el
original brasileño adjetiva para que no haya duda, el museo argentino prefiere una
vaguedad nada inocente. Y no es inocente por el modo como se ha llevado a cabo
el proyecto, por las declaraciones que lo han acompañado y por los propios
fondos que se exhiben. Según informó El Mundo, la Real Academia
Española no tenía conocimiento de la creación del museo, no se le consultó nada
y, por supuesto, no recibió ninguna invitación para el acto inaugural (…)
Cristina Fernández dijo en la inauguración: «Estamos muy contentos de estar
inaugurando este nuevo espacio en un país que sufrió mucha agresión cultural de
todo tipo». Ahí ya tenemos bastante información implícita. Por si no estuviese clara,
la directora del museo, María Pía López, concretó un poco más en el ámbito del idioma:
«Hay algo que es necesario discutir todavía: la pretensión durante muchísimo tiempo
de que España funcionara como centro rector de la norma estándar de la lengua.»
La segunda noticia, que
refleja otro suceso reciente, acaecido el pasado mes de septiembre de 2011, fue
la detención de miles de libros de importación (muchos de ellos españoles) en
la aduana de Buenos Aires, un hecho que no es nuevo en la historia de las
relaciones intelectuales entre España y América Latina (Larraz 2010: 186). Las posibles
razones de esta detención se explicaban en una crónica de Javier Lewkowicz publicada
en Página 12 (8):
En
2010 se comercializaron en Argentina 75,5 millones de libros. La industria
gráfica imprimió en talleres nacionales sólo 16,7 millones, de manera que
fueron importados 59,8 millones, casi el 80 por ciento del total. La baja
participación de la industria nacional y el desajuste comercial que esa
situación provoca hizo que el Gobierno, de forma similar al mecanismo utilizado
en otros sectores, frenara, al menos temporalmente, las importa ciones y
forzara de ese modo a negociar a los empresarios (…) Para un editor extranjero,
es más rentable realizar la impresión en el exterior que encargarla a empresas
nacionales, ya que los libros importados están exentos de IVA, mientras que los
materiales que utiliza la producción nacional están gravados, lo que impacta de
forma negativa sobre la competitividad local.
Las multinacionales españolas y de otros países que operan en el país imprimen
en China, Uruguay y Chile.
Y, finalmente, la tercera
noticia es una anécdota sucedida a este lado del Atlántico. Cito al conocido
traductor argentino afincado en Barcelona Andrés Ehrenhaus y su artículo
«Traducir a Messi», reproducido en la página web del Club de Traductores Literarios
de Buenos Aires (18/01/2012), con ocasión de la entrega del «balón de oro» a Lionel
Messi en Zurich el pasado mes de enero de 2012.
Messi dijo ante el público: «Xavi, es un honor jugar con vos, vos también
te lo merecés». Doblemente sorprendente resultó advertir, en cambio, que no
solo los periódicos y medios ranciamente castellanos se dedicaban a traducir
del rosarino al español sino que los dos principales referentes mediáticos de
Cataluña y, por ende, adscritos sin condiciones al Barça, se abocaban a lo
mismo. En la edición correspondiente del Mundo Deportivo, tanto real como virtual, se podía (y
todavía se puede, claro) leer en letras de molde esta emotiva frase: «Xavi, es
un honor jugar contigo, tú también te lo mereces». También el Sport, el otro periódico deportivo de referencia
en Cataluña, tradujo las palabras de Messi; en cualquier caso, la sorpresa
doble se debe a que ambos medios —redactados, eso sí, en castellano— parecen,
quizás por exigencias del target, algo más sensibles al ninguneo y la
prepotencia jerárquicas de la meseta en cuestiones de lengua y, por tanto, más
predispuestos, en principio, a aceptar variedades lingüísticas como, por
ejemplo, el rosarino messiano.
Estas cuatro breves
referencias son muestras, a mi juicio bastante reveladoras, de la actual
postura argentina en relación con el castellano, si bien la última demuestra
también,con toda claridad, cierta actitud residual española hacia el castellano
argentino.
Podrían citarse otras
noticias relacionadas, como el cúmulo de críticas y protestas surgidas en
Argentina contra la Academia
y su pretendido prescriptivismo, que desde los medios del país rioplatense
(prensa digital, periódicos, blogs, etc.) se han venido sucediendo con inusitada crudeza desde hace
unos meses, sobre todo a partir de la disputa entre el uruguayo Ricardo Soca
desde su página web el
castellano.org y la RAE (recuérdese que Soca
reivindicó el libre acceso a los contenidos de las publicaciones editadas por la Real Academia ).
Desde los medios oficiales de nuestro país se ha mantenido un discreto, y quizá
excesivo, silencio ante estos comentarios, con alguna excepción como la del
autor y académico Arturo Pérez Reverte que confirmó en Twitter que «hay una
ofensiva de demagogia y política en la Argentina respecto a la RAE y el español» según público
Ñ. Revista de Cultura (24/03/2012).
Pero también se ha oído alguna que otra voz discrepante con las palabras de
Pérez Reverte, como la de la lingüista Silvia Senz, cuyo nombre suele unirse
sistemáticamente a las protestas antiacademia de los medios argentinos. Senz
(2011) escribe:
(La) concepción genealógica y dinástica
de las lenguas es la que convirtió el castellano centro-norteño en la única
modalidad geográfica en que se basaría la norma académica durante siglos. En el
periodo poscolonial, todas estas creencias contribuyeron a cimentar
la idea de que ‘las hablas criollas
americanas eran formas degeneradas de español’ que, desamarradas de España,
irían distanciándose del tronco común hasta hacerse irreconocibles e inútiles como lenguas de
cultura, y alimentaron la certeza de que, para evitar taldestino, era necesario
someterlas a control, una labor que sólo podía seguir ejerciendo la Real Academia
Española, como depositaria y garante de la lengua genuinamente española: la de
Castilla, que, por su antigüedad y pureza, conservaba las esencias del idioma.
Pero volvamos, de nuevo, al
ámbito de la traducción. Un paseo por las gigantescas y bien surtidas librerías
bonaerenses nos demuestra sin lugar a dudas que la mayor parte de la literatura
extranjera que leen los argentinos está traducida en España y recogida en
libros bien importados o bien impresos en ediciones específicas para Argentina,
más baratas (por ejemplo, la calidad del papel es mucho peor) que las que se
pueden adquirir en España. Sin embargo, las airadas reacciones contra la
maquinaria prescriptivista de la
Academia española recién mencionadas incluyen también
críticas hacia estas traducciones e incluso han surgido «blogs» como Iberiado,
que podrían evidenciar un menor grado de tolerancia en la actualidad hacia el
castellano peninsular como lengua de traducción. Se trata de un curioso blog
sobre «españolismos literarios» donde se disecciona el significado,
indescifrable para los sudamericanos en general, de palabras españolas actuales
como «pijo», «canguro» y de expresiones coloquiales como «de buten», «del
copón» o «para más inri», empleadas en traducciones hechas en España. Estas
críticas adquieren a veces tintes particularmente agresivos desde páginas tan
señaladas como la del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires publicada por
Jorge Fondebrider. En un pequeño artículo titulado «Basta de pollas y
gilipollas, queremos pijas y pelotudos», (13/01/2012), un lector anónimo
escribe:
Los lectores argentinos apreciamos
mucho el hecho de que nuevamente se consigan en Argentina libros importados,
especialmente porque la mayoría de las editoriales no los vende al mismo precio
que en Europa, sino que tienen un precio competitivo con los editados en Argentina.
Se trata de políticas de los grandes grupos editoriales que prefieren vender
los libros más baratos aquí, antes que perder un mercado importante. Estas complejas
políticas editoriales nos favorecen gracias a una peculiar alineación de los astros.
Pero la emoción ante la ampliación de la oferta editorial en Argentina, se
disipa ante las traducciones españolísimas que pueden llegar a opacar el placer
de la lectura. El nuevo libro de Tom Wolfe, Yo soy Charlotte
Simmons, es un buen ejemplo. Que un libro
que afuera se cobra venticinco euros ($90) pueda conseguirse en Argentina a $39
alegra a cualquiera, pero los coños, las pollas, los gilipollas, los hijoputa
frustran la lectura de hasta el más fervoroso lector. En definitiva, lo que no
se puede comprender es por qué no se realizan traducciones más neutras si el
mercado es tan importante como para venderle a precios preferenciales. De hecho
Argentina y México son los mayores compradores de libros fuera de España. No
está bueno leer un pasaje erótico de un libro con un diccionario de
españolismos en mano para advertir cuáles son las partes del cuerpo aludidas.
En otro artículo
reproducido también en la página del Club, «Traducir», (17/01/2012), Diego
Fischerman expresaba también sus quejas, pero en este caso con cierta
resignación, a propósito de la traducción de la novela de Jonathan Franzen
Libertad, publicada en España por Salamandra:
Me parece que no es la mejor novela de todos los tiempos pero sí una muy
buena novela. Pero no es a eso a lo que voy sino a sus jóvenes «enrollados», a
su música «súper guay» y, por supuesto, a sus «capullos» y «gilipollas»
distribuidos de manera pareja a lo largo de más de 600 páginas. A la molestia
inicial frente a los modismos españoles para traducir modismos estadounidenses
juveniles, sobrevino una pregunta. ¿Habría una alternativa mejor? Finalmente, los dialectos
urbanos de Madrid ya son casi convencionales. Es posible que entienda más el
«gilipollas» o el «soplapollas» que algún equivalente dominicano o del Perú. Preferiría (y en
realidad no estoy demasiado seguro) el local «pelotudo» pero entiendo que sería
incomprensible o por lo menos violento para la gran mayoría de lectores en
español de todo el mundo. Y tampoco sería deseable un neutro y educado español
para la traducción de la acalorada puteada de un matrimonio en crisis o de dos amigas
al borde del ataque de nervios.
Por otra parte, el
prestigioso editor español Manuel Borrás (Pre-textos) respondía así a las
preguntas de Jorge Fondebrider en Ñ.
Revista de Cultura (13/10/2011):
—Luego, la mayoría de las editoriales
españolas no traducen para la lengua, sino para el barrio y nos tiran por la
cabeza libros incómodos e incluso ilegibles que ni siquiera tienen corrección
de estilo en las filiales latinoamericanas.
—Es cierto. Y es una demostración de
soberbia pensar que el único español válido sea el de 40 millones de ibéricos
contra el de 360 millones de hispanoamericanos. Además, es ridículo. Mi
generación se ha educado leyendo traducciones mexicanas y argentinas.
La afirmación de Borrás
puede ser totalmente cierta, pero no puedo dejar de recordar que las traducciones
a las que se refiere el editor respondían en gran medida al modelo de
castellano que ahora se pone en cuestión. En esta «época de oro» (sobre todo
los años finales de la década de los cuarenta y los primeros de la de los
cincuenta (9) de la edición en Argentina, donde se llegó a exportar el 70% de
la producción (Larraz 2010: 83), participaron tanto traductores argentinos como
españoles afincados en Argentina por razones políticas. No olvidemos nombres,
entre los españoles, como los de Salvador de Madariaga, Aurora Bernárdez,
Guillermo de Torre, Rosa Chacel, Isabel Oyarzábal o el gran Ricardo Baeza.
Todos ellos tradujeron libros en Argentina utilizando el castellano
«peninsular» sin problema alguno. Y recordemos también a los grandes traductores
argentinos coetáneos de los anteriores: José Bianco, Jorge Luis Borges, Estela
Canto, Julio Cortázar, Silvina y Victoria Ocampo, Enrique Pezzoni, José Salas Subirat…
que también tradujeron siguiendo, básicamente, el castellano «peninsular» con
ligeros matices dialectales. Autores como Camus, Durrell, Faulkner, Gide,
Hesse, James, Joyce, Kerouac, Mann, Miller, Moravia, Nabokov, Osborne, Proust,
Sartre, Yourcenar, Woolf y muchos otros
se leyeron en España y en toda Sudamérica (no olvidemos este hecho, puesto que
España no fue el único país receptor de estas traducciones) traducidos y
publicados en editoriales argentinas como Argos, Ayacucho, Emecé, Lautaro, Losada,
Paidós, Sudamericana, Santiago Rueda o Siglo xx. Eustasio Antonio García (1965:
54) escribía a mediados de los sesenta, final de dicha época:
Hispanoamérica siente la irradiación
del libro argentino. Sus autores al llegar así a los claustros de América hacen
que la Argentina
pase a ser rectora de ese ámbito intelectual.
Sucesos posteriores,
lamentablemente, incidirán negativamente para que ese puesto no pueda
mantenerse.
Como apunta Patricia
Willson (2004: 257), estos traductores de los años cuarenta y cincuenta,
argentinos y españoles, configuran sus propias estrategias de traducción: el
anclaje en un español fluido y correcto —suavemente marcado, en caso de los
argentinos, por la variedad diatópica argentina—, un nuevo tratamiento de la
onomástica, una mayor presencia del cronotopo, el recurso a la nota al pie,
etcétera. Tienen en mente a un lector capaz de aceptar la extranjeridad del
texto y disponen de un mejor conocimiento de la lengua fuente. Como resultado,
sus traducciones gozan hoy en día de plena legibilidad.
Pero hay un dato conocido
que debo reseñar y que tuvo lugar después, con motivo de la primera «apertura»
política de la España
franquista en torno al final de la década de los sesenta. Un dato que se
asemeja mucho a las protestas de los actuales lectores argentinos por la
supuesta «ilegibilidad» de las traducciones procedentes de España, pero esta
vez situado a este lado del Atlántico. Muchas de las traducciones argentinas de
la época de oro, publicadas aquí luego por editoriales españolas, fueron objeto
de revisión, de conversión a un estricto castellano «peninsular», un proceso
que llegó en ciertos casos a un extremo ridículo. Se trata de un asunto poco
investigado que merecería ciertamente más atención por parte de los estudiosos
de nuestro ámbito. Pongo por caso la revisión efectuada a la traducción de
Victoria Ocampo de la obra de Camús Los
poseídos, publicada en Buenos Aires por Losada en 1960 y en España por
Alianza Editorial en Madrid en 1983 con el título Los posesos. En la traducción revisada, además del cambio en el
título, se llegó al extremo de introducir modificaciones como la de sustituir
«señoras y señores» (p. 11) por «señoras y caballeros» (p. 11), «sala lujosa» (p.
10) por «salón lujoso» (p. 9) o «la gran sala» (p. 10) por «el gran salón» (p.
9). Sin embargo, otras traducciones de Ocampo publicadas en España, como El
troquel 10, traducción la de la
novela de T. E. Lawrence The Mint,
que describe la instrucción militar de los aviadores de la RAF en un cuartel inglés y
contiene términos militares y de argot cuartelero, a veces soez, no fue
revisada en absoluto. El porqué se encuentra en la nota que Ocampo sitúa al
comienzo de su traducción:
Las dificultades de traducción de
The Mint parecían a primera vista casi
insolubles. Han sido parcialmente vencidas gracias a la buena voluntad y a la
ayuda preciosa de antiguos miembros de la RAF y de otras personas
familiarizadas con el argot de la aviación inglesa (…) Pero el argot argentino (si echábamos mano de él) corría el riesgo de
no ser comprendido en México, o en España, o en Perú, etcétera. Ni siquiera se
trataba, pues, de adoptar otro argot para salir del paso, ya que el remedio
hubiera sido ineficaz. Nos hemos visto en la necesidad de adoptar términos más
o menos comprensibles para todos los países de lengua española, lo que,
naturalmente, quita fuerza y color local al texto.
Algunos traductores
argentinos que hoy trabajan, o han trabajado, en España (la nómina es muy
extensa: Andrés Ehrenhaus, Mario Merlino, Marcelo Cohen, Silvia Komet, Celia
Filipetto…) se han quejado también del esfuerzo de «españolización» que
tuvieron que desarrollar para poder ejercer su labor aquí.
Lo cierto es que, en
general, las traducciones hechas en España han contemplado poco, o no han
contemplado en absoluto, el ámbito geográfico de circulación del texto traducido.
La cuestión es si ello responde a un etnocentrismo subliminal pero, o quizás por
eso, escasamente dialogante, ejercido siempre desde España, o si es más bien un
síntoma, insisto, poco concienciado, de un etnocentrismo vivo y real, heredado
de otras épocas, que las airadas reacciones del otro lado del Atlántico han
puesto ahora de manifiesto. Recuerdo en estos momentos los comentarios que me
hicieron en Buenos Aires amigos argentinos sobre la traducción que Federico
Corriente hizo de la novela Trainspotting
de Irvine Welsh en 1996. Los fragmentos en los que Corriente recurría ingeniosamente
al argot «cheli» de la época para traducir los diálogos de la juventud urbana
de Edimburgo resultaban ininteligibles y, por tanto, carentes del efecto que el
traductor había intentado causar, con mayor o menor éxito, en el público lector
español del momento.
Desde el lado argentino, se
perfilan dos tipos de traducción, siguiendo a Patricia Willson (2004: 187). Una
sería la traducción «identitaria», empeñada en establecer sin equívoco el lugar
específico de enunciación (…) Este tipo de traducción apunta menos a incorporar
la otredad del texto fuente respecto de la cultura receptora que a afirmar las
propias peculiaridades respecto de otras zonas de la comunidad hablante de pertenencia,
por ejemplo, la ex metrópolis.
Un buen ejemplo de esta
traducción sería la de los Sonetos de
Shakespeare efectuada por Montezanti. La otra (Willson 2004: 187) es crear una
lengua de traducción, una lengua cuidada y neutra que obedece a un imaginario del
decoro en la expresión, según el cual las diferencias locales son un obstáculo para
la eficacia en la transmisión de sentido, y la modalidad apropiada es el uso de
una «lingua franca» que las excluya. Es decir, traducciones más «ecuménicas»,
como El troquel de Victoria Ocampo, que
acaba de mencionarse. Creo que la teoría de la traducción no tiene respuestas inmediatas
a este dilema, pero lo que parece cada vez más necesario es un debate a fondo
sobre esta cuestión en la que participen todos los agentes implicados, incluyendo,
por supuesto, a los españoles, hasta ahora, como ya se ha dicho, un tanto refractarios
a tratar este asunto. Si se desecha, por impracticable, la idea del «castellano
neutro» o incluso la fórmula «híbrida» de «Shakespeare por escritores», habría
que preguntarse si el público lector español actual aceptaría leer las
traducciones «rioplatenses» hechas en Argentina del mismo modo que los
argentinos leen las que se hacen aquí. Es cierto que, cada vez más, españoles y
argentinos leemos novelas, y vemos obras teatrales, películas y series de uno y
otro país (cabe resaltar que en el campo del cine se ha logrado una ejemplar
colaboración entre las dos industrias cinematográficas), pero la traducción es,
probablemente, otra cosa: quizá el último bastión de una activa intransigencia
lingüística a ambos lados del Atlántico. Es conocido que, por su propia
naturaleza, la traducción literaria o audiovisual, al ser una actividad
«ancilar», no binaria y susceptible de repetición, parece estar sujeta al
envejecimiento y a la intolerancia, a
diferencia de la escritura de creación.
Con todo, la variedad del
castellano que utilizarían los traductores argentinos no estaría tan alejada de
la lengua de traducción utilizada en España. Es verdad que sería mucho más
proclive y favorable a la contaminación de otras lenguas, y por tanto incluiría
calcos («aplicar» por «solicitar», «casual» por «informal») y préstamos
(«week-end» por fin de semana, «placard» por «armario empotrado», «mouse» por
«ratón») no aceptados, por lo general,
en España; que podría contener palabras no conocidas aquí, correspondientes, en
su mayoría, precisamente a los ámbitos donde se encuentran las palabras
«castizas» que los argentinos no entienden de las procedentes de nuestro país: jergas,
por ejemplo juveniles, fuertemente marcadas, y términos de carácter emotivo, afectivo,
sexual; que podría reflejar un empleo ligeramente distinto de los tiempos
verbales, sobre todo en el discurso hablado, que tiende a reducir tanto el
subjuntivo como las formas compuestas; y, finalmente, que adoptaría ciertos
usos ortotipográficos distintos a la norma «peninsular»: cursivas de énfasis,
gentilicios en mayúsculas, topónimos no naturalizados, etc., utilizados en
Argentina, sobre todo, en el lenguaje periodístico.
Lo que sí parece claro es
que ciertos integrantes del campo traductor argentino —básicamente, críticos, editores y, por supuesto, traductores (no olvidemos que en las universidades
argentinas hay 16 grados y 4 posgrados en «Traductorado»)— parecen deseosos de
detener la inercia que domina el contacto entre las dos «tradiciones» traductoras desde hace más de tres décadas,
«desafiando» el predominio total del modelo español, que siguieron en su
momento, en mayor o menor grado, todos los grandes traductores argentinos como
Victoria Ocampo o Jorge Luis Borges —por cierto, todos utilizaron «tú» y alguno
de ellos incluso utilizó «vosotros»; el propio Borges sólo utilizó «vos» en la
traducción que hizo de la última página del Ulises
de Joyce en 1925 (Waisman 2005:188)—, y que continúan en la actualidad otros
traductores de este país. La aspiración legítima de los traductores argentinos,
que ahora mismo trabajan en una precariedad
mucho mayor que los españoles, sería traducir desde Argentina en pie de
igualdad con éstos y ver distribuidas sus traducciones por todo el ámbito
hispanohablante.
NOTAS:
(7) http://elconfidencialdigital.com/opinion/tribuna_libre/069269/contra-el-virreinato-y-el-viraenato? dObjeto=30302
(9) Según José Luis de Diego (2004), Argentina proveyó en algún momento el 80% de los libros que importaba España.
(10) Madrid: Alianza Editorial, 1975.
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