Otra vez Guillermo
Piro. En la oportunidad, en su columna del diario Perfil, de Buenos Aires, del 27 de julio pasado.
El horror de todos
estos años
Estoy cansado de contar historias
tristes, pero lamentablemente son las únicas que conozco. Las historias son
como la música: las buenas son tristes. Esta vez voy a contar dos. La primera
atañe a Julio Verne y una novela suya titulada El secreto de Wilhelm Storitz.
La novela comienza con un personaje
que emprende un viaje en barco por el Danubio para asistir en Budapest al
casamiento de su hermano. Desde el inicio, este personaje empieza a presentir
cosas raras, como si alguien lo estuviera vigilando. De pronto siente sobre él
una mirada, se gira, pero detrás de él no hay nadie. Eso sucede varias veces e
in crescendo, de modo que el lector piensa que el personaje en cuestión está
loco. Pero llegados a la mitad de la novela nos enteramos de que un sujeto llamado
Wilhelm Storitz inventó una poción que al beberla lo vuelve invisible.
Enterarse de eso a la mitad de la novela provoca algo en el lector que
solamente Hitchcock podía lograr; esto es un efecto de descompresión que nos
obliga a revisar todo lo leído y corregirlo in mente: el pobre personaje no
está loco: alguien, efectivamente, lo estaba vigilando. Ahora bien, el editor
español tuvo una idea genial: titular la novela de Verne El hombre invisible. De tal manera que a la primera sospecha de
vigilancia yo, o sea el que era entonces, pensé: “Ahí está el hombre
invisible”. Puede parecer una tontería, pero siento que ese editor español me
privó de una experiencia de lectura única, irrecuperable e intransferible. En
un grado mínimo podría decir que me cagó la vida.
Otro caso, tal vez peor. Elmore
Leonard, por quien experimento un amor reverencial, único e intransferible,
como todo amor, publicó en 1992 una novela formidable: Rum Punch, que se tradujo con el título Cóctel explosivo. Luego de
que fuera traducida, Quentin Tarantino dirigió en 1997 la versión
cinematográfica. Como es su costumbre (no fue en Django la primera vez que decidió convertir a un personaje blanco
en negro), Tarantino convirtió a la protagonista de la novela, una azafata
rubia y bella llamada Jackie Collins, que aprovecha su impunidad en los
aeropuertos para contrabandear dinero, en una azafata negra y bella llamada
Jackie Brown. Hasta aquí todo está en orden. Para aprovechar el frenesí
tarantiniano, Ediciones B decidió reeditar la novela de Leonard. Y en la tapa
reprodujo el afiche de la película. Y el libro pasó a llamarse Jackie Brown. El asunto es que al leer
la novela, y a medida que yo avanzaba en ella, me sorprendía el hecho de que no
había ninguna Jackie Brown. Había una Jackie Collins, que era rubia y que
necesariamente debía ser otra. Por un momento pensé que Leonard se había vuelto
un autor vanguardista, capaz de llamar a su libro con el nombre de un personaje
que recién aparece después de la mitad de la novela. Pero tampoco aparecía ninguna
Jackie Brown una vez pasada la mitad de la novela. El misterio develado es que
no hay ninguna negra llamada Jackie Brown en el libro. Es como si alguien
leyera Anna Karenina bajo el título
Anna Sambusetti.
A pesar de los años que pasaron, esos editores nunca dejan de horrorizarme.
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