martes, 6 de agosto de 2013

Sobre títulos chambones y lectores decepcionados

Otra vez Guillermo Piro. En la oportunidad, en su columna del diario Perfil, de Buenos Aires, del 27 de julio pasado.

El horror de todos 
estos años

Estoy cansado de contar historias tristes, pero lamentablemente son las únicas que conozco. Las historias son como la música: las buenas son tristes. Esta vez voy a contar dos. La primera atañe a Julio Verne y una novela suya titulada  El secreto de Wilhelm Storitz
La novela comienza con un personaje que emprende un viaje en barco por el Danubio para asistir en Budapest al casamiento de su hermano. Desde el inicio, este personaje empieza a presentir cosas raras, como si alguien lo estuviera vigilando. De pronto siente sobre él una mirada, se gira, pero detrás de él no hay nadie. Eso sucede varias veces e in crescendo, de modo que el lector piensa que el personaje en cuestión está loco. Pero llegados a la mitad de la novela nos enteramos de que un sujeto llamado Wilhelm Storitz inventó una poción que al beberla lo vuelve invisible. Enterarse de eso a la mitad de la novela provoca algo en el lector que solamente Hitchcock podía lograr; esto es un efecto de descompresión que nos obliga a revisar todo lo leído y corregirlo in mente: el pobre personaje no está loco: alguien, efectivamente, lo estaba vigilando. Ahora bien, el editor español tuvo una idea genial: titular la novela de Verne El hombre invisible. De tal manera que a la primera sospecha de vigilancia yo, o sea el que era entonces, pensé: “Ahí está el hombre invisible”. Puede parecer una tontería, pero siento que ese editor español me privó de una experiencia de lectura única, irrecuperable e intransferible. En un grado mínimo podría decir que me cagó la vida.

Otro caso, tal vez peor. Elmore Leonard, por quien experimento un amor reverencial, único e intransferible, como todo amor, publicó en 1992 una novela formidable: Rum Punch, que se tradujo con el título Cóctel explosivo. Luego de que fuera traducida, Quentin Tarantino dirigió en 1997 la versión cinematográfica. Como es su costumbre (no fue en Django la primera vez que decidió convertir a un personaje blanco en negro), Tarantino convirtió a la protagonista de la novela, una azafata rubia y bella llamada Jackie Collins, que aprovecha su impunidad en los aeropuertos para contrabandear dinero, en una azafata negra y bella llamada Jackie Brown. Hasta aquí todo está en orden. Para aprovechar el frenesí tarantiniano, Ediciones B decidió reeditar la novela de Leonard. Y en la tapa reprodujo el afiche de la película. Y el libro pasó a llamarse Jackie Brown. El asunto es que al leer la novela, y a medida que yo avanzaba en ella, me sorprendía el hecho de que no había ninguna Jackie Brown. Había una Jackie Collins, que era rubia y que necesariamente debía ser otra. Por un momento pensé que Leonard se había vuelto un autor vanguardista, capaz de llamar a su libro con el nombre de un personaje que recién aparece después de la mitad de la novela. Pero tampoco aparecía ninguna Jackie Brown una vez pasada la mitad de la novela. El misterio develado es que no hay ninguna negra llamada Jackie Brown en el libro. Es como si alguien leyera Anna Karenina bajo el título Anna Sambusetti.

A pesar de los años que pasaron, esos editores nunca dejan de horrorizarme.


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