Andrés Ehrenhaus es un notabilísimo miembro
del Club de Traductores Literarios de
Buenos Aires. Vive en España hace más de treinta y cinco años. Allí se hizo
traductor y, con el tiempo, llegó a ser vicepresidente de ACEtt, la asociación
que reúne a los escritores y traductores de la Península. Sin
embargo, viaja varias veces al año a la Argentina y está perfectamente al tanto de la
situación de la profesión en nuestro país. De hecho, con Estela Consigli,
Lucila Cordone y Pablo Ingberg, es uno de los miembros del grupo impulsor del proyecto de Ley de Traducciones y Traductores, que se expondrá hoy en el CCEBA, en
el marco de la reunión mensual del CTLBA. Por esta circunstancia, nos hizo llegar estas palabras.
La traducción literaria está viva y sana
y vive en los libros del mundo entero. Podría decirse sin temor a incurrir en
la balandronada que nunca ha estado tan viva y tan sana, que nunca ha habido
tantos libros traducidos de tantas lenguas a tantas otras como en los últimos
lustros. Los que no están tan vivitos y coleantes como la traducción son los
propios traductores. Podría decirse sin temor a incurrir en la hipérbole que
nunca ha habido tanta distancia entre la salud de una y la poca salubridad
laboral de los otros. Es cierto que hace tan sólo algunos siglos se solía
quemar en la hoguera a los traductores de la Biblia y que a los traductores de libros impuros
se les cortaban diversos apéndices músculoesqueléticos, pero ahora que esa
publicaciones no sólo no están perseguidas sino que arrojan pingües dividendos,
el traductor querría merecer algo más que la indulgencia de la sociedad y
empezar a percibir lo que le corresponde, en tanto autor, de los beneficios que
produce la explotación de su obra.
En este mundo de ahora, los estados se
rigen por reglamentos más o menos acatados que se llaman leyes. Las hay que
regulan la mayoría de los aspectos de la vida cotidiana, económica, cultural,
laboral, frugal o espiritual de los ciudadanos, y ello no excluye, por supuesto,
a la actividad creativa que damos en llamar literatura y que, hasta hace bien
poco y quién sabe hasta cuándo, se viene envasando en forma de libro. La
traducción es una forma de creación literaria: es aquella que se deriva del uso
creativo de una obra determinada, transformándola en otra de igual naturaleza.
A diferencia de la obra original, la traducción no existiría por sí sola; sin
embargo, necesita tal como la obra original de un autor capaz de crearla: el
traductor. Y en tanto obra de creación, la traducción cuenta con los mismos
derechos autorales que las obras de creación originales. Todo lo cual está
recogido en esa legislación a la que aludíamos antes y que, en nuestro país,
lleva el simpático nombre de 11.723. Esta ley es la que se ocupa de regular los
usos comerciales y culturales de la propiedad intelectual de todas las obras de
todos los ámbitos: abarca un amplio espectro.
Lo cierto es que, incluso al amparo de
esa ley, la traducción así llamada literaria (pero mejor entendida como traducción
de obras de creación no sólo intelectual sino también y, a veces, sobre todo
estética) continúa dejando en evidencia la situación antes descrita: cada vez
se traduce más y mejor, y sin embargo cada vez se abre más la brecha entre la
excelencia de la profesión y la precariedad laboral y económica de los
profesionales. Se nos dirá que el mundo actual es así. Quizás con (amarga)
razón. Pero ello no obsta para que los traductores literarios demos pasos
prácticos y efectivos hacia la concreción de herramientas administrativas –es
decir, no puramente éticas o conceptuales– que nos acerquen a nuestro
modestísimo objetivo: vivir de nuestra actividad profesional. De ahí que haya
surgido, casi por arte de ensalmo, esta iniciativa que yacía latente en el
corazón de todos los traductores literarios de nuestro bienamado país: una ley
propia capaz de regular los intríngulis de la actividad y que permita tanto el
desarrollo del negocio editorial y de las industrias culturales adyacentes como
la seguridad necesaria para que los profesionales de la traducción podamos
contribuir a ese objetivo sin padecer contraproducentes penurias por el camino.
Una ley que no sólo nos equipare a los profesionales de otros países sino que
nos ponga a la cabeza mundial de la protección de la traducción y los
traductores como generadores de riqueza y recursos culturales. Una ley que
regule de manera equitativa para todas las partes la relación que se establece
cada vez que alguien encarga una traducción para su reproducción, distribución y
venta. Una ley que fortalezca ese vínculo y lo potencie a fin de que se hagan y
vendan y lean más y mejores libros, mejor traducidos, mejor editados, mejor
disfrutados. Una ley que, a partir de aquí y ahora, ofrecemos en forma de
proyecto avanzado a todos los profesionales del sector.
Un cúmulo de circunstancias
providenciales ha favorecido la materialización y puesta en marcha del
proyecto, que ya rueda por los pasillos legislativos. Esta iniciativa pretende,
más que nada, acabar con nuestra atávica tendencia al llanto, no por medio de
la autorrepresión, la insensibilidad o el ascetismo sino gracias a un marco
legal en el que podamos transformar esa tradicional sensación de desamparo y
fragilidad en una base digna para el desarrollo de nuestro trabajo. Para ello
tenemos que ser conscientes de que sin industria y comercio del libro sanos y
fuertes no habrá trabajo, ni digno ni indigno; y es preciso también que la
industria entienda esta iniciativa como un paso hacia la mejor sistematización
de los procesos que nos involucran y nunca como un hacha de guerra envuelta en
celofán. O vamos juntos y con objetivos comunes o esto se va a volver cada vez
más incierto, a pesar de la espectacular salud de la traducción en el mundo.
Pero, ¿qué propone un poco más en detalle
este proyecto de ley? En primer lugar, define y aclara los términos del
contrato entre partes que es el encargo de traducción, y lo hace con un
espíritu de equitatividad y proporcionalidad que tiñe, por así decirlo, todo el
articulado: una parte proporcional, no exagerada ni pretensiosa, de lo que
genera la explotación de la obra debe corresponderle al autor de la
transformación. Mientras los traductores argentinos no participen en su medida,
y si los hay, de los beneficios que genera la explotación de su trabajo,
estarán más cerca de ejercer un oficio que una profesión. Peor aún: la
posibilidad de ceder sine die los
derechos patrimoniales de esa obra equivalía a una renuncia implícita de su
autoría, único y paradójico patrimonio del traductor; esta eventualidad se
descarta de plano en la propuesta de ley. El proyecto pretende regular además
los numerosos huecos técnicos y todos aquellos aspectos que, por su
especificidad traductoril, la entrañable 11.723 deja librados a
interpretaciones y usos que nos dejaban y, las más de las veces, todavía nos
dejan como a nuestros hermanos los indios. Por último, plantea la necesidad de
importantes medidas de impulso y fomento de la traducción por parte
administrativa, como la creación de premios, ayudas e instancias que favorezcan
la formación, la comunicación, el desempeño y el reconocimiento de los
traductores. Esperamos sinceramente que todo esto sea un paso efectivo hacia el
final del llanto y que a partir de ahora se nos reconozca allí donde vayamos
por nuestra serena sonrisa profesional.
¡Excelente! ¿Dónde hay que firmar?
ResponderEliminarHay que entrar a la página de la AATI y buscar ahí el lugar donde se firma.
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