Fiel a su estilo, Guillermo Piro
publicó la siguiente columna de opinión en el diario Perfil, del 4 de enero
pasado.
Entre la pena y la nada
En Sin aliento, de Jean-Luc Godard, hay un momento interesante. Jean
Seberg, recostada en la cama, le lee a Jean-Paul Belmondo un pasaje del libro
que está leyendo: Las palmeras salvajes,
de William Faulkner. “Entre la pena y la nada, elijo la pena”, recita Jean
Seberg, a lo que Belmondo retruca que lo que acaba de decir es una tontería,
que solamente un verdadero estúpido eligiría la pena; entre la pena y la nada,
él elige la nada.
Que Faulkner hiciera que su personaje eligiera la pena es comprensible y hasta lógico: sin pena no hay novela. De hecho muchas novelas no son más que una larga sucesión de penas. Hace unos años le preguntaron a John Irving por qué en sus novelas había por momentos tanto dolor, tanta angustia, tanta muerte. El dijo que le parecía una falta de respeto, habiendo en el mundo tanta gente que sufre, que sus personajes no sufrieran también. Se trata de una postura moral con la que es difícil no estar de acuerdo. El sufrimiento literario y el infortunio de los personajes acotaría nuestra vida como lectores de un modo atroz. A diferencia de la música, la buena literatura no tiene necesariamente que ser triste (no siempre Faulkner e Irving lo son), pero leer sólo obras que no nos depararen alguna que otra angustia sería complicado, por no decir imposible. Sin embargo nada nos obliga a sufrir a causa de las malas traducciones españolas, por lo que considero saludable prescindir de ellas de manera tajante, sin concesiones.
Existe un supuesto que lleva a pensar que una mala traducción al menos nos
acerca un poco al autor. Existe otro que dice que una buena obra puede soportar
cualquier cosa, cualquier calamidad, incluso una traducción hecha en España.
Mentira. Leemos libros con la ilusión de estar leyendo a un autor, cuando en
realidad leemos lo que el traductor quiere hacernos creer que es ese autor. Eso
en el caso de una buena traducción. En el caso de las traducciones españolas lo
que obtenemos es algo más ficticio, más irreal: lo que leemos no es lo que el
traductor quiere hacernos creer que es un autor (el extraordinario traductor
español Miguel Sáenz nos hizo creer que Thomas Bernhard es efectivamente eso,
pero en cualquier caso “eso” es algo formidablemente escrito), sino una
sucesión de arbitrariedades, incongruencias, flatulencias literarias y
despropósitos impotentes que quieren hacernos creer que son la traslación lo
más fiel posible del texto escrito por el autor cuyo nombre está impreso a
tipografía cuerpo 16 en la tapa.
El panorama editorial está cambiando. Las editoriales españolas, gracias a la
bendita crisis, están dejando de comprar derechos para el habla hispana y sólo
los compran –como siempre debió ser– para su propio consumo. Que cada uno se
coma su propia mierda. Ni en la orinoterapia es aconsejable beberse la orina
ajena, y nosotros seguimos leyendo traducciones españolas. Esperen un poco,
sean pacientes y van a terminar leyendo lo que quieran traducido para una sola
calle de las nuestras. Entre la pena y la nada elijan la nada
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