lunes, 3 de febrero de 2014

Nada más que 300 gramos

Eduardo Villar
El 27 de diciembre pasado, Eduardo Villar escribió en la revista Ñ la siguiente columna.

Libros de papel: una despedida sin lágrimas

No diría aún que soy viejo. Pero ya hace tiempo que no soy joven. Estoy entre los que empezaron a escribir las primeras letras en el jardín de infantes con lápiz y siguieron en la primaria primero con plumín y luego con lapicera fuente. Tintenkuli, Sheaffer, Parker, son nombres que añoro como el papel secante y el olor a tinta. Viví fuera del país seis años en los que escribí miles de cartas y esperé cada día una respuesta deslizándose por debajo de la puerta.

Quiero decir: conozco la belleza del papel. Y no encuentro ninguna en lo digital. Pero hace meses compré un lector electrónico. Y adiós a los libros. Sostener el peso de una novela de, digamos, 400 páginas ya no es un ejercicio que me parezca tolerable hacer en la cama antes de dormir. Los ángulos y los bordes se sienten incómodos en la mano y el esfuerzo de mantenerla suficientemente abierta para que sea legible me acerca al calambre. Ni hablar de la cantidad ridícula de espacio que ocupan los libros. Metros y metros de la casa destinados para siempre a objetos que son usados con suerte una vez en la vida y que exigen orden y dedicación personal si uno quiere encontrar lo que busca. Me irrita tener que ladear la cabeza hacia un lado u otro para leer en el estante los títulos en el lomo, según estén escritos de arriba hacia abajo o viceversa.

Ahora llevo en los 300 gramos de un e-reader más libros que los que soy capaz de leer en mi vida, que es lo mismo que todos los libros del planeta. Y elijo, en la sala de espera, en la playa o en el colectivo, el que quiero leer en ese momento, que se abre en la página en que lo dejé hace dos horas o hace un mes.


El peso de lo material ha desaparecido de los libros. Y no lo extraño nada.

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