Diálogo con quien se deje animar (I)
Poesía y traducción
Serála Edad , serán las
Circunstancias, será el Sereno. Últimamente he reflexionado mucho en torno al
tema de la traducción poética, en busca ya, a estas alturas, de las tres o
cuatro verdades que la constituyen. Mucho se ha escrito al respecto, sobre todo
desde los claustros académicos, aunque también desde los artísticos. En lo particular,
son estos los que me interesan, como me interesa la poesía en calidad de centro
de mi, de la, vida, y no lo que se concluye acerca de ella, los intentos
(más/menos afortunados) por asir lo inasible, por desenmascarar el secreto
arrojándolo a escena, bajo la luz de un reflector, evidenciándolo cual mero
acto de prestidigitación lingúística.
Reto al (a la) más pintado(a) a traducir este título a
cualquier lengua. En él o ella se hallará mi interlocutor ideal.
~ ~ ~
Será
Tres textos me parecen
esenciales. En primer lugar —y no por multicitada ha perdido un gramo de
vigencia—, “La tarea del traductor” de Walter Benjamin, que erróneamente se ha
considerado dirigido a quienes traducen literatura en general, pues su verdad de fondo tiene que ver,
en todo caso, con la poesía y la necesidad imperiosa de verterla a las “otras”
lenguas del mundo, con tal de revertir su escondida pureza, no otra que la del
lenguaje mismo. Con razón tanta gente que dice dedicarse a la traducción no lo
entiende. Qué bueno, más a mi favor. Se trata, como sabemos, de una
aproximación filosófica, casi religiosa, venerante. En segundo, “El poeta como
traductor”, de Charles Tomlinson, quien le llama a las cosas por su nombre y
pone los puntos sobre las íes, desde la conciencia de quien ha luchado con el
ángel. Y, en tercero, “Por qué importa la traducción”, novísimo libro de Edith
Grossman, quien, si bien se ocupa apenas de la poesía en traducción en un
pequeño y final apartado, sí esclarece algunos puntos clave y, sobre todo,
ofrece ejemplos de lo que personalmente más admira, sin sentirse obligada a
explicar por qué.
Curiosamente, las mejores
realizaciones que en este campo se han dado durante los últimos tiempos en
México, cumplen con lo más profundo que estos autores proponen como condición sine qua non. Con esto ocurre lo mismo
que con la “Filosofía de la composición” de Edgar Allan Poe: no es posible
crear siguiendo cada uno de sus pasos; en todo caso, después de haber escrito,
uno debe ir al ensayo y comprobar si cuenta o no con lo que Poe sugiere. Así,
lo que han logrado entrever Benjamin, Tomlinson o Grossman como elementos
constitutivos de una buena traducción resultaría esquivo, inasible, abstracto,
vaguísimo o francamente una especie de ideal inalcanzable en calidad de norma a
seguir. En cambio, si recurrimos a ellos de regreso, comprobaremos las
bondades, la maravilla o los descalabros del poema a todo color.
Quienes nos hemos pasado la vida
merodeando al más intenso, más cargado de energía, más complejo y económico ser
de palabras —distinguiendo su presencia sólo a ratos y en contadas ocasiones—, precisamente por lo que revela, no nos conformamos, yseguimos a la espera de
una aparición más: no nos resignamos a no volverlo a ver. Creo que lo mismo
funciona para cualquier actividad que se tome en serio. Dietrich Fischer-Dieskau, el octogenario barítono alemán (responsable
de que la poesía no haya muerto del todo en alemán, gracias al ímpetu que dio
al Lied), afirmó en una entrevista haberse pasado la vida merodeando el
“Winterreise” de Schubert, habiéndolo grabado profesionalmente cincuenta y
tantas veces. ¿Habrá logrado, finalmente, ver de frente a Schubert, distinguir
en la negra superficie de esa córnea el brillo de un mar interior? La respuesta
vendría de inmediato, al escuchar su última grabación: Schubert lo ha visto a
él. Uno puede traducir, entonces, no merced a la prolongada inmersión en la poesía
de un equis poeta, sino a la prolongada inmersión de ella en uno. Mucho —todo
nuestro tiempo concedido tal vez— hay que acercarse a esos umbrales, sin
embargo: vivir ahí, en realidad, para que los resultados no parezcan un mero
alarde, rayano en lo temerario.
~ ~ ~
Filólogo de pro, si los hay;
maestro de maestros; sabio con estilo propio, de la estirpe de don Alfonso
Reyes; no simple acumulador de conocimientos, sino sobre todo artista de la
erudición, Antonio Alatorre ha transitado por este camino de ida y vuelta por
placer, he ahí su privilegio. Su ensayo introductorio a las Flores de sonetos
es una de las lecturas más gratas y emocionantes que hay, porque no pretende
lucirse y se luce; quiere hablar de las delicias del poema original, del poema
en traducción y del poema que uno se apropia sin querer sólo mediante el
disfrute de la lectura. Ya ubicado a sus anchas en ella, al lector se le llega
a olvidar que lo que tiene delante fue escrito hace cuatro siglos; que los
conceptos de traducción, imitación y apropiación se combinaban armoniosamente,
desdibujándose sus fronteras; que hubo sonetos cuyas traducciones fueron
“forzadas” o “espontáneas”; en breve, que se trataba de que el poema sonara,
que contara con un lenguaje eficaz. Rara avis, Alatorre da al buen entendedor
una lección de abandono al fenómeno poético, sin
tener que probar para ello que él mismo escribe o traduce poesía. Nos convence
de que “se entiende de golpe, se goza de golpe”, y hasta después vendrá “el
apetito de reflexión, de ahondamiento en las palabras”. Digo que es muy
extraño, porque quien valora estas tareas, de uno u otro modo, desde una u otra
orilla, lleva agua a su molino, defiende su propia labor como “la buena” (cosa
de la que yo misma no quedaré exenta más adelante). Alatorre, no; él lo enseña
a uno a ser liberal, abierto, a dejarse llevar: a no abrigar ni la menor duda
de que la belleza brillará por su presencia.
Ciertamente, nuestra época, o al
menos el siglo xx, comparte con el siglo xvi de Alatorre el eclecticismo, el deseo
de que el poema “funcione”. Y así como los poemas más admirados en el Siglo de
Oro eran los más traducidos, a Rilke, Pessoa, Valéry, T. S. Eliot, Pound o
Williams se les ha recreado de las más diversas maneras, utilizando los más
distintos criterios. Mi generación tuvo la enorme fortuna de contar con Octavio
Paz como espíritu tutelar, quien a su vez había conocido a los Contemporáneos e
interactuado con ellos (para muestra sólo hay que dirigirse al la poesía de
Edna St. Vincent Milay, en versión de Gorostiza, o a la de Emily Dickinson, en
versión de Ortiz de Montellano). Quería enriquecer de verdad nuestra
literatura, ampliar sus horizontes, hacer avanzar a la tradición dotándola de
lo que otras voces en otras latitudes, dueñas de otras visiones y muy otras
virtudes formales, podían expresar. Las publicaciones que él animó siempre
contaron con poemas de todo el mundo en espléndidas versiones. En esos otros
países —aquí al lado, por no ir más lejos— han tratado de hacer esto mismo
desde siempre, como parte de una tradición flexible. Como muestra si acaso, doy
un ejemplo vivido en carne propia.
Forrest Gander, poeta/traductor,
traductor/poeta, tradujo, para mi increíble buena suerte, el poema “La muerte
del beso”, oscilaciones en que pretendí, por medio de una prosa autobiográfica
al otro lado del péndulo decididamente lírico, abundar en el quid de mi desarrollo poético. Llegado
el momento de arrojarme por voluntad al pozo, hallando un espejo filológico
—perteneciente a los Siglos de Oro— de
lo que la poesía estaba revelando sobre mi vida mediante las palabras dislate y
deslate (ingenua de mí, “nombrando” a la locura), descubrí que Coro-minas
proponía un hallazgo de hallazgos en inglés: “a shooting off... a jest, a
foolish speech”. Víctima del tiro con la palabra que todo lo cobra caro, me di
cuenta de que me estaba vengando de mí misma, de alguna manera. Nada de esto
sabía —ni tenía por qué intuir— Forrest Gander. Sin consultarme en lo más
mínimo, hizo sus propias pesquisas. Y en vez de recurrir a equivalencias,
intercambios de lo que está en inglés por español o viceversa, como ya lo había
hecho en algún otro poema, o recrear echando mano de su “imaginación”, incluyó
algo (en apariencia) totalmente nuevo —poniendo al descubierto, según George
Steiner, “algo nuevo que ya estaba ahí”—, escondido en los rincones de una
lectura profunda: “shooting off, or better, matter issuing from a wound”. Me
tomó en serio, puso mi llaga a la vista. Sin recurrir a tragicómicos
anecdotarios, leyó lo que verdaderamente había ocurrido y seguía ocurriendo,
sin disfraces literarios o entrecomilladas burlas de uno mismo. El dolor me
hizo respetarlo aún más como traductor y poeta. ¿Cómo se lo demostré?: no dije
esta boca es mía. En silencio reconocí al traductor que sabe lo que está
haciendo, lo que significa escribir poesía, o que la poesía se escriba.
De autores devotos
Si esta tarea se emprende en la
juventud, uno piensa, en viaje de ida desde luego, quedar al cubierto tras el
enorme escudo del original... El titubeante poeta en ciernes se llega a
concebir como un ser “humilde”, “modesto”, que se hace a un lado en lo personal
para que el autor del original brille fuera de su territorio lingüístico,
aunque sea con algunas fallas. Vaya ingenuidad. El camino, por decir lo menos,
está empedrado de paradojas. Por un lado, comenzar en la juventud implica
subordinar al Ego con mayúsculas, poner en segundo lugar a la creación directa,
no vigilar “la propia trayectoria”. El otro lado de esta moneda, sin embargo,
muestra que si no se empieza joven, si no se pica piedra desde el principio, si
no se usa la energía que entonces y sólo entonces sobra, si no se arriesga una
y otra y otra y otra vez, pues las oportunidades de pulir y algún día contar
con algo que valga la pena y comunique un mínimo placer estético se reducen o
nulifican. Esto no significa que no haya genios capaces de traducir
admirablemente poemas sueltos con buen gusto, tino, música y demás, sin
desmedro alguno de su producción. O, cosa más rara todavía, que existan autores
consagrados del todo a otros géneros, la novela o el cuento, digamos, que
mediten acerca de la poesía y su traducción inteligente y sensiblemente, y no
conformes con ello, nos regalen “El naufragio del Deutschland” de Gerard Manley
Hopkins (hablo, claro, de Salvador Elizondo).
Pocos lectores saben y pocos
traductores reconocen abriéndose de capa que lo que importa sobremanera es el
dominio y cultivo de la lengua madre, el amor por ella; los dilemas de la otra desde
la cual se traduce y resulta una especie de inspiración, se resuelven con
estudio, búsquedas y buceos, indagando, investigando, preguntando. Pero si uno
trastabillea en la que le es espontánea, sufrirá las consecuencias. Si ésta es
robusta, sólida, nutrida, guiada por el faro de sus bondades íntimas y
auténticas, el resultado será, pongamos por caso:
Ser o no ser, de eso se trata:
Si para nuestro espíritu es más noble sufrir
Las pedradas y dardos de la atroz fortuna
O levantarse en armas contra un mar de aflicciones
Y oponiéndose a ellas darles fin.
Morir para dormir; no más; ¿y con dormirnos
Decir que damos fin a la congoja
Y a los mil choques naturales
De que la carne es heredera?
Es la consumación
Que habría que anhelar devotamente.
Morir para dormir. Dormir, soñar acaso;
Sí, ahí está el tropiezo: que en ese sueño de la muerte
Qué sueños puedan visitarnos
Cuando ya hayamos desechado
El tráfago mortal,
Tiene que darnos que pensar.
Esto exclama en español alguien a
quien hemos escuchado mal decir, de este y el otro lado del Atlántico, hasta el
cansancio: ser o no ser: he ahí la cuestión/ he ahí el dilema, o lo que sea. Y
por si fuera poco, continúa con la suma declaración de amistad:
Y benditos aquellos cuya sangre
Y cuyo juicio tan bien se entrelazan,
Que no son flauta para que los dedos
De la fortuna toquen el registro
Que se le antoje. Dadme un hombre tal
Que no sea esclavo de pasión alguna,
Y yo lo llevaré
En lo profundo de mi corazón,
Sí, en el corazón del corazón,
Como te llevo a ti.
Se trata, por supuesto, del Hamlet
de Tomás Segovia, cercanísimo a la intención del Cisne. En una realización
semejante tenemos la obligación de recordar y no desestimar, como ha dicho
Edith Grossman, que “lo que leemos en una traducción es obra del traductor...”
Sin verdades de Perogrullo, debe considerársele, disfrutársele, juzgársele y
evaluársele con el mismo rasero que a sus demás artefactos literarios. Sí, cómo
no... ¡Sí, cómo que no!
Tanto Tomás Segovia como Octavio
Paz, casi de la misma generación, siempre nos recomendaron a quienes entonces
éramos “los jóvenes” traducir para robustecer el estilo y no caer en las
repeticiones y trampas de rigor; traducir para alimentar a nuestra literatura y
a nuestro tiempo; traducir para empujar a lo nuestro al siguiente peldaño de su
evolución introduciendo nuevas formas, liberadoras del anquilosamiento;
traducir no sólo —ni en especial— lo que tuviera que ver con nuestros
predicamentos, sino lo que representara desafíos lingüísticos. Cito una
memorable ocasión.
En 1981, Homero Aridjis organizó
un Festival Internacional de Poesía como no he visto igual, cuyos invitados de
honor eran casi todos los invitados. Entre ellos se contaban Jorge Luis Borges,
Günter Grass, Vasko Popa, Allen Ginsberg... Huelga decirlo, este último era
nuestro campeón por muchos motivos. Al vernos a varios con la baba caída,
dispuestos a lanzarnos de inmediato a traducir sus nuevos poemas, Tomás nos
recomendó ahí mismo (en Morelia, Michoacán): al que hay que traducir es a
Heaney. Apenas y muy fragmentariamente para los propósitos del festival, lo
acababan de empezar a verter al español Jaime García Terrés y Verónica Volkow.
A todas luces, la poesía de Ginsberg resultaba mucho más accesible, tanto por
sus temas como por su estilo. El tema principal de Heaney, una infancia muy
irlandesa pero infancia al fin, estaba a nuestro alcance también; no obstante,
al igual que la de otro irlandés, Gerard Manley Hopkins, está construida, como
la música operística de Mozart, en concordancia absoluta de significado y
sonido. Edificaciones de palabras son sus poemas, más que (o además de)
exploraciones en los resortes del ser. Justo lo más difícil de traducir.
Quienes nacimos en la década de
los cincuenta entendimos por entonces, sobre todo, que había que ser poeta para
traducir (y en el fuero interno, ese asunto quedaba claro para quienes se
dedicarían a la postre en cuerpo y alma a la poesía que, bien vista, ni
siquiera literatura es). Salvo uno que otro solitario, muchos de nosotros
gravitábamos en torno a las revistas de la época, las carreras de letras en la
unam y la Ibero ,
los incipientes talleres de Bellas Artes, o maestros que nos animaban a
publicar esto o aquello en suplementos o publicaciones periódicas, e incluso
empujaban a algunos a crear sus propias revistas. Y, como dije antes, la
generación de Octavio Paz, Ramón Xirau, Tomás Segovia, Jaime García Terrés,
Ulalume González de León [por dar algunos ejemplos de quienes traducían], nos
incitaron con el ejemplo: así llegamos a devorar las versiones de Ezra Pound,
Elizabeth Bishop, W. B. Yeats, Baudelaire que estos autores ofrecían con gusto
a las publicaciones jóvenes.
A partir de ese momento, supe lo
que era la devoción de un autor por otro: al leer los Veinte poemas de William Carlos Williams, comprendí en serio que
para mí sería “el Williams de Paz”, y por qué para Keats no existe otro Homero
que “el de Chapman”. Algo traducido así era suyo, punto. Más adelante he podido
comprobar lo mismo con el Beowulf de
Heaney, el Infierno de Pinsky... Y ya
en la generación mexicana que siguió a la de Paz, en nuestro haber y para
siempre contaríamos con el Rilke (de las Elegías
de Duino) de Juan Carvajal, el Pessoa de Francisco Cervantes, la H. D. de Ulalume González de
León, el Saint-John Perse de Elsa Cross, el T. S. Eliot (de los Cuatro Cuartetos) de José Emilio
Pacheco...
Quizás por mi formación o mis
obsesiones personales, en la adolescencia entré contacto con la famosísima
versión de Sir Thomas Wyatt de un también famosísimo soneto de Petrarca (“Whoso
List to Hunt”/ “Una candida cerva sopra l’erba”), gracias a la cual —sin
desatender lo aceptado y permitido por la época en cuanto a modificaciones,
etc.— la poesía en lengua inglesa había evolucionado de un modo impredecible.
Como nada es casual en esta vida, por esas épocas leí las Imitaciones de Robert
Lowell, su tan conocido alarde que, sin embargo, influyó en la modernidad
literaria norteamericana. Se le ha criticado muchísimo —y con cierta razón— por
aventurarse en la traducción —a la que no llama tal, protegiéndose— de poesía
en lenguas que distaba de dominar o conocer bien. Según recuerdo, en un breve
prólogo instruye al lector: tendrá que leer aquello como una secuencia,
producida por una voz que corre como un río entre diversas personalidades
(Baudelaire, Paternak, etc.). Auto-suficiente en su bárdica capacidad, Lowell
no encarna lo que he llamado un autor devoto; sí define, sin embargo, esa
condición indispensable para aproximarse a la tarea, la de ser poeta. Petrarca,
en cambio, sí es digno de tomarse en cuenta en sus reflexiones sobre los gajes
del oficio: la similitud en el trabajo del traductor no debe ser lo que un
retrato o una estatua son al representado, sino la de un hijo a un padre: una
cierta sombra a flote en el rostro del niño, de pronto, de golpe y de manera
inmediata, nos pondrá al padre delante. En otras palabras, por más afortunada
que sea la traducción, no puede violar el original, hacer de su autoría algo
imposible de reconocer (prácticamente el caso de las imitaciones de Lowell).
Los autores devotos de la generación de Paz y la de Pacheco son tan
poetas como Lowell y tan respetuosos del original como sugiere Petrarca. En
cuanto a mi generación, cómo no iba a ser una de poetas-traductores contando
con semejantes maestros. He aquí algunos de sus representantes: Alberto Blanco
y su Emily Dickinson, su Allen Ginsberg, su W. S. Merwin. David Huerta y su
John Ashbery. Luis Cortés Bargalló y su Gary Snyder. José Luis Rivas y su Derek
Walcott. Rafael Vargas y su Charles Simic. Marco Antonio Campos y su Georg
Trakl. Verónica Volkow y su Elizabeth Bishop. Elisa Ramírez y su Anne Sexton,
su Mark Strand. Pura López Colomé y su Seamus Heaney, su Robert Hass, su Philip
Larkin. Fabio Morábito y su Eugenio Montale. Jorge Esquinca y su H. D., su
Pierre Reverdy. Jeannette Clariond y su Charles Wright. Y mucho más joven,
aunque de cierto modo parte de la misma generación, Tedi López Mills y su
Gustav Sobin, su Anne Carson. La lista podría seguir y seguir, sobre todo si de
poemas aislados se tratara. Los poetas que he mencionado se pueden constituir
en un bloque distintivo por haber publicado libros completos de sus autores,
tal como lo hizo Paz con Williams, con Basho, o Pacheco con El cantar de los cantares o Vladimir
Holan. Y a esto me refiero al hablar sangre
devota.
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