jueves, 6 de marzo de 2014

Un ensayo sobre traducción de poesía de Pura López Colomé (primera parte)

En  el número correspondiente a diciembre de 2013/ enero de 2014, el Periódico de Poesía, de México, dirigido por el poeta y traductor Pedro Serrano, publicó, en la sección denominada Fracternidades, el siguien ensayo sobre la traducción de poesía en México de la enorme poeta y traductora Pura López Colomé. Dadas sus dimensiones lo ofrecemos en dos partes. Esta que sigue es la primera.

Diálogo con quien se deje animar (I) 

Poesía y traducción
Reto al (a la) más pintado(a) a traducir este título a cualquier lengua. En él o ella se hallará mi interlocutor ideal. 


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Será la Edad, serán las Circunstancias, será el Sereno. Últimamente he reflexionado mucho en torno al tema de la traducción poética, en busca ya, a estas alturas, de las tres o cuatro verdades que la constituyen. Mucho se ha escrito al respecto, sobre todo desde los claustros académicos, aunque también desde los artísticos. En lo particular, son estos los que me interesan, como me interesa la poesía en calidad de centro de mi, de la, vida, y no lo que se concluye acerca de ella, los intentos (más/menos afortunados) por asir lo inasible, por desenmascarar el secreto arrojándolo a escena, bajo la luz de un reflector, evidenciándolo cual mero acto de  prestidigitación lingúística.

Tres textos me parecen esenciales. En primer lugar —y no por multicitada ha perdido un gramo de vigencia—, “La tarea del traductor” de Walter Benjamin, que erróneamente se ha considerado dirigido a quienes traducen literatura en general, pues su verdad de fondo tiene que ver, en todo caso, con la poesía y la necesidad imperiosa de verterla a las “otras” lenguas del mundo, con tal de revertir su escondida pureza, no otra que la del lenguaje mismo. Con razón tanta gente que dice dedicarse a la traducción no lo entiende. Qué bueno, más a mi favor. Se trata, como sabemos, de una aproximación filosófica, casi religiosa, venerante. En segundo, “El poeta como traductor”, de Charles Tomlinson, quien le llama a las cosas por su nombre y pone los puntos sobre las íes, desde la conciencia de quien ha luchado con el ángel. Y, en tercero, “Por qué importa la traducción”, novísimo libro de Edith Grossman, quien, si bien se ocupa apenas de la poesía en traducción en un pequeño y final apartado, sí esclarece algunos puntos clave y, sobre todo, ofrece ejemplos de lo que personalmente más admira, sin sentirse obligada a explicar por qué.

Curiosamente, las mejores realizaciones que en este campo se han dado durante los últimos tiempos en México, cumplen con lo más profundo que estos autores proponen como condición sine qua non. Con esto ocurre lo mismo que con la “Filosofía de la composición” de Edgar Allan Poe: no es posible crear siguiendo cada uno de sus pasos; en todo caso, después de haber escrito, uno debe ir al ensayo y comprobar si cuenta o no con lo que Poe sugiere. Así, lo que han logrado entrever Benjamin, Tomlinson o Grossman como elementos constitutivos de una buena traducción resultaría esquivo, inasible, abstracto, vaguísimo o francamente una especie de ideal inalcanzable en calidad de norma a seguir. En cambio, si recurrimos a ellos de regreso, comprobaremos las bondades, la maravilla o los descalabros del poema a todo color.

Quienes nos hemos pasado la vida merodeando al más intenso, más cargado de energía, más complejo y económico ser de palabras —distinguiendo su presencia sólo a ratos y en contadas ocasiones—, precisamente por lo que revela, no nos conformamos, yseguimos a la espera de una aparición más: no nos resignamos a no volverlo a ver. Creo que lo mismo funciona para cualquier actividad que se tome en serio. Dietrich Fischer-Dieskau, el octogenario barítono alemán (responsable de que la poesía no haya muerto del todo en alemán, gracias al ímpetu que dio al Lied), afirmó en una entrevista haberse pasado la vida merodeando el “Winterreise” de Schubert, habiéndolo grabado profesionalmente cincuenta y tantas veces. ¿Habrá logrado, finalmente, ver de frente a Schubert, distinguir en la negra superficie de esa córnea el brillo de un mar interior? La respuesta vendría de inmediato, al escuchar su última grabación: Schubert lo ha visto a él. Uno puede traducir, entonces, no merced a la prolongada inmersión en la poesía de un equis poeta, sino a la prolongada inmersión de ella en uno. Mucho —todo nuestro tiempo concedido tal vez— hay que acercarse a esos umbrales, sin embargo: vivir ahí, en realidad, para que los resultados no parezcan un mero alarde, rayano en lo temerario.

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Filólogo de pro, si los hay; maestro de maestros; sabio con estilo propio, de la estirpe de don Alfonso Reyes; no simple acumulador de conocimientos, sino sobre todo artista de la erudición, Antonio Alatorre ha transitado por este camino de ida y vuelta por placer, he ahí su privilegio. Su ensayo introductorio a las Flores de sonetos es una de las lecturas más gratas y emocionantes que hay, porque no pretende lucirse y se luce; quiere hablar de las delicias del poema original, del poema en traducción y del poema que uno se apropia sin querer sólo mediante el disfrute de la lectura. Ya ubicado a sus anchas en ella, al lector se le llega a olvidar que lo que tiene delante fue escrito hace cuatro siglos; que los conceptos de traducción, imitación y apropiación se combinaban armoniosamente, desdibujándose sus fronteras; que hubo sonetos cuyas traducciones fueron “forzadas” o “espontáneas”; en breve, que se trataba de que el poema sonara, que contara con un lenguaje eficaz. Rara avis, Alatorre da al buen entendedor una lección de abandono al fenómeno poético, sin tener que probar para ello que él mismo escribe o traduce poesía. Nos convence de que “se entiende de golpe, se goza de golpe”, y hasta después vendrá “el apetito de reflexión, de ahondamiento en las palabras”. Digo que es muy extraño, porque quien valora estas tareas, de uno u otro modo, desde una u otra orilla, lleva agua a su molino, defiende su propia labor como “la buena” (cosa de la que yo misma no quedaré exenta más adelante). Alatorre, no; él lo enseña a uno a ser liberal, abierto, a dejarse llevar: a no abrigar ni la menor duda de que la belleza brillará por su presencia.

Ciertamente, nuestra época, o al menos el siglo xx, comparte con el siglo xvi de Alatorre el eclecticismo, el deseo de que el poema “funcione”. Y así como los poemas más admirados en el Siglo de Oro eran los más traducidos, a Rilke, Pessoa, Valéry, T. S. Eliot, Pound o Williams se les ha recreado de las más diversas maneras, utilizando los más distintos criterios. Mi generación tuvo la enorme fortuna de contar con Octavio Paz como espíritu tutelar, quien a su vez había conocido a los Contemporáneos e interactuado con ellos (para muestra sólo hay que dirigirse al la poesía de Edna St. Vincent Milay, en versión de Gorostiza, o a la de Emily Dickinson, en versión de Ortiz de Montellano). Quería enriquecer de verdad nuestra literatura, ampliar sus horizontes, hacer avanzar a la tradición dotándola de lo que otras voces en otras latitudes, dueñas de otras visiones y muy otras virtudes formales, podían expresar. Las publicaciones que él animó siempre contaron con poemas de todo el mundo en espléndidas versiones. En esos otros países —aquí al lado, por no ir más lejos— han tratado de hacer esto mismo desde siempre, como parte de una tradición flexible. Como muestra si acaso, doy un ejemplo vivido en carne propia.

Forrest Gander, poeta/traductor, traductor/poeta, tradujo, para mi increíble buena suerte, el poema “La muerte del beso”, oscilaciones en que pretendí, por medio de una prosa autobiográfica al otro lado del péndulo decididamente lírico, abundar en el quid de mi desarrollo poético. Llegado el momento de arrojarme por voluntad al pozo, hallando un espejo filológico —perteneciente a los Siglos  de Oro— de lo que la poesía estaba revelando sobre mi vida mediante las palabras dislate y deslate (ingenua de mí, “nombrando” a la locura), descubrí que Coro-minas proponía un hallazgo de hallazgos en inglés: “a shooting off... a jest, a foolish speech”. Víctima del tiro con la palabra que todo lo cobra caro, me di cuenta de que me estaba vengando de mí misma, de alguna manera. Nada de esto sabía —ni tenía por qué intuir— Forrest Gander. Sin consultarme en lo más mínimo, hizo sus propias pesquisas. Y en vez de recurrir a equivalencias, intercambios de lo que está en inglés por español o viceversa, como ya lo había hecho en algún otro poema, o recrear echando mano de su “imaginación”, incluyó algo (en apariencia) totalmente nuevo —poniendo al descubierto, según George Steiner, “algo nuevo que ya estaba ahí”—, escondido en los rincones de una lectura profunda: “shooting off, or better, matter issuing from a wound”. Me tomó en serio, puso mi llaga a la vista. Sin recurrir a tragicómicos anecdotarios, leyó lo que verdaderamente había ocurrido y seguía ocurriendo, sin disfraces literarios o entrecomilladas burlas de uno mismo. El dolor me hizo respetarlo aún más como traductor y poeta. ¿Cómo se lo demostré?: no dije esta boca es mía. En silencio reconocí al traductor que sabe lo que está haciendo, lo que significa escribir poesía, o que la poesía se escriba.

De autores devotos
Si esta tarea se emprende en la juventud, uno piensa, en viaje de ida desde luego, quedar al cubierto tras el enorme escudo del original... El titubeante poeta en ciernes se llega a concebir como un ser “humilde”, “modesto”, que se hace a un lado en lo personal para que el autor del original brille fuera de su territorio lingüístico, aunque sea con algunas fallas. Vaya ingenuidad. El camino, por decir lo menos, está empedrado de paradojas. Por un lado, comenzar en la juventud implica subordinar al Ego con mayúsculas, poner en segundo lugar a la creación directa, no vigilar “la propia trayectoria”. El otro lado de esta moneda, sin embargo, muestra que si no se empieza joven, si no se pica piedra desde el principio, si no se usa la energía que entonces y sólo entonces sobra, si no se arriesga una y otra y otra y otra vez, pues las oportunidades de pulir y algún día contar con algo que valga la pena y comunique un mínimo placer estético se reducen o nulifican. Esto no significa que no haya genios capaces de traducir admirablemente poemas sueltos con buen gusto, tino, música y demás, sin desmedro alguno de su producción. O, cosa más rara todavía, que existan autores consagrados del todo a otros géneros, la novela o el cuento, digamos, que mediten acerca de la poesía y su traducción inteligente y sensiblemente, y no conformes con ello, nos regalen “El naufragio del Deutschland” de Gerard Manley Hopkins (hablo, claro, de Salvador Elizondo).

Pocos lectores saben y pocos traductores reconocen abriéndose de capa que lo que importa sobremanera es el dominio y cultivo de la lengua madre, el amor por ella; los dilemas de la otra desde la cual se traduce y resulta una especie de inspiración, se resuelven con estudio, búsquedas y buceos, indagando, investigando, preguntando. Pero si uno trastabillea en la que le es espontánea, sufrirá las consecuencias. Si ésta es robusta, sólida, nutrida, guiada por el faro de sus bondades íntimas y auténticas, el resultado será, pongamos por caso:

Ser o no ser, de eso se trata:
Si para nuestro espíritu es más noble sufrir
Las pedradas y dardos de la atroz fortuna
O levantarse en armas contra un mar de aflicciones
Y oponiéndose a ellas darles fin.
Morir para dormir; no más; ¿y con dormirnos
Decir que damos fin a la congoja
Y a los mil choques naturales
De que la carne es heredera?
Es la consumación
Que habría que anhelar devotamente.
Morir para dormir. Dormir, soñar acaso;
Sí, ahí está el tropiezo: que en ese sueño de la muerte
Qué sueños puedan visitarnos
Cuando ya hayamos desechado
El tráfago mortal,
Tiene que darnos que pensar.

Esto exclama en español alguien a quien hemos escuchado mal decir, de este y el otro lado del Atlántico, hasta el cansancio: ser o no ser: he ahí la cuestión/ he ahí el dilema, o lo que sea. Y por si fuera poco, continúa con la suma declaración de amistad:

Y benditos aquellos cuya sangre
Y cuyo juicio tan bien se entrelazan,
Que no son flauta para que los dedos
De la fortuna toquen el registro
Que se le antoje. Dadme un hombre tal
Que no sea esclavo de pasión alguna,
Y yo lo llevaré
En lo profundo de mi corazón,
Sí, en el corazón del corazón,
Como te llevo a ti.

Se trata, por supuesto, del Hamlet de Tomás Segovia, cercanísimo a la intención del Cisne. En una realización semejante tenemos la obligación de recordar y no desestimar, como ha dicho Edith Grossman, que “lo que leemos en una traducción es obra del traductor...” Sin verdades de Perogrullo, debe considerársele, disfrutársele, juzgársele y evaluársele con el mismo rasero que a sus demás artefactos literarios. Sí, cómo no... ¡Sí, cómo que no!

Tanto Tomás Segovia como Octavio Paz, casi de la misma generación, siempre nos recomendaron a quienes entonces éramos “los jóvenes” traducir para robustecer el estilo y no caer en las repeticiones y trampas de rigor; traducir para alimentar a nuestra literatura y a nuestro tiempo; traducir para empujar a lo nuestro al siguiente peldaño de su evolución introduciendo nuevas formas, liberadoras del anquilosamiento; traducir no sólo —ni en especial— lo que tuviera que ver con nuestros predicamentos, sino lo que representara desafíos lingüísticos. Cito una memorable ocasión.

En 1981, Homero Aridjis organizó un Festival Internacional de Poesía como no he visto igual, cuyos invitados de honor eran casi todos los invitados. Entre ellos se contaban Jorge Luis Borges, Günter Grass, Vasko Popa, Allen Ginsberg... Huelga decirlo, este último era nuestro campeón por muchos motivos. Al vernos a varios con la baba caída, dispuestos a lanzarnos de inmediato a traducir sus nuevos poemas, Tomás nos recomendó ahí mismo (en Morelia, Michoacán): al que hay que traducir es a Heaney. Apenas y muy fragmentariamente para los propósitos del festival, lo acababan de empezar a verter al español Jaime García Terrés y Verónica Volkow. A todas luces, la poesía de Ginsberg resultaba mucho más accesible, tanto por sus temas como por su estilo. El tema principal de Heaney, una infancia muy irlandesa pero infancia al fin, estaba a nuestro alcance también; no obstante, al igual que la de otro irlandés, Gerard Manley Hopkins, está construida, como la música operística de Mozart, en concordancia absoluta de significado y sonido. Edificaciones de palabras son sus poemas, más que (o además de) exploraciones en los resortes del ser. Justo lo más difícil de traducir.

Quienes nacimos en la década de los cincuenta entendimos por entonces, sobre todo, que había que ser poeta para traducir (y en el fuero interno, ese asunto quedaba claro para quienes se dedicarían a la postre en cuerpo y alma a la poesía que, bien vista, ni siquiera literatura es). Salvo uno que otro solitario, muchos de nosotros gravitábamos en torno a las revistas de la época, las carreras de letras en la unam y la Ibero, los incipientes talleres de Bellas Artes, o maestros que nos animaban a publicar esto o aquello en suplementos o publicaciones periódicas, e incluso empujaban a algunos a crear sus propias revistas. Y, como dije antes, la generación de Octavio Paz, Ramón Xirau, Tomás Segovia, Jaime García Terrés, Ulalume González de León [por dar algunos ejemplos de quienes traducían], nos incitaron con el ejemplo: así llegamos a devorar las versiones de Ezra Pound, Elizabeth Bishop, W. B. Yeats, Baudelaire que estos autores ofrecían con gusto a las publicaciones jóvenes.

A partir de ese momento, supe lo que era la devoción de un autor por otro: al leer los Veinte poemas de William Carlos Williams, comprendí en serio que para mí sería “el Williams de Paz”, y por qué para Keats no existe otro Homero que “el de Chapman”. Algo traducido así era suyo, punto. Más adelante he podido comprobar lo mismo con el Beowulf de Heaney, el Infierno de Pinsky... Y ya en la generación mexicana que siguió a la de Paz, en nuestro haber y para siempre contaríamos con el Rilke (de las Elegías de Duino) de Juan Carvajal, el Pessoa de Francisco Cervantes, la H. D. de Ulalume González de León, el Saint-John Perse de Elsa Cross, el T. S. Eliot (de los Cuatro Cuartetos) de José Emilio Pacheco...

Quizás por mi formación o mis obsesiones personales, en la adolescencia entré contacto con la famosísima versión de Sir Thomas Wyatt de un también famosísimo soneto de Petrarca (“Whoso List to Hunt”/ “Una candida cerva sopra l’erba”), gracias a la cual —sin desatender lo aceptado y permitido por la época en cuanto a modificaciones, etc.— la poesía en lengua inglesa había evolucionado de un modo impredecible. Como nada es casual en esta vida, por esas épocas leí las Imitaciones de Robert Lowell, su tan conocido alarde que, sin embargo, influyó en la modernidad literaria norteamericana. Se le ha criticado muchísimo —y con cierta razón— por aventurarse en la traducción —a la que no llama tal, protegiéndose— de poesía en lenguas que distaba de dominar o conocer bien. Según recuerdo, en un breve prólogo instruye al lector: tendrá que leer aquello como una secuencia, producida por una voz que corre como un río entre diversas personalidades (Baudelaire, Paternak, etc.). Auto-suficiente en su bárdica capacidad, Lowell no encarna lo que he llamado un autor devoto; sí define, sin embargo, esa condición indispensable para aproximarse a la tarea, la de ser poeta. Petrarca, en cambio, sí es digno de tomarse en cuenta en sus reflexiones sobre los gajes del oficio: la similitud en el trabajo del traductor no debe ser lo que un retrato o una estatua son al representado, sino la de un hijo a un padre: una cierta sombra a flote en el rostro del niño, de pronto, de golpe y de manera inmediata, nos pondrá al padre delante. En otras palabras, por más afortunada que sea la traducción, no puede violar el original, hacer de su autoría algo imposible de reconocer (prácticamente el caso de las imitaciones de Lowell).

Los autores devotos de la generación de Paz y la de Pacheco son tan poetas como Lowell y tan respetuosos del original como sugiere Petrarca. En cuanto a mi generación, cómo no iba a ser una de poetas-traductores contando con semejantes maestros. He aquí algunos de sus representantes: Alberto Blanco y su Emily Dickinson, su Allen Ginsberg, su W. S. Merwin. David Huerta y su John Ashbery. Luis Cortés Bargalló y su Gary Snyder. José Luis Rivas y su Derek Walcott. Rafael Vargas y su Charles Simic. Marco Antonio Campos y su Georg Trakl. Verónica Volkow y su Elizabeth Bishop. Elisa Ramírez y su Anne Sexton, su Mark Strand. Pura López Colomé y su Seamus Heaney, su Robert Hass, su Philip Larkin. Fabio Morábito y su Eugenio Montale. Jorge Esquinca y su H. D., su Pierre Reverdy. Jeannette Clariond y su Charles Wright. Y mucho más joven, aunque de cierto modo parte de la misma generación, Tedi López Mills y su Gustav Sobin, su Anne Carson. La lista podría seguir y seguir, sobre todo si de poemas aislados se tratara. Los poetas que he mencionado se pueden constituir en un bloque distintivo por haber publicado libros completos de sus autores, tal como lo hizo Paz con Williams, con Basho, o Pacheco con El cantar de los cantares o Vladimir Holan. Y a esto me refiero al hablar sangre devota

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