El siguiente artículo, firmado
por el escritor ecuatoriano Leonardo
Valencia (1969), fue publicado en diario El Universo, de Ecuador, el 3 de junio pasado. Se habla en él de un
curioso proyecto del Consejo de la Judicatura de Ecuador donde, aparentemente, no se
le hace justicia a los traductores.
Kafka y el derecho del traductor
Hay muchas ediciones de los
libros de Kafka. Quien fuera un discreto abogado checoslovaco, de lengua
alemana, y que murió publicando apenas unos cuantos libros breves, nunca llegó
a ver el éxito mundial de sus novelas póstumas, como El desaparecido (durante mucho tiempo titulada América), El castillo y El proceso. Los mejores traductores del
mundo se han volcado a este autor que ha planteado tantos retos y dificultades,
así como estímulos para el gran arte de la traducción. En el ámbito de lengua
española, los más recientes traductores de Kafka han sido Miguel Sáenz, Juan
José del Solar (recientemente fallecido), César Aira, Renato Sandoval y Rodolfo
Hásler. Entre los más prestigiosos y anteriores han estado nada más y nada
menos que el gran escritor argentino J. Rodolfo Wilcock, entre otros
traductores como Feliu Formosa o J. D. Vogelmann. Es decir, hay toda una lista
de maestros de la traducción, oficio que con el paso de los años y el
reconocimiento de sus derechos, no solo en cuanto a pago por su autoría intelectual,
ha logrado también un reconocimiento público de su trabajo, incorporando sus
nombres hasta en la misma portada de los libros. La razón es evidente: una
traducción literaria es una recreación del lenguaje y del mundo del autor a la
lengua de destino. La dedicación del traductor exige no solo un talento
idiomático sino una cualidad creadora de alto rigor.
Menciono esto porque tengo en mis
manos una reciente edición ecuatoriana de la novela El proceso de Kafka
publicada en la colección “Literatura y justicia”, emblemático nombre para un
proyecto que difunde obras que vinculen la literatura con la labor que lleva
adelante el Consejo de la
Judicatura de Ecuador. En la contraportada de las ediciones,
y específicamente en la que tengo, hay un par de leyendas que señalan los
objetivos del proyecto editorial: “Vincular los aspectos que subyacen en la
condición humana con las normas y sanciones que las rigen”, y poco después: “La
expiación y la culpa, la equidad y la solidaridad como la prueba más alta del
concepto de justicia”. En la página interior de créditos consta una larga lista
de participantes del proyecto, desde el presidente del Consejo de la Judicatura , los
vocales, el consejo editorial, el director de la colección, el editor general,
el director de la Escuela
de la Función
Judicial , y luego lo indispensable: el crédito de fotógrafos,
diseño, revisión bibliográfica, equipo periodístico, revisión y corrección de
textos. Incluso aparecen los nombres del “Apoyo administrativo Editorial”, el
“Apoyo Técnico Gaceta Judicial” (sic). Muchas personas. Aunque son muchas,
digamos que está bien que vayan todas.
Pero no hay ni una sola mención
al traductor del libro. Es decir, quien ha hecho la parte más importante del
trabajo y que tiene derechos legales sobre el reconocimiento económico y
público de autoría. Nada, ni una línea. Apenas se menciona que “Libresa S.A.
cede los derechos de traducción de la obra” por esta única edición. Pero
ninguna mención al traductor. Reviso entonces la edición de Libresa del mismo
libro –la de julio de 2011– y tampoco encuentro ninguna mención al traductor.
Reviso algunas de las traducciones de Kafka al español y no encuentro ningún
parecido, hasta que doy con una de un tal R. Kruger, publicada hace más de
treinta años por la editorial española EDAF, que sí se parece, palabra a
palabra, con la que publica la colección del Consejo de la Judicatura.
¿Quién será R. Kruger? ¿Vivirá?
¿Sabrá que en un país muy lejano de su país de origen se han publicado miles de
ejemplares de su traducción y que no consta su nombre por derecho de autor de
traducción? Quiero suponer que legalmente se le habrá pagado, y en cualquier
caso eso ya es tarea del mismo Consejo de la Judicatura que, de
ahora en adelante, estará atento de que la editorial Libresa publique los
nombres de los traductores de la vasta lista de libros traducidos que hace
circular por Ecuador.
Hay que felicitar al Consejo de la Judicatura por tan
hermoso proyecto –salvo este error grave de omitir el traductor– porque ha
hecho mucho más que el Ministerio de Cultura que todavía no logra apoyar
solventemente a la industria del libro ecuatoriano o poner en funcionamiento
eficaz una red de bibliotecas (¿o es tarea del Ministerio de Educación?
Entonces, ¿para qué un Ministerio de Cultura?). En resumen, cuando los
funcionarios se llenan de discursos de integridad y de eficacia y de grandes
reformas en el sistema judicial pero no cuidan el derecho nada menor del
traductor de un libro que es quien ha cargado todo el trabajo, ¿dónde queda lo
kafkiano del asunto? El prologuista de la edición ecuatoriana de El proceso de Kafka, el abogado Néstor
Arbito Chica, hace un buen prólogo –donde menciona su trabajo en la reforma
judicial– y consta su breve biografía junto a la de Kafka en la solapa. Supongo
que el mismo prologuista se interesará por aclarar este olvido del traductor y
sacarlo a la luz de un largo “proceso” editorial en el que se ha olvidado su
derecho incuestionable. Supongamos que R. Kruger esté muerto, su derecho lo
tendrán sus herederos, y si no hay herederos, al menos el reconocimiento
público de su nombre. Quiero suponer, en honor a Kafka, que esto no se
convertirá en otro largo proceso kafkiano donde se olvide el propósito básico:
el derecho de cada uno de los hombres frente a un aparato descomunal que busca
deshumanizar a cada individuo y controlar, sin cuestionamiento ni disensos,
toda una sociedad. Ahora que hay un interesante grupo de traductores
ecuatorianos, su derecho a la difusión y la concienciación social de su autoría
es un principio a defender sin pretextos ni justificaciones.
Una traducción literaria es una
recreación del lenguaje y del mundo del autor a la lengua de destino. La
dedicación del traductor exige no solo un talento idiomático sino una cualidad
creadora de alto rigor.
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