Ismael Attrache ha publicado la siguiente columna en El
Trujamán deñ 30 de julio pasado. Vale la pena reproducirla.
Leer traducciones
Con
frecuencia he comentado con varios colegas la perplejidad que me causan ciertas
declaraciones de algunos traductores, que, cuando se les pregunta, aseguran que
no suelen leer traducciones, que prefieren recurrir al original, especialmente
cuando el texto está escrito en la lengua en que ellos trabajan. Más frecuente
es todavía que los lectores de a pie (por llamarlos de alguna manera) lamenten
verse obligados a recurrir a una traducción, cosa que, según ellos, les priva
del sabor original, de la pureza, de la integridad de una obra que, por lo que
se deduce de sus palabras, se ha visto corrompida, casi pisoteada.
Cuando
empecé a traducir profesionalmente, hace quince años, también me obsesionaba
esta idea de la integridad del texto original, esa noción, no sé si platónica o
romántica, de que en algún lugar existía una obra incólume a la que yo debía
aspirar. Esa idea, ahora mismo, casi me parecería ingenua si pudiera obviar la
tensión innecesaria que causa a quien la alberga. Creo que también subyace en ella
no sólo un cierto esnobismo, sino también una cierta tentación de
trascendencia, de convertir nuestro oficio en una especie de coyunda sublime
con las musas, en un pretexto para darse importancia, para adquirir un
prestigio social que nos haga acreedores de la admiración de los demás. Motivos
muy comprensibles, por otro lado, para entregarse a una profesión, pero que
acaban entorpeciendo su desarrollo.
Página
traducida tras página traducida, se fue erosionando en mí esa idea de lo
original, de lo intocable y de lo sublime; mi manera de ejercer la profesión
fue saliendo del panteón de las cosas inmutables y grandiosas para irse
situando, o más bien internando, en un terreno mucho más problemático pero
también más interesante y más ambiguo: el de una exploración nunca concluida,
el de una investigación a la que no se puede poner el punto final (nunca mejor
dicho), sino cuya puntuación, por razonada y coherente que sea, siempre puede
volver a revisarse. O discutirse.
Vuelvo
a manifestar el asombro que me causa que un traductor, un lector, se vanaglorie
de no leer traducciones. Porque al estudiar la obra de otros colegas, no sólo
percibimos nuestras propias limitaciones y descubrimos soluciones nuevas a
problemas que quizá habíamos dado por resueltos de un modo demasiado
precipitado, sino que estamos haciendo otra cosa que tiene mucho que ver con
todo lo que es literatura y lenguaje: estamos poniendo a prueba nuestro mundo
interior, ése que hemos ido construyendo y amarrando a base de palabras; es
decir, nos estamos abriendo a otras versiones, a las palabras del otro, a la
deconstrucción de nuestros prejuicios y, quizá, al desarrollo de otras
construcciones mentales nuevas y también perecederas. ¿Cuántos traductores, al
consultarle una duda al autor al que traducen, han descubierto que éste no
tenía la menor idea de por qué había puesto determinada palabra en cierto
lugar? ¿Significa esto que existe un original inmutable? ¿Significa esto que
sería más conveniente optar por lo ideal o por una incertidumbre consciente y
razonada?
Creo
que estas cuestiones reflejan posturas ideológicamente contrapuestas, por
decirlo de algún modo, del ejercicio de la traducción y de la lectura. Quien
prefiere leer únicamente lo que considera original se aferra a la seguridad
ficticia de lo definitivo. Quien contempla el ejercicio de la lectura, de esa
hiperlectura que es la traducción, como un proceso siempre inacabado en el que
las voces de los demás desempeñan un papel crucial, en el que aportan un
oxígeno imprescindible para que ese proceso siga teniendo sentido, se mudan a
un lugar que resulta mucho más confuso pero también estimulante. Vivimos una
época incierta y desdibujada en la que, con una frecuencia que de forma
preocupante es cada vez mayor, unos y otros se lanzan con cierta desesperación
a las seguridades de lo absoluto, a las fauces de eso que suele llamarse
populismo. De forma modesta, página a página, quizá leer traducciones y
enfrentarnos a las diversas construcciones de lo real pueda servir, en parte,
para contener esa marea sucia.
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