Según se lee en Wikipedia,”Eduardo Subirats nació en Barcelona en 1947. “Intelectual español de madre
alemana, crecido en una negra Barcelona franquista de la que escapó en cuanto
pudo a Paris y Berlín, no sin antes infiltrarse en las escaramuzas
estudiantiles contra la policía militar fascista”. La información se
amplía luego, con un texto tomada de Deconstrucciones
hispánicas: “Estudió en el Paris y Berlín de los años setenta. Ha
sido profesor de filosofía, arquitectura, literatura y teoría del arte y la
cultura en São Pablo, Barcelona, Caracas, Madrid, México y Princeton.
Infatigable viajero, ha dado conferencias desde China hasta el Amazonas, y de
Berlín a San Lúcar de Barrameda. Expulsado de la Universidad de
Barcelona en 1981. Más tarde fue obligado a huir del Madrid de 1992 por su
limitada autoconciencia histórica. En la cultura oficial española, Subirats en
un escritor censurado precisamente por su crítica de esa realidad española.
Está más en casa en los Estados Unidos, México y Brasil. Autor de más de
cuarenta libros, en ediciones individuales y colectivas”.
La “Carta a un editor español” firmada por Eduardo Subirats (Dept. of Spanish and
Portuguese, New York University), que aquí se reproduce, deja en claro cuáles
son las implicaciones ideológicas de la política de “corrección de textos” de
las editoriales españolas, fieles al criterio de las autoridades idiomáticas y
poco atentas a lo que este seguidismo supone y transmite al lector. Se trata de
texto con un contenido crítico tan difícil de leer en el sector de la edición
española, como necesario. La conclusión a la que llega Subirats es demoledora.
Carta a un editor
español
Resumen:
En esta carta, dirigida a un editor español,
Eduardo Subirats (Dept. of Spanish and Portuguese, New York University) analiza
las implicaciones ideológicas de la política de “corrección de estilo” de las
editoriales españolas “importantes”, es decir, de aquellas que tienen una
expansión comercial en América latina. E. Subirats critica, en primer lugar, el
sometimiento de los editores españoles al Diccionario
de la Real Academia
Española (RAE), que adoptan como “suprema autoridad y dueño absoluto de las
palabras que pueden o no pueden pronunciarse con legitimidad.” Asimismo,
cuestiona la censura del uso de “americanismos” –sustituidos sistemáticamente
por españolismos–, lo que constituye en su opinión una forma de apuntalar
a la fuerza el control de la lengua española por parte de España mediante la
uniformización y la masificación lingüísticas. E. Subirats critica la obsesiva
españolización de los nombres de ciudades mundiales, actitud que considera un
anacronismo de la edad imperial, cuyo poder de falsificación lingüística
eliminó o adulteró los nombres de ciudades sagradas, deformó la denominación de
regiones enteras y suplantó impunemente los nombres de los dioses y las diosas
de América. Como señala E. Subirats: “[…] esta obsesión de cambiar, imponer,
unificar y normalizar los nombres de las cosas, cuando ya no se tiene el poder
de dominarlas, constituye una definición mínima de anacronismo.” Finalmente,
Eduardo Subirats realiza una revisión crítica de la “traducción al castellano
de los nombres de reformas en el pensamiento y la cultura, a los que el mismo
tradicionalismo que sustenta la Real Academia les cerró violentamente el paso con
inquisiciones y crímenes, y un reiterado ninguneo a lo largo de los siglos”.
Como señala Subirats, Humanismus, Reform, Enlightenment, Droits de l’homme, Liberalism,
Open society, etc., son algunos de esos nombres vertidos al castellano por
signos que en la “realidad histórica de España” carecen rigurosamente de
referentes, gracias a las estrategias de su “limpieza” teológica, étnica, política
y también lingüística.”
La carta:
"Vaya por delante, mi querido editor, el
más cariñoso agradecimiento por sus comentarios de estilo a mi manuscrito Una edad de destrucción. Algunos de los
párrafos que Usted consideraba confusos los he corregido. Sin embargo, sus
rectificaciones no me han parecido siempre pertinentes.
Quizás la vida errante de un hispano-germano entre París, Berlín, New York, México
y São Paulo, y casi siempre fuera de España, explique mi tendencia a introducir
expresiones cotidianas comunes en el lenguaje internacional. Losslums, slogans y stars,
y los flashes, bestsellers y alibis, que Usted condena como
anglicismos, son algunas de esas palabras comúnmente usadas en cualquier país,
incluso en España. Expresiones como “por todo remate”, que Usted dictamina como
un mexicanismo por las mismas razones que mis amigos mexicanos podrían esgrimir
para achacar sus sucedáneos madrileños como españolismos, son asimismo
expresiones individuales de alguien que está más en casa en México, Colombia o
Venezuela, que en un Madrid que censura mis libros, mis críticas y mis ideas
por extravagantes.
No desearía que viera en estos comentarios un ataque personal contra las normas
de edición de su casa editorial. En realidad, todas las editoriales españolas
“importantes”, es decir, con una expansión comercial a América latina, limpian
los textos de hispanoamericanismos. Un escritor mexicano me confesó que esta
suplantación de las voces latinoamericanas por sus supuestos sinónimos
madrileños la realizó una prestigiosa editorial española sin siquiera pedirle
su consentimiento. Hoy esta práctica se legitima además democráticamente para
que todos puedan entender mejor el ensayo o la novela en cuestión. Lo que
supone, y no tengo que subrayarlo, confundir la democracia con masificación y
uniformización lingüísticas.
En numerosas ocasiones iza Usted la bandera
del Diccionario de la Real Academia como suprema autoridad y dueño
absoluto de las palabras que pueden o no pueden pronunciarse con legitimidad. A
este propósito tengo que mencionar a Carlos Subirats Rüggeberg, un lingüista
innovador, que ha publicado al respecto comentarios jocosos. Cito un párrafo a título
de ejemplo: “Haciendo propia la herencia del nacional-catolicismo, la Academia define ‘protestante’
como persona ‘que sigue el luteranismo o cualquiera de sus sectas’. Y por si al
lector le cupiera alguna duda sobre la cerrazón de dicha definición, la Academia insiste de nuevo
en la entrada luteranismo, que define como ‘secta de Lutero’.
Asimismo, es fantástico constatar que la sacrosanta Institución define alma tal
como enseñaban los frailes del siglo XVI: ‘sustancia espiritual inmortal’”.
Más adelante, Carlos Subirats, que obviamente ha acabado en el exilio
–inicialmente en el International Computer Science Institute de Berkeley,
California, y, posteriormente, en Canadá–, se refiere a la pintoresca
definición de la voz “mendrugo” en ese mismo diccionario: "pedazo de pan
duro o desechado, y especialmente el sobrante que se suele dar a los
mendigos". Y señaló no solamente el desprecio por la realidad lingüística
y multicultural que atraviesa tanto al español como al hispanoamericano (que
ese diccionario sigue tratando como un dialecto colonial), sino también su
obediencia ciega a las tradiciones nacionales más vetustas: este moderno Diccionario de la Real Academia simplemente
había reproducido la susodicha definición de mendrugo del Diccionario de Autoridades del
siglo dieciocho, sin añadir ni un acento, ni una coma.
En fin, para hacer breve la historia sólo mencionaré una lista improvisada de
ausencias en ese Real Diccionario que C. Subirats puso de manifiesto: acientífico,
antialérgico, antiterrorista, celulitis, circularidad, clasificable,
destacable, enfatización, entreno, finalización, fluctuante, hinchable,
indisociable, iniciático, karaoke, lanzamisiles, etc. Sin lugar a dudas, estos
comentarios se refieren a ediciones pasadas y es posible que algunos de esos
extravíos lingüísticos hayan sido subsanados a raíz de su crítica. Sin embargo,
Usted me acaba de descubrir otra ausencia no menos significativa: lo mistérico.
“Esta palabra no existe en el Diccionario…” ha sido su veredicto. Pero debiera
recordarse que el cristianismo imperial romano y bizantino acabó con los
misterios de Eleusis a sangre y fuego. Y ese baluarte polvoriento del
nacionalcatolicismo, que es la
Academia de la lengua española, destierra su diabólico nombre
y borra para siempre la memoria mistérica.
Tengo que añadir que una de sus correcciones me ha hecho sonreír: la
substitución de mis “humanos” por “personas”. En rigor, ambas voces no pueden
considerarse como simples sinónimos. Soy plenamente consciente de que recordar el
bello concepto latino de humanus en
las provincias de Castilla es chocante: se tiene por costumbre suplantar
patriarcal y sexistamente lo humano por los “hombres”, una palabra que incluye
a las mujeres sin necesidad de mencionarlas, en un acto de reducción
lingüística, que se remonta al Génesis bíblico. Usted, para sortear ese
entuerto, opta por remplazarlo con sus “personas”. Sólo que en latín esta
palabra designaba a las máscaras teatrales y en la filosofía moderna europea
define específicamente a un sujeto moral. Y yo no me refiero en mi ensayo ni a
sujetos morales ni a mascaradas, sino a los millones de humanos exterminados en
la sucesión de holocaustos que recorre la sangrienta historia de la
civilización occidental.
Entre sus correcciones he encontrado otro detalle interesante: su obsesiva
españolización de los nombres de ciudades mundiales, de Dresde a Pequín, y de
Calcuta a Nueva York. De nuevo le ruego que no se tome esta apostilla como una
diatriba personal. Pero siento la misma aversión a una transformación tan
gratuita como innecesaria de nombres propios y personales, que a la de nombres
de ciudades. Puede ser que algún español se tragara la “n” final de Dresden, ya
sea por ignorancia, ya sea por torpeza muscular de su lengua, e inmediatamente después
se impusiera el resultante error fonético como norma lingüística de obediencia
absoluta: la españolizada ciudad de Dresde.
Los ejemplos son abundantes y me pregunto qué sentido tiene hoy usar nombres
diferentes para las mismas cosas, ciudades y regiones, compartidas por una
comunidad global y en inglés como su lengua franca. Para cualquier individuo
situado en un aeropuerto de Moscú, São Paulo o Shanghái el significante Dresde
no tiene significado alguno. La situación se extrema todavía más en el espacio
virtual de la comunicación electrónica. Esta obsesión española de hispanizar
ciudades es un anacronismo de su edad imperial, bajo cuyo poder de
falsificación lingüística eliminó o adulteró los nombres de ciudades sagradas,
como Tenochtitlán o Kosko, deformó la denominación de regiones enteras como la
península de “Yucatán” (una alteración del enunciado maya para decir que no se
comprendía la pregunta que hacía un conquistador cualquiera por el nombre de su
civilización y su tierra, pronunciada en la lengua de Castilla), y suplantó
impunemente los nombres de los dioses y las diosas de América, la ascética y
patriarcal Virgen de Guadalupe por la profundidad ctnónica de la Gran Madre Coatlicue,
por ejemplo.
Me duele tener que repetirlo: esta obsesión de cambiar, imponer, unificar y
normalizar los nombres de las cosas cuando ya no se tiene el poder de
dominarlas, constituye una definición mínima de anacronismo.
Le quiero pedir perdón por molestarle con esos reparos, que sin lugar a dudas
considerará superfluos y desechables. Y deseo expresarle de nuevo mi
agradecimiento por sus correcciones gramaticales y sintácticas, y su interés
por publicar Una edad de destrucción, un ensayo del que nunca hubiera
imaginado que pudiera despertar interés alguno por parte de un editor español.
Sin embargo, tengo que observar en mi defensa un concepto realmente importante
desde el punto de vista del proyecto intelectual que recorre este ensayo: el
esclarecimiento, una nueva ética y estética, y una nueva epistemología reflexiva
y crítica, que defino con el nombre de New Enlightenment, así, en inglés, como
uno de esos anglicismos que Usted tanto detesta.
Así como la lengua dictada por la Real Academia apoya la mala costumbre de no
pronunciar las ciudades por su nombre propio, así también asiste y secunda la
traducción al castellano de los nombres de reformas en el pensamiento y la
cultura a los que el mismo tradicionalismo que ella sustenta les cerró
violentamente el paso con inquisiciones y crímenes, y un reiterado ninguneo a
lo largo de los siglos: Humanismus y Reform, Enlightenment y los Droits de l’homme,
Liberalism y Open society… son algunos de esos nombres vertidos al castellano
por signos que en la “Realidad histórica de España” –por recordar al exiliado y
ninguneado historiador Américo Castro– carecen rigurosamente de referentes
gracias a las estrategias de su “limpieza” teológica, étnica, política y
también lingüística.
Uno de estos nombres, precisamente el más importante desde el punto de vista de
una definición rigurosa de modernidad, es Aufklärung:
una palabra germánica que Usted corrige en varias ocasiones como aufklärung en minúscula, probablemente
con la venia de ese mismo Real diccionario. Y esa Aufklärung con mayúscula nos conduce al argumento principal de mi
ensayo Una edad de destrucción que Usted pretende publicar.
La palabra Aufklärung tiene grabada
en su memoria etimológica el simbolismo apolíneo de la claritas grecolatina y los cultos milenarios al sol y el fuego que
remontan al lejano Oriente, así como a diferentes expresiones de la
espiritualidad hindú, budista e islámica vinculada a esos cultos. El principio
moral e intelectual de esta Aufklärung
es el gnōthi seautón, el “conócete a
tí mismo”, que todavía corona el Templo de Apolo en Delphi. Su principio
racional de soberanía subjetiva lo formuló Kant con su Sapere aude… “ten el ánima y el aliento (los dos significados de la
palabra alemana Mut) de servirte de
tu propio entendimiento”.
Pero escribo en castellano, y ni en Castilla, ni en la Península Ibérica ,
ni en sus colonias o excolonias americanas ha existido una reforma del
pensamiento filosófico y político que sustentara este principio de autonomía y
autorreflexión. En uno de mis libros más extensos, La recuperación de la memoria (obviamente censurado por las más
distinguidas editoriales españolas), dedico un largo artículo de casi cien
páginas para demostrar que el referente de lo que los hispanistas llaman
“ilustración” no es conceptualmente equiparable al esclarecimiento formulado
por el filósofo cordobés e islámico Ibn Rushd en el siglo doce, o por el
moderno Kant. Y allí pongo de manifiesto que la misma palabra “ilustración” es
equívoca, puesto que designa el lustre barroco del que se han revestido los
pensadores oficiales españoles de ayer y de hoy, esos “picos de oro” que grabó
sarcásticamente Goya. Por decirlo en palabras llanas: las culturas hispánicas
son ilustres, lustrosas y muy ilustradas, pero nunca han asumido un proceso de
esclarecimiento en el sentido de la máxima del templo de Apolo y la definición
de Kant. Y Usted pretende rebajar nominalistamente el centro conceptual de mi
ensayo, es decir, este esclarecimiento sobre la actual crisis civilizatoria,
escamoteándolo bajo el significante “ilustración” en nombre de los diccionarios
a los que Usted rinde pleitesía como única e incontrovertible autoridad
gnoseológica, moral y política.
Además, Usted soslaya y elude por el mismo procedimiento gramatológico mi
crítica de la modernidad. Concretamente trata de menguar mi pregunta por el
sangriento vuelo del ángel de la historia a través de un continuum de
holocaustos, y del Holocausto nuclear de la humanidad como coronación del
Leviatán moderno. Sí, Holocausto nuclear; con H mayúscula. Un término que
tampoco existe en ese diccionario.
En cambio tiene muy a bien ensalzar a los patronos de la Iglesia , y en una frase en
la que resumo la continuidad discursiva del antihumanismo de Loyola, el
racionalismo ascético de Descartes y la identidad de conocimiento y dominación
de Bacon (una tesis que demostré tempranamente en mi El alma y la muerte), Usted rompe el ritmo necesariamente
repetitivo de estos tres nombres al distinguir al primero de ellos con el
prefijo de “Santo”, de “San Ignacio”… para que asuma implícita y ciegamente el
concepto antiesclarecido por excelencia de organización jerárquica y militar
que representan sus santas cartas sobre la santísima autoridad.
El último argumento que Usted esgrime para justificar esa limpieza, normalización
y unificación nominales, y sus implícitas rebajas conceptuales, es la fluidez
del estilo, el buen escribir, y son los “picos de oro”, los “eruditos a la
violeta” y los “asnos ilustres” que se han sucedido en la capital española.
Admito que no es fluido hablar de Holocausto nuclear: más bien es chocante,
conflictivo, brutalmente violento con respecto a su corriente neutralización
nominal. De este Holocausto no se puede hablar, ni tampoco pensar, y
precisamente gracias a que Ustedes prohíben su nombre. Y para un español
nacional-católico hablar de esclarecimiento en lugar de alabar su ilustración
resulta extravagante, puesto que le obliga a reflexionar sobre una historia
cultural que no ha conocido ninguna de las reformas que ha atravesado la Europa moderna: un
humanismo expulsado por judaizante; la Reforma , perseguida a sangre y fuego por la Inquisición ; la
ciencia y el esclarecimiento, considerados como teológicamente aberrantes, y la
propia democracia, cuyo lamentable espectáculo de decadencia hoy vemos
ostensiblemente en las ciudades de esa desdichada nación.
Repito mi agradecimiento por sus correcciones. E insisto en que no pretendo
herirle personalmente. Pero debe reconocer también que no se trata de una mera
cuestión de sustituir unas palabras por otras. Son maneras diferentes de ver la
realidad que sus respetables correcciones etimológicas no respetan. Y se trata,
y no en último lugar, de ritmos vitales. Usted me redondea los adverbios, las
preposiciones, frases enteras. Desecha las sentencias tensas, los contrapuntos
dramáticos, la composición desencajada de una escritura que desea esclarecer un
mundo desvertebrado, fragmentado y destruido. Y si Usted como editor no puede
asumir esas diferencias, yo prefiero quedarme con mi edición mexicana, que no
ha pasado por los rigores de esa academia oficial del español y su desprecio
por la memoria de las palabras.
Cordialmente,
Eduardo Subirats"
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