Con fecha del 13 de agosto pasado, Matías Serra Bradford publicó en la revista Otra Parte, en su versión on
line semanal (www.revistaotraparte.com/semanal) el siguiente artículo a
propósito de los problemas de traducción que plantea Ulises, de James Joyce,
Los traductores del Ulises y
la traición
Hay
escritores –James Joyce es uno– para quienes es imprescindible la historia de
la literatura; para otros no cumple casi ninguna función, o simulan no
otorgársela, o creen que no conviene asomarse a esa perspectiva de doble fuga,
hacia atrás y hacia adelante. Les sucede a pintores y artistas con relación a
la historia técnica de su disciplina. El itinerario interior y exterior del Ulises es,
para empezar, una historia de pruebas de galera amplificadas hasta la última
hora, erratas voluntarias e involuntarias, censuras y requisiciones. Estos
avatares tuvieron su eco y prolongación en las sucesivas traducciones a los más
diversos idiomas, y en los pleitos, largos como la propia novela, sobre este y
aquel punto del texto. Pareciera haberse vuelto un libro ante el cual se es más
exigente con la traducción que con el original. No es sorprendente que provoque
estos fenómenos el que probablemente sea el suceso bibliográfico y filológico
más notable del siglo XX.
El
pionero E. R. Curtius señaló que “cada pasaje, cada frase, cada fragmento de
oración se hace sólo inteligible si es puesto en relación con otros […] Hay que
leer el Ulises como
una pintura; podría incluso imprimirse como tal. Para entenderlo de veras
habría que tener presente en la mente la obra entera al leer cada frase,
exigencia que roza lo imposible”. Según esta prescripción habría que leerlo dos
veces, habiéndolo memorizado a la perfección la primera vuelta: Funes
Goes to Dublin. Habría, entonces, que traducirlo dos veces. (Tal vez Jung
creía que cortaba camino cuando leyó el Ulises de
atrás hacia adelante).
Joyce
era complicado hasta para cruzarse de piernas, y una pose, igual que una
anécdota, puede condensar una poética. En una oportunidad dijo que la gente no
valora las cosas que le son dadas gratuitamente: “Incluso un gato de la calle
preferiría robarse subrepticiamente un viejo hueso del tacho de la basura que
comerse una costilla bien cocinada de tu plato”. Joyce era capaz de revisar un
pasaje de Finnegans Wake que
no consideraba “lo suficientemente oscuro” y a la vez de colaborar
interesadamente en las exégesis que redactaban abnegados contemporáneos como
Stuart Gilbert y Frank Budgen. Si el afán de ser comprendido no funciona como
antónimo de la sed de hermetismo, enFinnegans Wake delató
una ambición paralela y no tan inusual: la de confundir incomprensión con
admiración. Sus traductores se han vuelto expertos en su numismática de dos
caras. El desparpajo demótico de Joyce, por ejemplo, requiere para su
apreciación de un alto sentido de lo popular y de lo poético. También lo exige
la traducción. “No necesito repetir que cada nueva clase de escritor desarrolla
una nueva clase de lector; cada genio produce una legión de jóvenes insomnes”,
señalaba el profesor Nabokov. Bien podría reemplazarse “jóvenes” por
“traductores”.
En
todo caso, si Joyce buscaba mantener ocupados a los críticos durante un siglo,
está consiguiendo otro tanto con los traductores. Y desliza en el Ulises un
indicio de gratitud mientras glosa a Shakespeare, infiltrando una posible definición
del traductor: “Ahora es un fantasma, una sombra… una voz sólo escuchada en el
corazón de aquel que es la sustancia de su sombra, el hijo consustancial al
padre”. El traductor es a Joyce lo que este fue a Shakespeare, lo que Hamlet a
su padre (y recordamos, de paso, el lugar que ocupa la paternidad en el Ulises).
Es
tentadora la idea de imaginar al traductor como el verdadero “hombre del
impermeable” con el que, en el interior del Ulises, Joyce
efectúa su (des)aparición mientras en otra habitación del libro Stephen Dedalus
comenta acerca de la presencia solapada de Shakespeare en sus obras. Hay grados
de ocultamiento en un traductor –más en primer plano o más replegado– y este se
gana su autoridad desapareciendo. Son precisamente las omisiones rápidamente
detectables –cuando por capricho digno de autor decide no traducir una palabra–
las que lo vuelven riesgosamente conspicuo.
En
ese interludio shakesperiano se dice, a propósito del bardo, que “un hombre de
genio no comete errores. Sus errores son voluntarios y son portales de
descubrimiento”. El último traductor –será el penúltimo, el antepenúltimo, y
así sucesivamente, en grados de heroísmo no decreciente– acá prefiere: “y son a
la vez las puertas del conocimiento”. Ese “a la vez” no existe en el original,
y es otra de las instancias en que se desestabiliza con criterio la noción de
exactitud en una traducción. El traductor, para no caer seguido en la tentación
de infidelidad, está inducido a pensar que tampoco en el genio de Joyce existen
errores, y es por una razón derivada de esta que conviene que el traductor
trabaje solo, para cometer una sola clase de errores, para que la voz
sea
una, como lo es en Joyce aunque navegue y entinte las aguas de estilos
disímiles.
Joyce
siempre quiso conquistar por su voz –lo perseguía una abortada carrera en “el
palacio del canto” y nunca hizo tanto por otro como por el tenor John Sullivan–
y una voz conquista por lo que es, no por lo que dice. Escribía con el oído y
esa acrobacia es imposible de replicar (para no abundar en los desafíos que
presenta la cantidad de construcciones posibles que inauguró, sobre todo de
corte telegramático). El sonido es relevante hasta por el modo en que el propio
Joyce pronunciaba ciertas palabras, como Dedalus (que no profería como dead,
según cuenta su biógrafo Ellmann, y borraba así eventuales interpretaciones
facilistas). El Ulises es
aliterativo y onomatopéyico y el detalle es que el oído de Joyce trabajaba en
inglés; el traductor debe construir un oído entero en su propia lengua.
La
fragilidad del traductor del Ulises se
hace eco de la precariedad de la propia novela, que sufrió modificaciones y
adiciones hasta dos días antes de imprimirse. La problemática que le plantea
Joyce al traductor es paralela –un eco– de la que le plantea al lector, en
cuanto a expectativas y enigmas. No son pocas las instancias en que la
traducción está indirectamente planteada en la novela, y el cortejo con el
malentendido que implica la traducción se cifra en la escena en que Bloom lee
en un libro la palabra “metempsychosis”, que pronuncia a su mujer así: “met him
pike hoses”. A Joyce hay que leerlo y oírlo. Involuntariamente, sigue siendo un
gran promotor de las escuelas Berlitz (y afines), en las que trabajó a
regañadientes.
La
fantasía de infidelidad lo hacía escribir al autor de Dublineses;
la ambivalente realidad de la fidelidad hace trabajar horas extras a los
traductores de su obra. Hay como una credibilidad general que el traductor debe
conquistar, y que se juega sobre todo en los principios y finales de capítulos.
Hay algo en la respiración que impregna una traducción igual que lo hace con un
escrito original. Es como si hubiera que reproducir el código genético,
preverbal por decirlo así, del original –capturar “el enigma de un modo”, al
que Joyce aludió en un borrador–, algo que con los atenuantes y hallazgos de
cada caso lograron el fundacional Salas Subirat y el recienvenido Marcelo
Zabaloy, en la edición que acaba de publicar Cuenco de Plata. “Nada importa
excepto la cualidad / del afecto”, anotó su amigo Pound en un poema que no era
ajeno a Joyce.
Promover
un certamen intercontinental de traductores, en el que fuera más importante que
cada nueva versión se comparara con las precedentes en lugar de cotejarla
contra el original, lo convertiría todo en un juego de permutaciones y
combinatorias apadrinado por el Oulipo de Queneau. Confrontar las versiones por
frases sueltas hace pensar en esos contratos que se firman entre compañías de varios
países, cuyas cláusulas se discuten en distintos idiomas y en los que se
prorroga indefinidamente la firma del acuerdo. Con el original de
Joyce nos llega filtrada –parodiada, homenajeada– una parte de la historia de
la prosa en lengua inglesa. Diversas traducciones del Ulises van
creando otro linaje. Se tiene la impresión de que una traducción de Joyce al
castellano –o a cualquier otra lengua– sonará invariablemente como cuando se
traduce a Chaucer o a Montaigne a un inglés o francés contemporáneos. Una mayor
legibilidad al precio de un aplanamiento cómodo y desparejo. Curiosamente, la
traducción desnudará para algunos la inutilidad de buena parte de la
experimentación lingüística de Joyce. (No debería olvidarse que es un excelente
narrador nato cuando quiere, y tal vez no haber querido ser solamente eso
torció su destino para siempre). Que Joyce tenga gracia para traducir los
mecanismos mentales demuestra justamente la incorrección del procedimiento: la
mente no piensa con lenguaje ni permanente ni únicamente. Lo de Joyce es una
aberración psicológica y un triunfo literario.
Con
un autor que tiende a deformar tantas cosas, cobran relieve los puntos
centrales de toda traducción. El cambio del orden original de la oración y
cuestiones de énfasis. La traducción de la puntuación (sobre todo en una novela
que es asimismo una historia de la puntuación). Lo paródico y lo irónico son de
difícil traslación, y es harto difícil traducir la mala escritura deliberada
que hay en el capítulo Eumeo, por caso. El traductor descansa con los nombres y
los topónimos, lo único que permanece intacto del idioma original y que
cortésmente hace lo posible para que el lector no olvide que se trata de una
traducción.
Por
efecto de estilo, Joyce tienta a sobretraducir y a considerar como lo que se
llamaba “palabras-valija” a ciertas palabras compuestas, que son en
verdad el pan diario del inglés, sobre todo escrito. Traducir “rutilojo” para glittereyed
(de ojos luminosos), “capaverde lampamesa” para greencapped
desklamp (lámpara de escritorio de pantalla verde) y “ojo-santo” para holyeyed (de
mirada santulona) es dar por sentado que Joyce era un entusiasta incorregible y
alucinado del Boggle o del Scrabble que eliminaba guiones para sumar “puntos
letra”. Pero no se puede ser ingrato con los mártires, y una edición como la de
Cuenco de Plata merece dar varias vueltas por tierras castellanas, tocando
incluso, como Molly Bloom hacia el final de la novela, destinos como Ronda,
Algeciras y Gibraltar. Al Ulises se
lo puede leer caminando y esta versión merece ser leída de pie.
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