lunes, 14 de septiembre de 2015

¿Qué pasa con los libros de los escritores?

Verónica Estévez publicó la siguiente nota en el diario La Gaceta, de Tucumán, del 13 de septiembre, a propósito del destino de las bibliotecas de los intelectuales de esa provincia.

Bibliotecas buscan lectores

En abril de 1942, el doctor Mario Bravo y su esposa formalizaron la donación de su biblioteca a la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, mientras era rector Adolfo Piossek, que la recibió con gran beneplácito, ya que consideraba que, junto con la de Lillo, era la donación más importante a la UNT. Las primeras remesas llegaron en 1943, cuando ya había concluido el rectorado de Piossek, y las últimas después de la muerte de Bravo, incluyendo los muebles. Se trataba de un legado importante de más de 9.000 volúmenes, pero los libros quedaron encajonados en un cuarto de la vieja residencia de estudiantes en un local inadecuado. La conservación y aprovechamiento de los libros pasó a ser de gran preocupación para Piossek. Cuando al fin se los pudo incorporar a la biblioteca mayor de la facultad, la colección ya estaba bastante diezmada.

A la muerte del filósofo tucumano Víctor Massuh, sus libros (4.300 aproximadamente, más innumerados artículos periodísticos, escritos inéditos, entre ellos su libro último, La pérdida de la inmediatez) fueron donados a la Facultad de Filosofía y Letras de la UNT. La colección fue recibida, ya inventariada por Daniel López Salort (filósofo, escritor y traductor). Hasta la fecha, no fue habilitada al público. López Salort se lamenta de que todavía “en las cajas, esperan en silencio los volúmenes, tanto de día como de noche. Esperan el momento jubiloso en que, puestos en los estantes de una biblioteca pública, dos manos se acerquen, los tomen, y tras verificarlos los pongan sobre un escritorio, bajo los ojos del tercer lector” (LA GACETA 22/11/2009).

Lo mismo sucede con la biblioteca de Roberto Rojo. La donación se realizó en el 2010. Consta de 2275 libros y recién el año pasado fue llevada a la Facultad de Filosofía y Letras, a un sector que fue habilitado como depósito. Antes estuvo en un sector pago de la empresa de transportes La Sevillanita, que se encargó de trasladarla desde la vivienda de Rojo. 

Pero no son las únicas donaciones a esa institución que esperan ser incorporadas definitivamente al fondo bibliográfico universitario. También están las del escritor Julio Ardiles Gray y las de las destacadas educadoras Josefa Sastre de Cabot, María Delia Paladini y María Victoria Dappe. Y está a medias incorporada la de la lingüista Lore Terracini, que ingresó en 1997.

Consultada la directora de la biblioteca, Marta Rosa Quiroga, sobre las dificultades de incorporar rápidamente estas colecciones, nos explicó que el proceso es muy lento por varias razones: falta de espacio, personal y presupuesto, entre otras. Afortunadamente se está realizando una importante remodelación edilicia que contemplaría estos legados. El personal de biblioteca no es muy numeroso y está ocupado en las tareas propias de una biblioteca universitaria muy consultada, que posee más de 100.000 títulos. Por lo tanto, se debe asignar personal específico para ocuparse de las donaciones. Por otra parte, las incorporaciones deben hacerse siguiendo un proceso que contempla inventariar uno por uno los libros y luego catalogar y clasificarlo en la base de datos que maneja la institución. En algunos casos, llegan con un listado, pero hay que convertirlo en el formato adecuado. “No es sacar un libro de una caja y ponerlo en un estante nomás”, concluye Marta Quiroga.

Bibliotecas con testigos
Un recorrido por los títulos de una biblioteca particular revela los intereses intelectuales y la formación de su dueño. Sus libros han reflejado y condicionado relaciones familiares, políticas y académicas y han sido co-constitutivos de sus identidades. Ese recorrido permite acercarnos, casi íntimamente, a aquellos que han hecho de ese espacio un refugio de sus placeres y evasiones apelando a criterios no necesariamente académicos, también al gusto personal y revalorizando la intimidad de la lectura.

La historiadora Elena Perilli de Colombres Garmendia, estudiosa de los miembros de la Generación del Centenario tucumana, sostiene que en el contenido de la biblioteca de Ernesto Padilla, por dar un ejemplo, está expresada la visión totalizadora de un político de la vieja escuela. “En los estantes puede seguirse el rastro de su acción pública, conocer sus gustos, identificar a sus amigos, detectar sus preocupaciones; en fin, seguir su pensamiento” (LA GACETA Literaria, 12/09/04).

Toda colección personal presenta huellas materiales (marcas que hacen los propietarios): una anotación al margen, un subrayado, una nota pegada, una determinada organización que le dan cierta individualidad y entidad que la distingue de las demás. Es que se constituye, en cierta medida, en una imagen especular, en una extensión de sus dueños. ¿Qué pasa con esas marcas particulares cuando la biblioteca pasa a ser de dominio público? ¿Cuándo se la uniforma siguiendo criterios bibliotecológicos? Esto es motivo de gran preocupación a la hora de realizar la donación.

Ezequiel Martínez, hijo de Tomás Eloy Martínez, cuenta en una nota a La Nación (21/02/2015) que su “papá marcaba mucho los ejemplares. Los dejé con los stickers que usaba”.

Ana Mujica, hija de Mujica Lainez, en la misma nota, advierte que el orden de los libros también era importante “Cuando mi padre vivía, su biblioteca tampoco estaba clasificada, pero sí estaba fantásticamente organizada. Era facilísimo encontrar un libro. Cualquiera de nosotros sabía dónde estaban los franceses, los ingleses, los de religión, los de Buenos Aires u otros”. Pero esa organización particular no se mantuvo: “Un bibliotecario los movió según el orden que técnicamente debe tener una biblioteca”, se lamentó.

El ejemplo mexicano
Walter Benjamin (en un bello escrito titulado “Desembalo mi biblioteca. Un discurso sobre el arte de coleccionar”) define: “Una biblioteca verdadera siempre tiene algo de impenetrable y, a la vez, de inconfundible.” En ese sentido, México tiene una ejemplar política de Estado para adquirir y preservar grandes bibliotecas personales de notables hombres de letras del siglo XX mexicano. Su objetivo es dar a conocer la génesis de construcción del pensamiento de estos notables, a la par de propiciar el diálogo entre generaciones a través de la lectura. Para ello restauró y acondicionó un sector de la Ciudadela, “La Ciudad de los libros y la imagen”, sede de la Biblioteca de México, para albergar las bibliotecas de José Luis Martínez, Carlos Monsivais y Antonio Castro Leal, entre otros. Es muy interesante ver que conservaron su individualidad, al construir salas particulares (que los arquitectos diseñaron después de estudiar la personalidad y la colección de libros) y respetaron la distribución que tenía como biblioteca particular. Incluso en el catálogo digital se incluye un campo denominado “Testigo” (término técnico para denominar las huellas del lector) en el que se consigna si el texto tiene dedicatoria, anotaciones, etc.


Walter Benjamin (en el artículo ya citado) dice que para los coleccionistas de libros quizás “la propiedad sea la relación más profunda que puede entablarse con los objetos: no es que los objetos despiertan a la vida en él, por el contrario, es él mismo quien los habita.” El mejor destino para estos objetos animados es la lectura, una luminosa posibilidad de acercarnos a sus antiguos propietarios, para que los saberes ocultos allí resuciten, se reproduzcan y se resignifiquen. Sólo hay que encontrarles un espacio propio, porque con ello enarbolamos, y renovamos, nuestra fe inquebrantable en el libro.

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