El 23 de marzo pasado, Karina Micheletto firmó en el diario Página 12 la nota que sigue, a propósito
de la quema de libros durante la última dictadura. En ella entrevistó a Ricardo Figueira y Amanda Toubes, antiguos empleados del CEAL, y al periodista Alejandro Moñino, curador de “Memoria
en llamas”, una muestra que conmemora esa quema de libros, organizada a partir de negativos fotográficos recuperados
que dan cuenta de ese hecho.
“Eran unos tipos armados
que ni sabían prender fuego”
El 26 de junio de 1980, 24 toneladas de
libros del Centro Editor de América Latina, una de las experiencias culturales
más formidables que ha dado este país, ardían en un baldío de Sarandí, por
orden de la dictadura cívico-militar. Lo de “arder” es un decir, según revelan
testigos directos del episodio, porque resultó que los libros estaban húmedos,
y la ejecución de la quema fue bastante improvisada. La orden de “desaparición”
de esos libros tardó entonces unos tres días en cumplirse y quedó documentada:
Ricardo Figueira, archivista y director de colecciones de la editorial, fue
obligado a fotografiarla, y a presenciarla junto a Amanda Toubes, otra
trabajadora del CEAL. Décadas después, el periodista Alejo Moñino se enteró de
que Figueira guardaba los negativos de 29 fotografías que testimonian aquel
delito cultural. Esas fotos se convirtieron en la muestra “Memoria en llamas”,
que hoy a las 19 se inaugura en el Centro Cultural de la Cooperación
(Corrientes 1543), y que se mantendrá abierta al público con entrada
gratuita.
Subversivo y peligroso
“El policía acercaba el fósforo a la
pila de libros, y era obvio que no tenía ninguna chance de éxito. Así que le
dije: oiga, ¿por qué no va a buscar un poco de nafta o kerosenne?”, recuerda
ahora Figueira, sentado en una mesa del bar del Centro Cultural de la
Cooperación, donde, a la vuelta de los años, las fotos que tomó cumpliendo una
orden judicial se exhiben convocando la memoria. “Y yo pensaba: ¿Qué hace
Ricardo? ¡Encima les da ideas! Entonces vino uno de ellos a pedirnos plata para
comprar nafta. ¡Lo único que faltaba! ¡Darles mangos a esos tipos para que
quemaran los libros!”, agrega a su lado Toubes. La imagen es surrealista
–“patafísica”, se sigue riendo Toubes–, si se observan las fotos grises y se
tiene en cuenta que los implicados llegaron a temer por sus vidas, y sobre todo
por las de los obreros del depósito, que tras el procedimiento permanecieron
presos varios días.
“Había libros, fascículos, y también
algunos discos. Eran los que sobraban del sistema de distribución en quioscos
que había inventado Boris Spivacow, y que obligaba a tiradas que nunca bajaban
de los diez mil ejemplares. Venían todos humedecidos del depósito y, encima,
muchos estaban envueltos, encintados. No se iba a quemar así nomás”, sigue repasando
Figueira. Toubes le agrega algo de poesía al relato contando que entonces
pensaba: “¡Qué buen papel, qué buena encuadernación! ¡Qué buenos libros que
hacemos!... En eso comienzan a salir obreros de las fábricas y también chicos
de las escuelas: ¡queman los libros, queman los libros!, gritaban. Entonces yo
les decía, bajito: Afánenlos. Afánenlos”...
Entre esas publicaciones pudieron estar colecciones como Documentos de Historia Integral Argentina, o la Historia del movimiento obrero, o enciclopedias de los más variados temas, o el recordado Atlas Total, o colecciones para chicos como los Cuentos de Polidoro o Los cuentos de Chiribitil. Se trataba de “material subversivo y peligroso”, que “atentaba contra la Constitución Nacional”, según había concluido el juez federal platense Héctor Gustavo de la Serna. Y por eso había decidido su inmediata quema. No sólo eso: para dar el marco necesario de “legalidad” a aquel procedimiento, y garantizar que su orden fuese cumplida y no que, por ejemplo, los libros fuesen robados o revendidos, ordenó que los propios damnificados por su sentencia fotografiaran el proceso.
Entre esas publicaciones pudieron estar colecciones como Documentos de Historia Integral Argentina, o la Historia del movimiento obrero, o enciclopedias de los más variados temas, o el recordado Atlas Total, o colecciones para chicos como los Cuentos de Polidoro o Los cuentos de Chiribitil. Se trataba de “material subversivo y peligroso”, que “atentaba contra la Constitución Nacional”, según había concluido el juez federal platense Héctor Gustavo de la Serna. Y por eso había decidido su inmediata quema. No sólo eso: para dar el marco necesario de “legalidad” a aquel procedimiento, y garantizar que su orden fuese cumplida y no que, por ejemplo, los libros fuesen robados o revendidos, ordenó que los propios damnificados por su sentencia fotografiaran el proceso.
“Chiquito, hay que mandar un
fotógrafo”, cuenta Figueira que, como jefe archivista y documentalista, le
pidió Spivacow. Como no quiso exponer a ninguno de los fotógrafos, cuenta
también, él mismo se hizo pasar por fotógrafo de la editorial, aunque en
esta materia no era más que un aficionado. Amanda Toubes decidió acompañarlo:
ella se hizo pasar por su asistente. “Para ver a la cara a los que quemaban nuestro
trabajo”, explica hoy.
Ambos aparecen en una de las fotos que
integran la muestra Memoria en llamas. Toubes es la joven que se cruza en la
escena intentado protegerse del frío con su chal, sin soltar su maletín de
trabajo y algo que parecen carpetas bajo el brazo (¿colecciones que estaría
emprendiendo, material para seguir corrigiendo?). De Figueira se ve la sombra,
de su cabeza apenas, en el pasto.
Libros y cuerpos
Como vecino de Sarandí, Alejo Moñino
dice que siempre sintió cercano aquel episodio que ocurrió cuando él tenía tres
años. Fue así como, cuando se cumplieron treinta y cinco años de la quema,
ofreció a la Municipalidad de Avellaneda hacer unos micros documentales que
concretó junto a Diego Varela y Diego Boulliet. Gracias a este trabajo conoció
a Toubes y a Figueira, se enteró de que este último tenía guardados los
negativos de la serie completa de fotos, que hasta entonces nunca había sido
publicada en su totalidad. Y terminó convirtiéndose, dice, “en una suerte de
curador improvisado de la obra de Ricardo, que va girando a medida que las
instituciones se enteran y la piden”.
–¿Qué encontró de particular en esta
historia?
Alejo Moñino: –Cuando comencé el trabajo, lo
primero que encontré googleando fue una contratapa de Página/12 que escribió
Mempo Giardinelli, de cuando se habían cumplido treinta años. Lo ubiqué y me
contó su parte de la historia. Sin haberla vivido, con la mejor de las
intenciones y con su prosa, él había armado en esa contratapa una historia
épica, con todo un tono de marcialidad, con ribetes que remiten a la quema de
libros del nazismo. Después encontré a Amanda y a Ricardo y, como periodista,
se me podría haber caído toda mi hipótesis. Me encontré con una imagen
totalmente diferente...
–¿Cuál era esa imagen?
A.M.: –Una más parecida al Conurbano que yo conozco, de esos baldíos que
yo conozco. Una historia gris, patética, triste, con unos tipos armados que no
sabían ni prender un fuego. No había ninguna voz marcial que dijera
“¡Procedan!”, como se había imaginado Mempo... La escena, periodísticamente, en
un punto se me caía. Pero, en cambio, adquiría toda otra dimensión humana,
mucho más terrible, como tan sabiamente dicen Amanda y Ricardo...
Eso que dicen se escucha en la voz de Amanda en uno de los micros documentales que pueden hallarse por Internet: “La desaparición, muerte, tortura, arrojo al río, quemazón de los cuerpos... eso era nuestro país. Por eso yo digo siempre que los libros se reponen. Los cuerpos no”.
Eso que dicen se escucha en la voz de Amanda en uno de los micros documentales que pueden hallarse por Internet: “La desaparición, muerte, tortura, arrojo al río, quemazón de los cuerpos... eso era nuestro país. Por eso yo digo siempre que los libros se reponen. Los cuerpos no”.
Está también en las dedicatorias y en
los nombres que insisten en no olvidar, y que piden repasar también aquí:
Daniel Luaces, trabajador del CEAL, asesinado por la Triple A en 1974.
Wenceslao Araujo y su esposa, secuestrados en 1976; David Jacovkis, químico,
marido de Miriam Polak, importante figura de Eudeba en los comienzos del CEAL,
detenido y torturado junto a su hijo. Atilio Cattáneo, Ignacio Ikonicoff,
Marta Brea, Graciela Mellibovsky, Diana Guerrero, Conrado Ceretti,
Claudio Azur, colaboradores externos desaparecidos. Los obreros Juan Campos Araujo,
Benito Villamayor, Alberto Giovanoli, Alejandro Nicoletti, Aníbal
Contizannetti, Roberto Gutiérrez, Jorge Cufre, Andrés Avelino Somer, Héctor
López y el chofer Eugenio Florio, detenidos tras la sustracción de los libros y
presos por varios días.
La prehistoria
Toubes puede reconstruir la historia
del CEAL “desde su prehistoria”, esto es, desde que surgió Eudeba, con Spivacow
a la cabeza. “Era la prehistoria de verdad, 1956”, se ríe. “Como graduados de
Filosofía y desde el Centro de Estudiantes fuimos entonces a plantear la
necesidad de una editorial universitaria, para contrarrestar el efecto de la
comercialización de apuntes. Así nació Eudeba. Con el golpe del 66 todos
decidimos renunciar, y con ese equipo decidió hacer una nueva editorial. De
manera casi cómica, me parece hoy...”
–¿Por qué?
Amanda Toubes: –Porque no mediaba más que la decisión de hacer de Boris, ¡y nos
pusimos a vender acciones para hacer una nueva editorial, como quien vende
bonos de cooperadora! Al poco tiempo de la renuncia, el 21 de septiembre, en
una piecita, se inauguró el Centro Editor de América Latina. Con tanta
petulancia, ya desde el nombre: Centro Editor... Frente al descreimiento total
de todos, salimos. Muy decididos aunque preguntándonos “¿qué vamos a hacer?”
Ahí vino un grupo de profesores de Psicología, Economía, Educación, Sociología,
gente que no tenía el menor conocimiento editorial, entre los que me contaba.
Fueron los años de mayor aprendizaje, porque se formó un clima único de
solidaridad entre aquellos que aprendían y enseñaban. Había algo del orden de
la educación colectiva: aprendíamos uno del otro, y nunca primó la competencia.
Ni con Boris.
–¿Y cómo recuerdan el trabajo en el Centro
Editor?
Ricardo Figueira: –¿Infernal! Beatriz Sarlo habló alguna vez de “un infierno de
repetición”, y yo creo que está muy bien esa imagen. Porque había que sacar
colecciones nuevas todo el tiempo, para abastecer esa cadena de los kioscos y
los fascículos que no paraba nunca. Yo estaba encargado del archivo y tenía que
abastecer de imágenes todas las colecciones. Con pedidos como los que me hacía
Amanda que eran de lo más extraños. “Vaca con garrapata”, por ejemplo. Y cuando
finalmente le conseguía la imagen que pedía para ilustrar el tema específico,
me decía: Sí, pero: ¿será suficientemente bisexual? (risas).
A.T.: –Era exigencia, responsabilidad, y mucho laburo. Durísimo,
contrarreloj, trabajando muchas veces los sábados y domingos. Una mezcla de
fuerte trabajo cotidiano, de decisión de todos de hacer una muy buena
producción, constante y con pocos medios. Cada uno en su estilo y en sus
diversos oficios ponía la cabeza y el hombro, y también el corazón. Entre
ellos, tantos compañeros muy queridos como Graciela Cabal y Graciela Montes
(quien es, además, esposa de Figueira). Y había algo muy valioso: Cada
colección que salía, la podíamos seguir, la mirábamos y la criticábamos. Como
dije, había un espíritu de grupo, y eso sumaba mucho también en el resultado
editorial. Creo que esta manera colectiva de trabajo fue la que nos dio una
especie de señal. Incluso con la gente con la cual no congeniábamos
ideológicamente, teníamos discusiones políticas fuertísimas, pero en el momento
de laburar, no entraban en el hacer cotidiano. Pocas veces he visto eso.
Quemazones
Ese clima parece volver ahora en la
entrevista, entre las anécdotas que Figueira y Toubes entrecruzan, siempre
marcadas por la risa. Esta última sigue lamentando, por ejemplo, que
colecciones preparadas hasta el último detalle no llegaron a salir por falta de
dinero, aun cuando, por ejemplo, en su momento Piaget regaló sus derechos al
Centro Editor.
Al acto de inauguración de hoy se
sumará una charla debate, el próximo viernes 7 a las 19, también en el Centro
Cultural de la Cooperación. Participarán Toubes, Moñino, Jorge Testero y Judith
Gociol, una de las que ha investigado en profundidad la historia del CEAL y de
su fundador, en libros como Boris Spivacow, el señor editor de América Latina.
Mientras tanto, Memoria en llamas sigue itinerando y multiplicándose a medida
que escuelas, universidades, bibliotecas, centros culturales, espacios de
memoria, se enteran de la existencia de estas fotos y piden darla a conocer. Un
paso próximo en esta historia es el de largometraje documental que Moñino ya
está preproduciendo.
“El mismo día en que lo conocí, Ricardo
me dio los negativos, con una generosidad total. ‘Tomá, si te sirven, usalos’,
me dijo, sin más. Las fotos se empezaron a colgar y a medida que la gente se
empezó a enterar, las empezaron a pedir para exponerlas. Y yo me convertí en
una especie de curador improvisado de la obra de Ricardo, inventándole los
epígrafes con cosas que me dijeron ellos”, cuenta Moñino. “Más allá del trabajo
que pueda hacer yo o quien fuera que lo encare, lo que surge es también una
necesidad de tener a mano esta historia, con todo el peso importante que tuvo
el CEAL. La gente hoy quiere conocerla, quiere saber qué fue el CEAL y por qué
en un momento de la historia de este país, hubo interés en que eso no fuera
más”, advierte.
Hubo algo, “una conexión causal”, advierte
Toubes, que hizo que toda esta historia saliera a la luz, creciera y se
ramificara cada vez más. El Grupo La Grieta de La Plata, por ejemplo, realizó
un trabajo de reconstrucción entre los vecinos de Sarandí, y se encontró con
uno que asegura haber hecho caso al consejo de Amanda (“Afanenlos, afanenlos”)
y haber guardado algunos libros en su casa. Cuántas historias como ésta quedan
por contar, es algo que resta conocer.
Las 29 fotos que integran la muestra “Memoria
en llamas” son del pasado, y son del presente. Así lo dice Toubes: “Yo creo que
hay otras quemazones. Otras fogatas terribles. La desocupación de la gente, la
miserabilidad actual... El mejor ejemplo es lo que están haciendo con los
docentes. Los maestros representan hoy el ejemplo más claro de este gobierno:
hay que destruir la escuela pública. Y hay algo más, la gran deuda externa que
vuelve a aparecer, la reventada en los barrios, el llamado a las fuerzas de
seguridad, la gente pidiendo más policía y no más escuelas y más hospitales...
Es la revancha. Una revancha social de estos gerentes, que es la nueva cara de
la represión. Esa es hoy la gran quemazón de este país.
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