Continuando con la
polémica surgida en la edición virtual de la revista Otra Parte, el pasado 6 de
abril Kit Maude le respondió a Marcelo Cohen. Quien quiera seguir la
saga puede hacerlo remitiéndose a las entradas de este blog del 14 y del 21 de
marzo pasados, o seguir los vínculos incluidos en esta entrada.
El terrible poder del traductor, segunda
parte.
Las excentricidades del mundo anglosajón
Marcelo Cohen me ha
pedido seguir con la discusión sobre el caso Zama en inglés y, como el bobo que soy, he
dicho que sí. El suyo es un texto excelente y no me atrevería a criticarlo, con la
excepción de un punto: creo que en algunos momentos incurre en un misticismo
romántico con respecto al oficio del traductor; un misticismo que,
paradójicamente, asegura que las malas traducciones sobreviven y propagan. Yo
nunca reprobaría una traducción porque no alcanza las cumbres artísticas del
original —esa es una cuestión subjetiva, peliaguda y, a fin de cuentas,
imposible de resolver—, pero no creo excesivo pedir que alcance una nivel
mínimo de interpretación del texto y calidad de escritura que asegure que no decline
el valor del original. Cuando uno va fantaseando dream teams imposibles de escritores (¿Tarantino?)
para la traducción perfecta, no creo que sea muy útil para el juicio crítico.
Terminé mi texto anterior con
la declaración melodramática de que en este momento hay muchas malas
traducciones de escritores argentinos circulando en el mundo anglosajón.
Propongo explorar el origen de esta situación, que yo veo como el resultado de
varias corrientes históricas. La primera tendencia es la más reciente y no creo
que se limite al mundo anglosajón: el declive de la figura del editor. Nuestra
primera, o única, defensa contra una mala traducción es el editor del libro en
que aparece. Sí, es difícil corregir una mala traducción, pero no imposible. Lo
importante es que el editor no vacile en enfrentarse con el traductor incluso
cuando este apele al texto original —lo importante es el texto resultante, no
el original—. El problema es que el proceso lleva tiempo y representa un costo
—en términos económicos, intelectuales y emocionales— que las editoriales
chicas y no tan chicas no pueden o no están dispuestas a pagar. Podría seguir
con este tema por otras cien páginas, pero creo que sería más interesante
sugerir algunas de las razones por las que estos editores pueden no identificar
las traducciones como malas; por ejemplo, que se no sienten calificados para
juzgarlas; y que a veces esas traducciones llegan elogiadas de antemano por los
críticos.
La explicación
primordial es la insularidad en que los británicos siempre se han deleitado y
que han sabido transferir tan efectivamente a sus primos norteamericanos. En la
cultura británica, y la mayor parte de la estadounidense, el “otro” es el ser
que habla un lenguaje distinto. Desde esa visión nativista no sólo es dable
esperar que los extranjeros hablen raro en inglés; es reconfortante: confirma
la suspicacia siempre latente de la superioridad de la cultura “nuestra”
comparada con la del otro. Sólo hay que leer un diario inglés o estadounidense
para verlo: las citas de figuras políticas, culturales y deportivas de otros
pagos siempre suenan un poco —o muy— raras hasta en las declaraciones más
sencillas. Con un poco más de diligencia traductora, el mundo parecería
bastante más acogedor y accesible a sus lectores, pero no sé si esa es una
prioridad para estos medios.
No hay en la literatura
anglosajona una tradición del escritor-traductor; si se exceptúa a los
autotraductores como Conrad o Nabokov, se me ocurre Lydia Davis y no muchos
más. Para dar un ejemplo: los argentinos tuvieron la suerte de leer a Kafka de
la mano de Borges, mientras los británicos tuvieron que soportar la
incompetencia alegre de Willa y Edwin Muir. Por décadas, Josef K. y sus
compadres hablaban un inglés bastante excéntrico con acento escocés.
Yendo más atrás en el
tiempo, hay que ver los horrores que se cometieron contra textos canónicos como El Quijote o El
Decamerón o, de manera más
fundamental: la Biblia. No hay que buscar lejos en la literatura inglesa para
encontrar a escritores importantes de distintas eras elogiando la “poesía” y
“hermosura” de la King James
Bible, la primera traducción al inglés de los textos de la Biblia que
llegó a una audiencia masiva, y no hay duda de que tiene momentos muy lindos.
Sin embargo, la gran mayoría la lee como es: una mala y muchas veces absurda
traducción de textos por una mezcla de curas, monjes y eruditos religiosos que
no tenían ni la menor pretensión literaria. Las buenas frases no difieren mucho
de lo que se encontraría en la obra de los mil monos proverbiales, o su
equivalente moderno: Google Translator.
Otra corriente
importante en la historia horripilante de la traducción al inglés es la de
traducciones de los lenguajes clásicos: latín y griego. Por siglos y hasta bien
entrado el siglo XX, la educación de las humanidades en el Reino Unido no
consistía en mucho más que traducciones de textos clásicos al inglés. Debería
haber resultado en una nación de traductores. El problema, más allá de que para
nueve de cada diez alumnos la experiencia —sazonada con el castigo corporal—
produjo un rechazo total del estudio de lenguas e inclusive de la literatura
misma, fue que el énfasis siempre estuvo en la exactitud de la traducción, no
en la calidad del texto resultante. Había que demostrar que uno había entendido
los gerundios, no las genialidades de Homero o Virgilio. (Para tener una idea
de lo que podría haber sido, basta con leer la obra increíble de Anne Carson,
otra escritora-traductora y clasicista).
Y aquí volvemos, de
alguna manera, al principio de este texto: el resultado de los procesos que he
resumido es que en el mundo anglosajón la traducción siempre ha sido vista como
un oficio académico, utilitario, lejos de cualquier propósito artístico. La
pregunta ha sido “¿Que dijo el escritor exactamente?”, no “¿Como lo habría
dicho si…?”. Esta última cuestión siempre se ha visto como un misterio
imposible de descifrar y beside
the point: no lo habría escrito en inglés porque no es o era inglés. Es
una actitud que todo buen traductor debería combatir y que, desafortunadamente,
se consolida con cada nueva publicación de una traducción mala.
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