miércoles, 12 de abril de 2017

"Un resto de cultura local, tal vez incluso nacional, que pervive más allá de la globalización"


El 26 de febrero pasado, en su columna dominical del diario Perfil, de la Argentina, Damián Tabarovsky se refiere a los textos que, por diversas razones, nunca han sido traducidos. Como es su costumbre, transmite sus dudas a los lectores. No obstante hay una de la que no habla: ¿vale la pena seguir leyendo un suplemento cultural tan malo como es Babelia?


Traducciones, traducciones


En un reciente artículo en Babelia, el suplemento cultural de El País, Beatriz Sarlo se permite comenzar con una fina ironía: “Releo un libro que no ha sido traducido (en esta época, cuando se traducen hasta los estornudos)”. Luego avanza con una lectura de Der Grenz-Gänger (título que ella misma arriesga traducir como Caminante de fronteras o A pie por la frontera), de Landolf Scherzer que, como quedó dicho, se mantiene aún inédito en castellano. A esta altura de mi vida (con varios divorcios, algunos hijos, y ninguna cuenta offshore) creo que valoro la traducción como a ninguna otra actividad cultural. Sin embargo, debo decir que comparto algo de la ironía de Sarlo. Me gusta la idea de que haya textos resistentes a la traducción, huesos duros de roer, ya sea por la dificultad de su sintaxis, por desconfianza comercial, o simplemente por mala suerte editorial. Como si hubiera un resto de cultura local, tal vez incluso nacional, que pervive más allá de la globalización, de los flujos mundiales, del mercado internacional. Pienso ahora en Against World Literature: On the Politics of Untranslatability, de Emily Apter (Verso, Londres, 2013), curiosamente –o no tanto– aún sin traducir entre nosotros, en el que la autora lleva a cabo una brillante defensa de la intraducibilidad como antídoto contra lo que llama “literatura global”, que nosotros bien podríamos llamar “español internacional”. Cuantas más novelas se escriben y se publican buscando ese mercado internacional (que, en nuestro caso, siempre desemboca en España), historias de crímenes en Oxford, de hombres solteros (o casados, o divorciados, da igual), de poetas detectives y etc., etc., etc., más ganas tengo de leer esos libros testarudos que no prosperaron en ningún otro idioma que el propio. Hasta donde sé, Héctor Libertella no está traducido (o si lo está, es algún texto menor, nada significativo). Mejor así: que sea nuestro secreto. De hecho, pocas decepciones mayores que la que experimenté hace unos años en una librería de viejo de Nueva York, cuando encontré la traducción al inglés de Volverás a Región, de Juan Benet (Return to Región, Columbia University Press, NY, 1985, traducción de Gregory Rabassa). Después me enteré de que también se había traducido al inglés Una meditación. Seguro debe de haber sido un éxito…

Aunque la traducción me genera también sentimientos ambivalentes. Cuando tuve en mis manos la traducción de Peripecias del no, de Luis Chitarroni (The No Variations, Dalkey, Illinois, 2013, traducción de Darren Koolman) me alegré mucho. Pocas prosas más radicales que ésa: si algo llegó a sedimentar en inglés, será un beneficio para los pocos lectores norteamericanos abiertos al mundo. También me alegré de la reciente publicación en castellano de una buena selección de los Diarios literarios de Paul Léautaud, hasta ahora increíble deuda del mercado editorial en español (Fuentetaja, Madrid, 2016, 920 páginas. Traducción de Cecilia Yepes). De hecho, me gusta pensar la traducción como un modo de saldar viejas deudas (casi siempre incobrables).

Hace poco leí una novela de un autor argentino publicado por una gran casa multinacional con sede en España y sucursales en casi toda América Latina. Era tan tan mala que se me ocurrió que el autor podría presentarse a una beca para que la traduzcan al castellano. No sería una mala idea. 

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