El 26 de mayo pasado, Itziar Hernández Rodilla publicó la siguiente columna en El
Trujamán. Si bien se refiere a España, sus observaciones valen para todo el
mundo. Especialmente, para la Argentina, donde muchos colegas no reconocen a
los del mismo gremio porque, dedicándose a otra especialidad en el mundo de la
traducción, no poseen el ridículo “título habilitante”. Pobre gente, ¿no?
El Gremio
Cuando se publicó
el Libro Blanco de las traducciones de libros en el ámbito digital,
hubo una serie de desafortunados titulares en los que, sacando de contexto los
datos en dicho libro expuestos, se afirmaba que solo el 9 % de los
traductores podía vivir de su trabajo.
No voy a entrar en
el hecho de que quizá sea cierto que solo ese porcentaje vive del trabajo,
malviviendo a lo sumo el resto de los traductores de dedicación exclusiva, sea
cual sea el campo al que se dediquen. Por un lado, porque no me gusta ser de
las que desaniman al personal diciendo que todo es un desastre, sobre todo,
cuando yo soy ejemplo vivo de que se puede vivir de traducir. Y, por otro,
porque me interesa mucho más hablar de las reacciones del gremio que pude
observar.
El comentario
mayoritario entre los traductores a los que sigo en alguna de las redes
sociales, traduzcan exclusivamente o no, fue: «No todos los traductores somos
traductores literarios». A lo que, rápidamente, los traductores editoriales que
no traducen literatura añadieron: «No todos los traductores editoriales somos
literarios». Hubo quien añadió incluso: «De hecho, la mayoría de los
traductores son no literarios».
Mucho se protestó
sobre la generalización, cuando hay traducción audiovisual, de marketing,
científico-técnica, jurídica, jurada, médica… Estas son solo algunas de las
variedades que recuerdo. Da igual, en realidad, cuántas fuesen, el caso es que,
al final, nadie estaba representado. Estoy convencida de que no somos el único
gremio al que le pasa en España, desde luego, pero en el nuestro no hay nadie
que responda a las estadísticas. Si nos descuidamos, ni el 9 % que
respondió a la encuesta original estaba realmente formado de traductores que se
dedican exclusivamente a traducir libros. Somos, desde luego, un gremio que no
existe.
Yo no pertenezco a
ese porcentaje, pero sí al 28 % de traductores que respondieron que,
en aquel momento, se dedicaban de forma exclusiva a la traducción. Traduzco
libros, es cierto, pero también localizo, hago traducción científico-técnica,
jurídica, económica, administrativa, de marketing y un
etcétera que no merece la pena desmenuzar aquí. Y, desde luego, aunque ahora
compagino la actividad con otras, puedo decir que, hoy por hoy, sigo viviendo
de traducir.
Si me preguntan
por mi profesión, digo que soy traductora. No especifico. No creo que sea menos
compañero un traductor audiovisual que uno jurado. Cuando ellos luchan por
algo, siento la lucha como mía. En mi experiencia y según mi conocimiento,
todas las especialidades se pagan peor que hace años. Hay más competencia, y es
peor. Veo a compañeros decir que viven de la traducción trabajando todos los
días hasta las tantas de la noche y sin fines de semana, y me pregunto cuándo,
de hecho, viven. He visto a compañeros, excelentes profesionales, dejar de
traducir (no, no se dedicaban a la editorial) porque no podían ni sobrevivir de
ello. Y sé de algunos que dejaron de intentarlo incluso antes de empezar.
Y me duele cada
comentario de: «Un momento, yo no soy uno de ellos». Se me parte el alma cuando
un compañero de profesión (no, no la editorial) dice que los traductores
editoriales viven mal de su trabajo porque aceptan condiciones infrahumanas,
como si la mayoría de las veces aceptarlas fuese realmente una opción. Como si
las demás especialidades estuviesen tan excelentemente pagadas que dedicarse a
traducir libros fuese solo un terco capricho infantil.
Los periódicos
erraron el tiro, es cierto, pero corroboraron aquella gran verdad española que
dice: De los amigos me guarde Dios, que de los enemigos ya me guardaré yo.
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