El 28 de mayo pasado, Ángel Berlanga publicó en Radar Libros,
el suplemento de libros del diario Página
12, la nota que sigue a continuación a propósito de Manuel Pampín. Según la bajada, “A los catorce años llegó con una mano atrás y
otra delante de España. Poco después empezaba a trabajar en el mundo de los
libros, en distribuidoras, librerías y, finalmente, a comienzos de los años
setenta, concretó el sueño de la editorial propia: Corregidor. Desde ese sello
que hoy se renovó con nuevas colecciones y el trabajo de sus hijos, Manuel
Pampín llevó a cabo una tarea cultural notable y vigorosa, que Jorge Lafforgue
rescata en su libro Manuel Pampín: editor argentino, un recorrido por
una historia de libros, autores y la vida de un hombre humilde que aprendió a
leer”.
El
señor Corregidor
Cuarenta y siete
años de recorrido, un catálogo de unos tres mil títulos y surcos fundamentales
en los caminos de la literatura, la historia, la cultura argentina: son algunas
de las señales, de las marcas, de los trabajos que pueden leerse en una mirada
sobre la editorial Corregidor. A consignar y analizar esas huellas, sus
influencias, sus detalles, se ha abocado Jorge Lafforgue en Manuel Pampín: Editor argentino, un
volumen caleidoscópico que da cuenta del quehacer y de lo hecho por este hombre
nacido en Vilar Da Vella, A Coruña, en 1936, ya en plena Guerra Civil, un
muchacho que a los 14 desembarcó en Retiro y se instaló en Lanús junto a su
familia, que terminó la secundaria ya aquí y que de a poco fue metiéndose en el
mundo del libro, primero como empleado en una distribuidora, luego como
distribuidor y librero para, finalmente, montar el sello editorial que dirige
desde sus orígenes, ahora con la impronta y el impulso de sus hijos.
–En verdad no hay una fecha precisa de
fundación, porque tampoco sé si puede haberla. A fines de los ‘60 ya tenía la
idea fija; en 1970 firmo con Homero Alsina Thevenet el primer contrato de
edición; en 1971 se publica el primer libro de Corregidor: Los caudillos de la Revolución de Mayo, de Rodolfo Puiggrós.
Después edité casi toda la obra de Puiggrós. El viejo Puiggrós me regaló el
medallón de la Universidad de Buenos Aires, de cuando lo habían nombrado
rector, en el ‘73.
Eso responde Pampín cuando
Lafforgue le pregunta si existe alguna fecha simbólica de arranque. En
Corregidor se editó toda la obra de Puiggrós, y la de Arturo Jauretche, y la de
Macedonio Fernández, por citar de entrada a tres autores fundamentales. Durante
varios años, apunta Lafforgue, la editorial “supo publicar por primera vez la
poesía completa de siete de los mayores poetas argentinos del siglo XX”,
autores que “tuvieron una producción fuerte en la segunda mitad del siglo
pasado y se erigieron en los maestros de las nuevas generaciones: Enrique
Molina, Alberto Girri, Edgar Bayley, Olga Orozco, Juan Gelman, Susana Thénon y
Alejandra Pizarnik”. Para mediados de los ‘70 Corregidor tenía unos 120 títulos
publicados, entre los que Lafforgue destaca, por ejemplo, los Cuentos completos de Juan Carlos Onetti
y de Bernardo Kordon; la Historia del
tango (coordinada por Juan Carlos Martini Real); Partitas de Leónidas Lamborghini y Hierba del cielo de Marco Denevi; Vida y extrañas y sorprendentes aventuras de Robinson Crusoe, escritas
por él mismo, con prólogo de James Joyce y traducción de Julio
Cortázar.
Anota Jorge Lafforgue que,
si sus recuerdos son válidos, conoció a Manuel Pampín a fines de los ‘60. Por
entonces Lafforgue era asesor literario de Losada y dirigía la colección
Siglomundo, del Centro Editor de América Latina, y Pampín era uno de los
principales distribuidores editoriales de Buenos Aires. El vínculo entre ambos
fue el escritor Martini Real: se conocían por los vasos comunicantes de sus
oficios y de los bares del Centro, algún almuerzo compartido. “A Pampín lo
traté sobre todo en esa época –cuenta Lafforgue en un bar de Santa Fe y
Scalabrini Ortiz–. Yo era amigo de Martini Real, que en ese momento también
dirigía Latinoamericana, una revista que sacaba Corregidor (me insistió para
que la co-dirigiera, pero no prosperó la cosa). Pero más allá de conocerlo, y
de verlo como un tipo amable, no sabía mucho de su vida”.
A Lafforgue lo convocó
Aurelio Narvaja, de Colihue, con la idea de sacar el libro a fin del año pasado
(el 22 de noviembre Pampín cumplió 80), y finalmente acordaron para publicarlo
y presentarlo durante la última Feria. “Lo primero que hice fueron unos
diálogos con él, cuatro o cinco charlas en el bar que se montó donde antes
estaba la librería Gandhi –dice Lafforgue–. Fue una sorpresa para mí enterarme
de que tuvo en Galicia una infancia muy humilde; puso mucho énfasis, en esas
charlas, en contar que el único oficio que había tenido antes de venir fue el
de pastor de cabras. El origen campesino; yo le pregunté si había conocido las
grandes ciudades, allá, y no: recién conoció Vigo cuando se embarcó. Allá había
hecho a medias la primaria”.
Lafforgue articuló el libro
en tres partes, con la idea de exceder el “merecido homenaje”. En la primera
traza una puesta en contexto de Corregidor en el panorama de editoriales
locales, con la idea de reflexionar “sobre la historia de una editorial
argentina”, ejercicio que, a la vez, “es también un llamado de atención sobre
una contribución en un sector clave de nuestra producción cultural, no por
acotada menos decisiva: la industria editorial argentina y la correlativa
configuración de una literatura nacional”. En ese contexto tallan, claro, la
Guerra Civil Española, con el éxodo de intelectuales que recalaron en Buenos
Aires e impulsaron el desarrollo del sector, y también la emigración de
campesinos, producto de la miseria que derivó del franquismo: en esta oleada se
inscribe Pampín. Una segunda parte despliega una larga entrevista con él, donde
narra, por ejemplo, su infancia en Galicia, con los aprietes de la Guardia
Civil (su familia era republicana); hay, en esta instancia, escenas extraordinarias,
como cuando relata que a veces dormía en túneles secretos, o arriba de los
árboles, porque no podía regresar a su casa. Pampín también cuenta de su
llegada a Buenos Aires y de su adaptación, de su admiración temprana por
Gardel, de sus primeros trabajos y sus caminos ascendentes por las empresas de
distribución, por la cadena de librerías que montó, Premier. Y de cómo fue
abriéndose paso la idea fija que derivó en Corregidor. La incidencia también de
los bares: “Todas las mañanas yo concurría al café La Paz, aquí en la esquina
de Corrientes y Montevideo –dice–. Siempre había personajes interesantes: por
ejemplo Rogelio García Lupo. Con él tuve muy buena relación y gracias a él,
cuando cae Salvador Allende, hago Chile en la hoguera, de Camilo Taufic”. “Un
día decidí empezar a editar libros, y lo hice porque para mí era una pasión y
sigue siendo una pasión –dice en otro tramo–. A pesar de la ignorancia que
podía tener, yo cada vez que salía un libro disfrutaba. Interiormente, más allá
de la venta. Un hijo nuevo. Así es la cosa. Además, yo casi siempre estaba
pensando en los libros posibles de editar, estoy en estado de alerta
permanente. Quizás en una conversación surge algo, una chispa, una pista; de
pronto empiezo a anotar algo: palabras, ideas, temas que se me ocurren. Por
otra parte, como mucha gente concurría al local de la librería, me iban
llegando propuestas y yo las evaluaba; a veces consultando con gente que
confiaba”. El recorrido abarca también los aprietes durante la dictadura, los
sofocones con los vaivenes del país, y la última etapa, con sus hijos tomando
la posta y desarrollando nuevas estéticas, y dando lugar a autores que empiezan
a publicar, como Ariel Urquiza y Débora Mundani.
En la tercera parte del libro
Lafforgue abordó el catálogo de Corregidor, tarea para la que convocó además a
22 colaboradores/especialistas que analizan distintas facetas. “Mirar eso con
atención te impacta, porque la verdad es que hicieron mucho –dice Lafforgue, y
se manda por una vertiente–. ‘Vereda Brasil’, por ejemplo, es importantísima, y
no sólo por Clarece Lispector, también están ahí Oswald de Andrade y muchos
otros: yo no registro en literatura española una colección tan amplia dedicada
a la lengua brasileña”. Gonzalo Aguilar y Florencia Garramuño escriben en el
libro sobre esta colección, iniciada, apuntan, en 2001, un año que “no era el
más propicio para iniciar grandes proyectos editoriales” y que acudieron a
Corregidor porque era una de las pocas editoriales que habían quedado en pie
tras la crisis de los ‘90 y porque Pampín “tenía fama de ser un poco quijotesco
y sin temor a causas que parecían perdidas”. Un repaso abreviado de los convocados
por Lafforgue y sus abordajes: Elvio Gandolfo escribe sobre Alsina Thevenet;
Norberto Galasso, que escribe sobre Jauretche y define a Pampín como “uno de
los pocos editores nacionales para los cuales el libro no es meramente una
mercancía sino un instrumento fundamental para gestar una patria”; Daniel
Freidemberg se explaya sobre Gelman y Bayley; Cristina Piña, sobre Pizarnik;
María Rosa Lojo describe la colección que dirige, Ediciones Académicas de
Literatura Argentina. Tango, historia, teatro, deportes, cine, economía,
política: Lafforgue resalta libros, consigna perfiles, pone en contexto,
destaca singularidades, reproduce tapas emblemáticas.
Corregidor publicó en 1973
la primera novela de Osvaldo Soriano, Triste,
solitario y final, y la de Alberto Laiseca, Su turno para morir (1976); en esa línea y de esos años también
pueden mentarse libros de la primera etapa narrativa de Jorge Asís, Luis Gusmán
(Cuerpo velado), Reina Roffé (Monte de Venus), Blas Matamoro (Olimpo) o Enrique Medina (Strip-Tease). Por esta última, ya
publicada durante la dictadura y censurada, a Pampín los militares se lo
llevaron encañonado una noche (el episodio no pasó a mayores, sobre todo si se
compara con las historias siniestras de esos años). Cuando Lafforgue le
pregunta por sus lecturas, Pampín alude a Chandler y a Goodis: “Fui un buen
lector del policial norteamericano, pero también me gustaron algunos novelistas
del policial clásico”, responde. “Yo creo que él fue haciendo con una gran
intuición –sostiene Lafforgue–. Pasa que empezó a laburar inmediatamente, a los
15 años. Y enseguida conoció desde adentro los engranajes de esa parte que,
desde una mirada medio intelectualosa o académica, es menospreciada: toda la
parte de la comercialización, la producción del libro, importación y
exportación. El tipo mamó eso, y después fue viendo: bueno, armó una boca de
expendio directa, las librerías. Y luego se fascinó con la edición. Y también
hay una cierta línea ideológica, que podría ir desde su familia republicana
hasta el sesgo de lo que publica en historia o política. Si le preguntás, él
suele relativizar, más bien: ‘No, Puiggrós era del barrio, nos encontrábamos…
–te dice–. A mí me interesaba la historia argentina, y su punto de vista
me pareció…’ Es vago cómo lo pinta. Es un tipo que viene de un lado que no
suele ser apreciado; yo sí, a esta altura del partido, aprecio que haya armado
esto. Y que sus hijos estén consustanciados con seguir”.
“Yo tenía, tengo hacia los
libros una cuestión sentimental; digamos que un vuelco hacia algo que te hace
sentir bien –le cuenta Pampín a Lafforgue en uno de los tramos del diálogo, que
aquí hará las veces de cierre–. Vos a veces podés publicar un libro que te
gusta poco o muy poco por alguna razón o circunstancia, por algún conocido o
por algo así. Tenés que hacerlo. Pero lo mejor es el libro que editás por
placer y que te anima; no hace falta que sea un éxito. Te pongo un buen
ejemplo: un día alguien me dijo que las obras de Macedonio las tenía un hijo,
guardadas en bolsas y que no las quería tocar. En uno de los actos culturales a
los que yo solía concurrir alguien me pasó el dato de que ese hijo tenía un
libro de profecías y que lo trabajara por ese costado. Resultó ser un buen
tipoy lo invité una, dos, varias veces a tomar un café y a conversar. Poco
después de establecido el contacto salió Terror
en el año dos mil, pero a la vez empezamos a publicar las obras de
Macedonio Fernández. Por otro lado, se ha dicho que Corregidor forma parte del
zurdaje. Y tal vez sea verdad; te confieso que no me ha molestado que dijeran
eso. Porque no me he detenido tanto en pensar lo que me podía caer encima.
Siempre apuntamos a lo nacional, siempre anduve por los mismos caminos. Me
gustaba estar con tipos ‘vigilados’, como Homero Manzi o Rogelio García Lupo,
como Haroldo Conti. En ese sentido no sé qué cosas cambiaría. Pero creo que en
medio de todo el catálogo estuvo y está bastante equilibrado”.
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