El 22 de julio pasado, el
crítico literario Juan Manuel Vial publicó el siguiente comentario en el
blog que lleva en el diario La Tercera,
de Chile. En él se refiere a la Poesía
reunida, del poeta estadounidense William Carlos Williams, que, en edición
de la editorial Lumen, de Barcelona incluye traducciones del mexicano Juan Antonio Montiel, del argentino Edgardo Dobry y del canadiense Michael Tregebov
Maestro antipoeta
En 1934, el
poeta Wallace Stevens escribió el prefacio de una selección de poemas de su
amigo William Carlos Williams. Allí, en ese texto, Stevens calificó a Williams
de “antipoeta”, cometiendo un error de apreciación que, no obstante, ayudó a
que en el futuro la obra de Williams alcanzara un lugar de distinción entre la
de sus pares. Comparado con otros poetas de su entorno, tipos sesudos,
densos y pedantes, como T.S. Eliot o el mismo Ezra Pound, Williams pasaba por
simplón e incluso por ingenuo. Nada más lejano a la realidad: Williams tenía
una concepción sólida y profunda de la escritura, que expresó en los
siguientes versos: “Componer. (Ideas no, / salvo en las cosas). ¡Inventar! /
Saxífraga es mi flor que parte las rocas”. Hoy sabemos de sobra que no por
entender la simpleza como expresión de la hermosura, no por utilizar el
lenguaje común y corriente, y no por tratar temas de ocurrencia diaria, el
poeta se ve menoscabado o se convierte de inmediato en un autor menor. Para
nosotros esto es claro desde hace décadas, así nos lo enseñó Nicanor Parra, a
quien, dicho sea de paso, su hermano antipoeta William Carlos Williams tradujo
al inglés.
La Poesía
reunida de Williams actúa como poderoso estimulante, como lectura
fabulosa que nos sitúa ante uno de los espíritus más sublimes y encantadores de
su época. El cierre del poema “La hostia” da otra pista
acerca del credo artístico que Williams practicó con gracia insuperable: “Nadie
estaba allí / sino por / la comida. Que sólo yo, / siendo poeta, / hubiera
podido darles. / Pero yo, / para hablar, sólo tenía / mis ojos”. Y en “La
música del desierto”, tal vez la mejor de sus composiciones, también hay
información al respecto: “Parece usted muy normal. ¿Podría decirme? ¿Por qué
alguien / querría escribir un poema? / Porque está ahí, esperando ser escrito.
/ Ah, ¿es cosa de inspiración, entonces? / Más bien de necesidad. / Muy bien,
¿y de dónde sale? / Soy alguien cuyo dilapidado / cerebro / avanza sin rumbo
fijo”.
En Viaje
al amor, libro dedicado a Flossie, su adorada esposa, Williams repara en
que “El amor es / crueldad que con / voluntad / transformamos / para estar
juntos”. Y en “El gorrión”, un poema de ese mismo libro, ocurre algo
excepcional: “Sus cejas / castañas / le dan un aire / de perpetuo / ganador;
incluso / una vez / vi a una hembra gorrión / escalar decidida / hasta el techo
/ de un depósito de agua / agarrando al macho / por las plumas / y llevarlo, /
callado, / sumiso, / colgando sobre las calles / hasta / perderse de vista”.
Me resulta
imposible referirme al “hablante” de tal o cual poema, pues para mí está claro
que siempre, o casi siempre, es el propio Williams, el de carne y hueso, el que
se deja ver en sus versos. Por supuesto que lo que digo no es un pálpito o una
sensación, ya que con el correr del tiempo en algo he llegado a conocer al
hombre. Su coraje y su sentido del humor, por
ejemplo, se ven aquí expresados con exquisita precisión: “Desafié / a los
ricos, / o más bien, / dado que ellos son como son, / a quienes los admiran”. Y
la larga amistad con Ezra Pound, con el que tantas veces discrepó en público
debido al antisemitismo desatado del maestro, queda expuesta con admirable
honestidad en la primera y última estrofa de “Mi amigo Ezra Pound”. El poema
parte así: “ya sea judío o / galés / espero que le den el Premio Nobel / lo
tiene bien merecido / –a perpetuidad– / con tal nombre”. Y concluye con
sarcasmo y dureza: “Tu inglés / no es lo bastante específico / Como escritor de
poemas / Te muestras como un inepto por no decir como / un usurero”.
Poesía reunida contiene material de algunos de los libros más llamativos de
Williams: Kora en el infierno (1920), La música del
desierto (1954), Viaje al amor (1955) y Cuadros
de Brueghel (1962). La edición bilingüe y las magníficas traducciones
de Juan Antonio Montiel, Edgardo Dobry y Michael Tregebov permiten que este
volumen llegue a ser, sucesivamente, un lujo indispensable, un regalo
inesperado y alimento diario.
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