Poeta, crítico, editor, propietario de
Ediciones Sin Nombre y, actualmente, director del Museo de la Ciudad de México,
José María Espinasa es también
columnista habitual de La Jornada.
Allí, en mayo de este año, publicó la siguiente columna, que tiene como excusa
el volumen Libros, del escritor y
editor Tomás Granados Salinas, del cual este blog ya se ha ocupado, en su entrada del 29 de marzo de este año.
El valor del libro
Se ha dicho, y con razón, que la
irrupción de las nuevas tecnologías ha contribuido a desvalorizar el libro como
objeto de culto, vehículo de transmisión de conocimiento y fuente de placer, pero también es cierto que esta caída había ya empezado años antes de que las
computadoras y la web irrumpieran en nuestra vida cotidiana. Empezó con la
irrupción de la televisión, a partir de los
años sesenta, con la tecnología invadiendo nuestra vida cotidiana.
Desde tiempos
precolombinos, como depositario de ritos y cosmogonías en los códices, pasando
por el virreinato, donde la prohibición y control que había sobre ellos los
volvía más apetecibles, y no se diga en el siglo XIX,
con su importante contribución a la formación de una identidad y a la
construcción de una idea de nación, el libro tenía un valor imaginario en el
que se apoyaba, no sin conflictos, su valor económico.
Fue, sin embargo, a partir de la cruzada alfabetizadora de
Vasconcelos en los años veinte del pasado siglo
que se volvió central en ese imaginario, y ejerció su función en
los anhelos de progreso y desarrollo esencial. Pero la irrupción de la
televisión lo desplazó en el uso del tiempo libre.
Por otro lado,
el legítimo, necesario y exitoso papel del Estado editor, más que desplazar al
valor económico, pervirtió, por su exceso, el sentido educativo y civilizatorio
al fomentar la corrupción y perder de vista a los destinatarios lectores por
complacer a ese Estado editor. Incluso, a partir de que se puso de moda
desdeñar a la inteligencia, el libro perdió su papel simbólico de depositario
del saber. Piensen nada más en el ex-presidente Fox diciendo que leer nos
quitaba capacidad para ser felices y firmando vetos contra la ley del libro. A
pesar de ello, el universo del libro sigue siendo fascinante y no sólo para los
profesionales del asunto, sino para amplias capas de la sociedad en las que
guarda rescoldos de su función anterior.
Libros, la historia del libro
Estas reflexiones surgen a partir de
la lectura de un pequeño volumen recién aparecido en la colección Historia
Ilustrada de México, coordinada por el historiador Enrique Florescano, debido a
la pluma del escritor y editor Tomás Granados Salinas y titulado,
sencillamente, Libros. Es un
sintético y ameno recorrido por la historia del libro en nuestro país que
termina por ser una especie de novela en la que el objeto de marras se vuelve
personaje central. El autor y editor con amplio currículo y buenas ideas, se
ocupa de contarnos su devenir desde la producción y el consumo, hace referencia
a ese período histórico-mitológico de la cultura precolombina del que
lamentablemente con-servamos muy pocos códices originales, pues la conquista
española los consideró peligrosos por su idolatría y destruyó muchos, porque
podemos suponer que hubo una producción abundante y los que conservamos son de
las primeras décadas del asentamiento español en territorio nacional.
Granados nos
relata la función religiosa de los códices y se desprende de ello que esos
“libros” tenían la función de ser depositarios de la memoria y el conocimiento,
un poco como ocurría en el Occidente europeo por esos mismos siglos con los
libros miniados y manuscritos. Hubo un amplio lapso en que los libros fueron
objetos únicos, aunque se intuía ya en ellos su ansia de multiplicación
mecánica, posibilidad que sobre todo les vendría a dar la invención de la
imprenta. Siempre me han dejado insatisfecho las explicaciones sobre la
evolución del libro como rollo a la secuencia de páginas que hoy llamamos así;
no me basta pensar que fue un asunto técnico, hay también un sentido nuevo dado
por una diferente idea del tiempo.
Lo curioso es que el miedo
a los “libros precolom-binos” de los españoles también se refleja en el miedo a
los propios de Occidente. El comercio del libro en la Nueva España fue
severamente reglamentado y vigilado, aunque –como nos señala el autor de Libros– esos controles
se relajaran con frecuencia. Se ha estudiado con detenimiento lo
que significaron para la economía del nuevo mundo las prohibiciones, por
ejemplo, de cultivar la vid y el olivo, pero se ha insistido menos en la
lentitud con que se desarrolló aquí la industria editorial, lo que se explica
en parte al señalarse que la propia metrópoli española no era en la época una
potencia editorial y que hubo resistencias a su desarrollo, el cual fue mucho
más rápido en Flandes, Alemania y Francia que en la península ibérica.
Uno de los pasajes más
atractivos del libro es cuando describe su parte comercial: la venta al
público, esa necesidad e invención de la librería. Cuando los primeros talleres
de impresión llegan a México durante el siglo xvi,
el propio taller suele ser el punto de venta y los que suelen encargar
ediciones son la Iglesia, el Estado y la universidad, cosa que, con sus
asegunes, sigue siendo la situación actual, aunque disminuya el papel de la
Iglesia. El estudio de la historia del punto de venta es muy interesante,
porque señala la función y el espacio que tenía el libro en la sociedad, como
ha demostrado Roger Chartier al estudiar la economía de la enciclopedia
francesa y en general el período revolucionario. Es probable que la economía
capitalista no sólo se sienta incómoda con el libro por ser una fuente de
crítica, sino también porque es un modelo de funcionamiento económico
alternativo –la edición por suscripción, la librería como lugar de reunión, la
resistencia al envejecimiento como mercancía.
El libro de Granados trae
una profusión de imágenes, algunas
realmente emocionantes, como las delibrerías del siglo xix y principios del xx. En un fascinante estudio de Marina
Garone, encuentro un mapa del asentamiento de librerías en el siglo xviii. Como es natural, están
concentradas en lo que ahora entendemos como Centro (primer cuadro), pero que
entonces era en realidad toda la ciudad. Es muy interesante ver cómo se ha
comportado el mundo librero en la geografía urbana. El asentamiento de la
primera imprenta, misma que, como señala Granados, no parece ser el que ostenta
esa placa en la calle de Moneda, junto a Palacio Nacional, sino unos metros más
allá en la hoy ya destruida Casa de las Ajaracas, nos señala la importancia que
tenía el oficio en el mundo virreinal y condiciona su desarrollo a una calle
más allá, en la plaza de Santo Domingo, mismo enclave que hoy sigue conservando
las huellas de su pasado, no sólo en las imprentas manuales sino en las
librerías de viejo de la calle Donceles y en la corrupción de los documentos
falsos.
De arraigos libreros y otras carencias
¿Cuál es arraigo y el papel que el
libro tiene en nuestra vida cotidiana? Hubo una época en que la biblioteca era
un signo de estatus social, en otra lo fue de rareza, en otra más de
aspiraciones sociales. Las familias de clase media baja compraban en una época la Enciclopedia británica a plazos y se
suscribían al National Geographic.
El adolescente reunía libros de los poetas malditos y la señora novelas
galantes que leía con una sensación pecaminosa. A sor Juana se le retrata con
una biblioteca al fondo y eso sirve a los estudiosos para hablar sobre sus
libros, al grado de decirse que la pérdida de su biblioteca obligada por la
orden jerónima la llevó a una tristeza que terminó en su muerte. ¿En cuántas
pinturas del virreinato o del XIX hay libros presentes? La televisión los
excluye hasta como escenografía y el libro electrónico carece de entidad
física.
El comportamiento urbano de
las librerías ha sido el mismo desde
hace quinientos años. Surge cerca de las universidades y las
autoridades civiles y eclesiásticas, y la concentración actual de librerías en
el sur de Ciudad de México tiene que ver claramente con la proximidad de la
Universidad Nacional. Las imprentas, en la medida de su crecimiento industrial,
se han ido en cambio a la periferia. Las librerías de usado aprovechan el boom de las colonias de moda, Roma y
Condesa, a pesar de los sismos, para
concentrar librerías de diverso estilo mientras que otras zonas de la
ciudad no tienen una en kilómetros a la redonda. ¿Cómo volver el libro una
costumbre, una presencia en nuestra vida cotidiana?
Cuentan de Juan Gil Albert,
el escritor español que vino a México con el exilio republicano, que cuando
llevaba un libro bajo el brazo y alguien le preguntaba qué estaba leyendo,
contestaba que lo había tomado porque el color del lomo le iba bien a la
corbata. La anécdota reflejaba la coquetería del personaje, pero en otro
sentido refleja lo que quiero decir: volver a ese objeto
una presencia física imprescindible, que esté ahí porque forma
parte de nuestra vida. Por eso busca uno con la mirada en el Metro quien está
leyendo un libro y trata de ver su título. Plantear que leer es un acto
excepcional equivoca el camino, lo excepcional en todo caso es lo que viene
después de leer: los horizontes más amplios, mayor capacidad de imaginar, un
sentido lúdico de la vida que la vuelve más plena.
Libros, de
Tomás Granados Salinas es, debería serlo, un referente para la promoción de la
lectura. Se viene a sumar a los trabajos de fomento y divulgación de esa
práctica, de Juan Domingo Arguelles. Me gusta, por ejemplo, el plural del
título. Si lo hubiera titulado, libro, o el libro, le habría dado un tono
fetichista, casi religioso, mientras que así son legión o multitud, algo que se comparte. Antes se han escrito ensayos sobre la
lectura, sobre el libro, pero no sobre “los libros”, ese plural debe acompañarse de investigaciones y estudios
sobre “los lectores”. Pero ese plural nunca anula la individualidad
de cada uno de ellos •
No hay comentarios:
Publicar un comentario