viernes, 14 de diciembre de 2018

"El libro tenía un valor imaginario en el que se apoyaba, no sin conflictos, su valor económico"


Poeta, crítico, editor, propietario de Ediciones Sin Nombre y, actualmente, director del Museo de la Ciudad de México, José María Espinasa es también columnista habitual de La Jornada. Allí, en mayo de este año, publicó la siguiente columna, que tiene como excusa el volumen Libros, del escritor y editor Tomás Granados Salinas, del cual este blog ya se ha ocupado, en su entrada del 29 de marzo de este año.

El valor del libro

Se ha dicho, y con razón, que la irrupción de las nuevas tecnologías ha contribuido a desvalorizar el libro como objeto de culto, vehículo de transmisión de conocimiento y fuente de placer, pero también es cierto que esta caída había ya empezado años antes de que las computadoras y la web irrumpieran en nuestra vida cotidiana. Empezó con la irrupción de la televisión, a partir de los años sesenta, con la tecnología invadiendo nuestra vida cotidiana.

Desde tiempos precolombinos, como depositario de ritos y cosmogonías en los códices, pasando por el virreinato, donde la prohibición y control que había sobre ellos los volvía más apetecibles, y no se diga en el siglo XIX, con su importante contribución a la formación de una identidad y a la construcción de una idea de nación, el libro tenía un valor imaginario en el que se apoyaba, no sin conflictos, su valor económico.

Fue, sin embargo, a partir de la cruzada alfabetizadora de Vasconcelos en los años veinte del pasado siglo que se volvió central en ese imaginario, y ejerció su función en los anhelos de progreso y desarrollo esencial. Pero la irrupción de la televisión lo desplazó en el uso del tiempo libre.

Por otro lado, el legítimo, necesario y exitoso papel del Estado editor, más que desplazar al valor económico, pervirtió, por su exceso, el sentido educativo y civilizatorio al fomentar la corrupción y perder de vista a los destinatarios lectores por complacer a ese Estado editor. Incluso, a partir de que se puso de moda desdeñar a la inteligencia, el libro perdió su papel simbólico de depositario del saber. Piensen nada más en el ex-presidente Fox diciendo que leer nos quitaba capacidad para ser felices y firmando vetos contra la ley del libro. A pesar de ello, el universo del libro sigue siendo fascinante y no sólo para los profesionales del asunto, sino para amplias capas de la sociedad en las que guarda rescoldos de su función anterior.
Libros, la historia del libro
Estas reflexiones surgen a partir de la lectura de un pequeño volumen recién aparecido en la colección Historia Ilustrada de México, coordinada por el historiador Enrique Florescano, debido a la pluma del escritor y editor Tomás Granados Salinas y titulado, sencillamente, Libros. Es un sintético y ameno recorrido por la historia del libro en nuestro país que termina por ser una especie de novela en la que el objeto de marras se vuelve personaje central. El autor y editor con amplio currículo y buenas ideas, se ocupa de contarnos su devenir desde la producción y el consumo, hace referencia a ese período histórico-mitológico de la cultura precolombina del que lamentablemente con-servamos muy pocos códices originales, pues la conquista española los consideró peligrosos por su idolatría y destruyó muchos, porque podemos suponer que hubo una producción abundante y los que conservamos son de las primeras décadas del asentamiento español en territorio nacional.

Granados nos relata la función religiosa de los códices y se desprende de ello que esos “libros” tenían la función de ser depositarios de la memoria y el conocimiento, un poco como ocurría en el Occidente europeo por esos mismos siglos con los libros miniados y manuscritos. Hubo un amplio lapso en que los libros fueron objetos únicos, aunque se intuía ya en ellos su ansia de multiplicación mecánica, posibilidad que sobre todo les vendría a dar la invención de la imprenta. Siempre me han dejado insatisfecho las explicaciones sobre la evolución del libro como rollo a la secuencia de páginas que hoy llamamos así; no me basta pensar que fue un asunto técnico, hay también un sentido nuevo dado por una diferente idea del tiempo.
Lo curioso es que el miedo a los “libros precolom-binos” de los españoles también se refleja en el miedo a los propios de Occidente. El comercio del libro en la Nueva España fue severamente reglamentado y vigilado, aunque –como nos señala el autor de Libros– esos controles se relajaran con frecuencia. Se ha estudiado con detenimiento lo que significaron para la economía del nuevo mundo las prohibiciones, por ejemplo, de cultivar la vid y el olivo, pero se ha insistido menos en la lentitud con que se desarrolló aquí la industria editorial, lo que se explica en parte al señalarse que la propia metrópoli española no era en la época una potencia editorial y que hubo resistencias a su desarrollo, el cual fue mucho más rápido en Flandes, Alemania y Francia que en la península ibérica.

Uno de los pasajes más atractivos del libro es cuando describe su parte comercial: la venta al público, esa necesidad e invención de la librería. Cuando los primeros talleres de impresión llegan a México durante el siglo xvi, el propio taller suele ser el punto de venta y los que suelen encargar ediciones son la Iglesia, el Estado y la universidad, cosa que, con sus asegunes, sigue siendo la situación actual, aunque disminuya el papel de la Iglesia. El estudio de la historia del punto de venta es muy interesante, porque señala la función y el espacio que tenía el libro en la sociedad, como ha demostrado Roger Chartier al estudiar la economía de la enciclopedia francesa y en general el período revolucionario. Es probable que la economía capitalista no sólo se sienta incómoda con el libro por ser una fuente de crítica, sino también porque es un modelo de funcionamiento económico alternativo –la edición por suscripción, la librería como lugar de reunión, la resistencia al envejecimiento como mercancía.

El libro de Granados trae una profusión de imágenes, algunas realmente emocionantes, como las delibrerías del siglo xix y principios del xx. En un fascinante estudio de Marina Garone, encuentro un mapa del asentamiento de librerías en el siglo xviii. Como es natural, están concentradas en lo que ahora entendemos como Centro (primer cuadro), pero que entonces era en realidad toda la ciudad. Es muy interesante ver cómo se ha comportado el mundo librero en la geografía urbana. El asentamiento de la primera imprenta, misma que, como señala Granados, no parece ser el que ostenta esa placa en la calle de Moneda, junto a Palacio Nacional, sino unos metros más allá en la hoy ya destruida Casa de las Ajaracas, nos señala la importancia que tenía el oficio en el mundo virreinal y condiciona su desarrollo a una calle más allá, en la plaza de Santo Domingo, mismo enclave que hoy sigue conservando las huellas de su pasado, no sólo en las imprentas manuales sino en las librerías de viejo de la calle Donceles y en la corrupción de los documentos falsos.

De arraigos libreros y otras carencias
¿Cuál es arraigo y el papel que el libro tiene en nuestra vida cotidiana? Hubo una época en que la biblioteca era un signo de estatus social, en otra lo fue de rareza, en otra más de aspiraciones sociales. Las familias de clase media baja compraban en una época la Enciclopedia británica a plazos y se suscribían al National Geographic. El adolescente reunía libros de los poetas malditos y la señora novelas galantes que leía con una sensación pecaminosa. A sor Juana se le retrata con una biblioteca al fondo y eso sirve a los estudiosos para hablar sobre sus libros, al grado de decirse que la pérdida de su biblioteca obligada por la orden jerónima la llevó a una tristeza que terminó en su muerte. ¿En cuántas pinturas del virreinato o del XIX hay libros presentes? La televisión los excluye hasta como escenografía y el libro electrónico carece de entidad física.

El comportamiento urbano de las librerías ha sido el mismo desde hace quinientos años. Surge cerca de las universidades y las autoridades civiles y eclesiásticas, y la concentración actual de librerías en el sur de Ciudad de México tiene que ver claramente con la proximidad de la Universidad Nacional. Las imprentas, en la medida de su crecimiento industrial, se han ido en cambio a la periferia. Las librerías de usado aprovechan el boom de las colonias de moda, Roma y Condesa, a pesar de los sismos, para concentrar librerías de diverso estilo mientras que otras zonas de la ciudad no tienen una en kilómetros a la redonda. ¿Cómo volver el libro una costumbre, una presencia en nuestra vida cotidiana?

Cuentan de Juan Gil Albert, el escritor español que vino a México con el exilio republicano, que cuando llevaba un libro bajo el brazo y alguien le preguntaba qué estaba leyendo, contestaba que lo había tomado porque el color del lomo le iba bien a la corbata. La anécdota reflejaba la coquetería del personaje, pero en otro sentido refleja lo que quiero decir: volver a ese objeto una presencia física imprescindible, que esté ahí porque forma parte de nuestra vida. Por eso busca uno con la mirada en el Metro quien está leyendo un libro y trata de ver su título. Plantear que leer es un acto excepcional equivoca el camino, lo excepcional en todo caso es lo que viene después de leer: los horizontes más amplios, mayor capacidad de imaginar, un sentido lúdico de la vida que la vuelve más plena.

Libros, de Tomás Granados Salinas es, debería serlo, un referente para la promoción de la lectura. Se viene a sumar a los trabajos de fomento y divulgación de esa práctica, de Juan Domingo Arguelles. Me gusta, por ejemplo, el plural del título. Si lo hubiera titulado, libro, o el libro, le habría dado un tono fetichista, casi religioso, mientras que así son legión o multitud, algo que se comparte. Antes se han escrito ensayos sobre la lectura, sobre el libro, pero no sobre “los libros”, ese plural debe acompañarse de investigaciones y estudios sobre “los lectores”. Pero ese plural nunca anula la individualidad de cada uno de ellos 


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