miércoles, 6 de noviembre de 2019

Un valioso aporte de Jorge Aulicino para pensar la lengua castellana


Lo que se ofrece a continuación es una reflexión, especialmente escrita para este blog por el poeta y traductor Jorge Aulicino, a propósito de la deriva de la lengua, atendiendo a sus múltiples realizaciones que se oponen empecinadamente a los designios de la Real Academia Española, su diccionario y los intereses políticos y económicos de España.

¿La necesidad de otras lenguas francas?

En Andalucía no se dice coche sino coshe. Esto es otra palabra. No un simple modismo. Basta ver escritas las palabras coche y coshe para notar que son distintas. Sucede esto en Málaga, por ejemplo, a solo 500 kilómetros de Madrid, con infinidad de palabras que son parecidas pero no iguales. ¿Qué no sucederá en Temuco o en la Baja California?

El Diccionario de la Real Academia no registra este tipo de variantes convencido tal vez de que entran en el inmenso territorio de los “acentos”. Así, una persona que dice coshe y no coche lo hace porque es andaluz y habla con “acento” andaluz.

Dejemos que los propios madrileños y los académicos seguramente no dicen fashista, como se dice en la Argentina, por ejemplo, sino fasista, con una ese un poco golpeada contra los dientes, y dejemos que la transliteración al inglés nos ha llevado a equívocos enormes, como llamar Pequín (según la pronunciación castellana de Pekín) a la ciudad que hoy, académicos mediante, debemos llamar Beijín... ¿Beijín o Beigin, con la ge arrastrada, casi ye, como en el italiano Gina? Teníamos en la Argentina un dirigente que se llamaba Rucci. Todos los argentinos lo llamábamos Ruchi, como se diría en italiano. Sin embargo, mi apellido debiera pronunciarse Aulichino, pero todos los argentinos que conozco dicen Aulisino... y ya no sé si debo escribir Aulisino o Aulicino porque en la Argentina no distinguimos entre ese y ce cuando esta va delante de la e o la i.

La deformación-transformación del latín en lenguas romance llevó unos cuantos siglos. Se puede contar a partir de la caída del Imperio, en el siglo V, pero en realidad comenzó durante el dominio de Roma. Las lenguas en que cuajó aquel idioma imperial, que en origen era el de una muy pequeña región de Italia, se deben al debilitamiento de las comunicaciones durante la fragmentación feudal, pero también a la poco consistencia que tenían durante el Imperio, de una región a la otra. Hoy, con un predominio absoluto de la comunicación sobre la formación –de modo tal que las lenguas se forman casi en el acto de comunicar–, la corrupción de las lenguas romance y formación de otras, nuevas, continúa en cada provincia del idioma. Y no a miles de kilómetros de sus metrópolis, sino a apenas unos centenares, como los que separan Madrid de Sevilla o de Málaga, donde la velocidad y la pronunciación del castellano son distintas a las de la capital, de modo tal que las palabras devienen otras, para designar las mismas cosas: el coche es también un coshe.

Entiendo, y creo que se entiende, que Madrid intente mantener unida esta sombra del antiguo imperio que es la lengua. Se entiende por razones políticas que incluso abarcan los intereses de las ex colonias. Se trata del avance del inglés como “lengua franca”. Pero he aquí que el inglés tiene a su vez sus fisuras, pues las propias zonas de habla anglosajona reivindican cada una su acento –desde Texas a Nueva York, y desde Nueva York a Londres, Escocia o York–. Y todavía más: sus lejanos idiomas originarios: el galés y el gaélico, por ejemplo, que no son ni anglos ni sajones. Se dirá que esto es similar a lo que sucede hace rato en Cataluña con el catalán, y que va más allá incluso de la defensa de las variantes del castellano. Y es cierto, con el agregado de que la defensa de los idiomas originarios de las islas británicas es aún más radical que la del catalán, porque este tiene al menos la misma raíz que el castellano. Sin embargo, esas reivindicaciones forman parte del mismo proceso de transformación de las lenguas imperiales, en términos históricos, y es probable que –históricamente– terminen convergiendo.

A mi entender, lo que España –y ahora China, por qué no– deberían hacer es plantear la necesidad de otras lenguas francas. Al menos, y por su cantidad de hablantes, otras dos en este momento: el castellano y el chino. No ha de ser tan difícil para los hombres de negocios y los viajeros manejarse mal que bien en tres lenguas, al fin y al cabo.

Quiero decir con esto que en casa seguiremos hablando y escribiendo según las derivas de las lenguas venidas de los antiguos imperios, pero para afuera deberíamos saber usar estas herramientas: un inglés, un castellano y un chino mandarín normatizados. El resto es la corriente de los usos locales, tan rica, tan plástica y tan grata para el ciudadano en la calle como para el escritor en sus libros.

De modo pues que el DRAE podría empezar por eliminar el concepto de “coloquialismo” con el que reemplazó el de “localismo” y el de “barbarismo”. Porque se trata de otra cosa.

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