El 23 de
enero de 2021, en El Trujamán, la escritora y traductora española María José Furió publicó una columna
que, partiendo de un célebre texto de Julio
Cortázar, plantea toda una reflexión sobre lo que es la traducción.
“Las
babas del diablo”, de Julio Cortázar
Los
falsos amigos
Como sabemos, la definición de falso amigo en
traducción alude al error inducido sobre el significado de una palabra parecida
en su forma –el significante– a otra del idioma de llegada, que significa algo
distinto. Típico ejemplo es el vocablo francés constipation (estreñimiento)
y el español constipado. La incongruencia de la frase resultante
alerta al traductor del error cometido. Así sucede en el famoso cuento de Julio
Cortázar, “Las babas del diablo”,
donde Michel, fotógrafo y traductor franco-chileno afincado en París, sale un 7
de noviembre a callejear con la cámara de fotos. Paseando junto al Sena
sorprende en una placita a una pareja desigual –un chico apenas adolescente,
una mujer adulta seduciéndolo–, que le inspirará el deseo de fotografiarlos.
Habituado a considerar con minucia los detalles, a encajarlos para que
signifiquen dentro de un conjunto y lo equilibren, Michel deduce que la escena
no corresponde a un encuentro atrevido pero casual entre la mujer atractiva y
el chico asustado. Tiene tiempo para observar y sacar conclusiones –«se podía
adivinar sin mucho trabajo lo que acababa de ocurrir pocos minutos antes»–,
para contrastar su experiencia con lo que ven sus ojos, pero no deja de
sospechar de sus sentidos y espera que la cámara Contax confirme o niegue el
aura inquietante que él atribuye a la escena. Esa vacilación sobre la autoría
del relato –la escena como texto descifrable, como imagen significativa–, y
sobre la posibilidad de reproducir fielmente la realidad, articula el cuento,
en el que Cortázar despliega una reflexión sobre la traducción y la fotografía,
como actividades mediadoras que trabajan con el tiempo, sobre el tiempo, y
alteran la realidad.
La
desconcertante frase inicial parece introducir al lector en el género
fantástico –«Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o
en segunda, usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que
no servirán de nada»–. Pero conforme avanza el cuento creemos, con Michel, que
la cámara se disputa la autoría con el fotógrafo, que ese intrigante «estoy
muerto» y esas nubes que «siguen corriendo delante de mis tus sus nuestros
vuestros sus rostros» nos dicen que tan imposible resulta una perfecta
objetividad –la de la lente– como una total subjetividad, pues la técnica
elegida condiciona el resultado.
Michel
está traduciendo al francés un «tratado sobre recusaciones y recursos» del
profesor José Norberto Allende, un texto que a veces se le resiste y entonces
distrae la vista en la imagen de la pareja que ha pinchado en la pared. La
máquina de escribir Remington, como la cámara Contax, no pueden por sí solas ni
traducir, ni contar lo que sucedió y sucede, ni traducir a Allende. Si quiere
ser fiel a la emoción de la imagen o decir tan bien en francés lo que el otro
dijo tan bien en castellano, ha de retorcer el lenguaje, ha de subvertirlo:
«sus ojos que caían sobre las cosas […] dos ráfagas de fango verde. No describo
nada, trato más bien de entender. Y he dicho dos ráfagas de fango verde».
La idea
del falso amigo está en el argumento –el hombre del coche negro orquesta «la
comedia» para atraer al chico; cuando irrumpe en escena, trastoca su
significado–, y también está en el título: los hilos de la Virgen –la solución
afortunada: el chico escapa– se llaman también babas del diablo: el desenlace
fatal.
La imagen
fotográfica y el texto para traducir son umbrales. Con la traducción lleva al
presente un texto del pasado, lo multiplica. Y en la foto se petrifica un
instante, un pasado que se eterniza en presente. Cortázar pone esos dos tiempos
y trabajos en paralelo, y con la intervención del fotógrafo Michel y del
hombre del coche escenifica, además, la disputa simbólica entre el traductor y
el autor del texto original.
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