“En
medio de un panorama editorial desolador, los pequeños sellos independientes
argentinos siguen apostando a las traducciones, ya sea de libros nunca antes
publicados en español como de re-versiones de libros en otros idiomas que
requieren un ajuste de cuentas.” Esto dice la bajada de la nota publicada por Osvaldo Aguirre, el pasado 26 de julio,
en el diario Perfil, de Buenos Aires.
Los traidores
En
un año signado por la caída abrupta de las ventas y las publicaciones, la
suspensión de ferias y el cierre de librerías, la industria editorial argentina
tiene también buenas noticias para celebrar. Y como ocurre con frecuencia en la
historia reciente, esas muestras de vitalidad provienen de las pequeñas y
medianas editoriales y de un sector específico de su actividad: la traducción
desde Argentina de grandes obras de la literatura. A la reedición de una
trilogía de novelas de Samuel Beckett, se agregan obras tan diversas como Paterson, de William Carlos Williams,
las novelas de Lee Child y el próximo lanzamiento de una nueva versión de Dublineses, de James Joyce.
Más
allá de los dramas de la coyuntura, la publicación de traducciones es una marca
importante en el actual panorama editorial. “Una parte importante de las
pequeñas y medianas editoriales nacionales son editoriales traductoras, eligen
publicar literatura traducida y de este modo hacen de la traducción una
práctica configuradora de sus catálogos”, dice Santiago Venturini, poeta e
investigador del Conicet dedicado al estudio de las políticas de traducción en
la Argentina
La
identidad de las editoriales traductoras se juega en la elección de las lenguas
de traducción. “El inglés tiene una presencia consolidada, aparece en todos los
catálogos. Pero al mismo tiempo, estas editoriales apuestan a autores que
escriben en otras lenguas, que han sido definidas como semiperiféricas o
periféricas, como el coreano, el esloveno, el checo”, agrega Venturini, que
también destaca las bibliotecas de autor –colecciones dedicadas a traducciones
de escritores específicos– como novedad dentro del panorama.
En
La constelación del sur, una
referencia insoslayable sobre el tema, Patricia Willson señala que las grandes
traducciones al español del siglo XX fueron realizadas en la Argentina durante
el período de apogeo de su industria editorial. El fenómeno traductor del
presente tendría otras coordenadas, según Venturini: “No creo que esté
relacionado con una añoranza por la llamada edad de oro de la industria, sino
más bien en un contexto de concentración y polarización editorial marcadas con
la supervivencia de la edición nacional y con un acto, por qué no, de
resistencia”.
Versiones y
reversiones.
El
primer día de julio, Edgardo Scott anunció una buena nueva en Facebook: “Hoy
entregué la (re) traducción de Dublineses,
de James Joyce. La verdad es que fue un trabajo duro, porque todavía había
muchas gaps en sus traducciones anteriores”. Los traductores argentinos también
tienen versiones de textos centrales en la literatura universal.
“En
castellano solo hay dos versiones de Dublineses
–dice Scott–. La de Guillermo Cabrera Infante, que dentro de poco va a cumplir
50 años, y que por supuesto tiene un idioma cubano, y la de Eduardo Chamorro,
demasiado española. Las dos tenían todavía fallas directas de sentido en
algunas referencias”. Además, “es necesario retraducir a los clásicos porque al
hacerlo ajustamos cuentas con toda la tradición a la que ellos pertenecen;
pasando en limpio Joyce hoy, 2020, ajustamos todo un tipo de relato, todo un
estilo también en nuestra lengua”.
La
traducción, sigue Scott, desconoce el concepto de versión definitiva, “porque
la lengua cambia y el estilo debe redescubrirse; debe, justamente,
retraducirse”. Matías Battistón podría suscribir la idea al cabo de su trabajo
con Molloy, Malone muere y El innombrable,
de Samuel Beckett, la trilogía que publica Ediciones Godot. “Una traducción
previa siempre es una buena excusa para animarse a hacer algo nuevo con la
propia”, declara el también traductor de Marcel Proust y Oscar Wilde, entre
otros autores.
“Mi
versión, por razones de disponibilidad de fuentes, tiempo y esfuerzo sostenido,
se hizo con otro aliento –dice Battistón, respecto a traducciones preexistentes
de Beckett–. Las anteriores dividieron la trilogía entre traductores distintos,
que no colaboraron entre sí, lo que llevó a perder ecos y repeticiones que
sirven de motivo a lo largo de los tres libros. Tampoco tuvieron en cuenta las
propias versiones al inglés que hizo Beckett, que añaden una dimensión distinta
al conjunto”.
Aldo
Giacometti hace una observación similar sobre sus versiones de Lee Child –este
mes se distribuye Mañana no estás, en
coedición de Eterna Cadencia y Blatt & Ríos–, a las que entiende como un
intento de valorizar a un escritor desconsiderado como tal por otros
traductores.
“Mi
búsqueda como traductor es conseguir que el lector en español tenga la misma
experiencia que el lector en inglés, que el libro lo lleve de principio a fin
–afirma–. Child es además un autor muy repetitivo, de alguna manera siempre
escribe el mismo libro y trabaja con un léxico que reitera en todas las
novelas. Ese ritmo y la búsqueda de continuidad de una novela a la otra es algo
que se pierde en español porque lo han traducido varios traductores y ninguno
presta atención a esas cosas ni ve en definitiva qué está haciendo Child como
escritor”.
Para
Battistón, la dificultad no consistió tanto en lidiar con otros traductores
como con el propio autor: “El mayor problema formal fue la presencia de un
segundo original de la trilogía. Beckett se autotradujo al inglés, modificando
varios elementos en el camino y estableciendo entre ambas versiones un diálogo
medio inestable. Mi solución fue traducir del francés con el inglés a la vista,
y después hacer otra versión a la inversa. La versión del francés es la que se
publicó ahora. Pero hablar de solución quizá sea un exceso, porque sigo
pensando en el asunto y encontrando otras posibles”.
Entre
los acontecimientos del año ya puede contarse la publicación de Paterson, de William Carlos Williams, en
versión de Silvia Camerotto. La traducción reivindica una operación de lectura
que sitúa al original bajo una luz desconocida: “Si se comprende el corazón de
la obra, nada resulta ajeno –explica Camerotto, especializada en la traducción
de poesía, con versiones de Ezra Pound, Emily Dickinson y Robert Browning,
entre otros–. Fui consciente del pastiche del que erróneamente hablan los
críticos, de la búsqueda de Williams del idioma americano, de la formulación de
ese idioma, de la cohesión entre poesía y prosa, de la veracidad que las
palabras imprimen en su representación histórico-sociológica”. El libro aparece
este mes publicado por Ediciones en Danza.
Traductores
escritores. Las grandes traducciones, dice Patricia Willson, no solo imponen
prácticas y criterios para el oficio sino que renuevan la lengua a la que se
incorporan. Entre otros efectos, la figura del escritor traductor tiene ya una
tradición en la literatura argentina a través de las experiencias de Alberto
Girri y Mirta Rosenberg, que jerarquizaron la traducción al punto de situarla
como equivalente de la escritura, o de Marcelo Cohen, donde la traducción
entendida como “un ejercicio espiritual, cultural, político” sería una especie
de ascesis trascendente: “Cuando un escritor inventa dentro del rumor de la
lengua que lo rodea, puede hacerlo con total libertad. El traductor no puede
hacerlo porque está traduciendo en el marco de la lengua traducida”, según su
planteo en un ciclo de entrevistas de la Biblioteca Nacional.
“Escribir
poesía es un lugar íntimo, dudoso, muchas veces poco satisfactorio porque es
difícil decir lo que se quiere decir, encontrar la palabra justa y un modo
concluyente para decirla –opina Silvia Camerotto, también poeta–. Traducir
poesía es, sobre todo, un aprendizaje, una forma de conocimiento profunda,
enriquecedora, incluso hasta para escribir. Y viene con backbone. Reescribimos,
no decimos”.
Narrador
y poeta, Aldo Giacometti encuentra en la traducción un laboratorio de usos
múltiples. En sus términos, “traducir es también un entrenamiento, te tiene con
la mano caliente para escribir y te hace entrar en ritmo. Las traducciones
funcionan como puede funcionar cualquier lectura, te stockeás no solo de ideas
sino también de cosas puntuales. Robando, básicamente. Y mientras más traduzca,
uno más se va encontrando con cosas que puede ir metiendo en lo que hace por
otro lado”.
Edgardo
Scott, en cambio, piensa que traducción y escritura responden a impulsos
diferentes. “No tiene que ver con la práctica en sí porque en eso la escritura
puede hallar recursos en común, pero la traducción es gregaria y la escritura
propia es mucho más ensimismada y afantasmada”, observa. También se trata de
evitar confusiones, agrega Camerotto, porque “lo más difícil de traducir
poesía, cuando escribimos poesía, es respetar los ritmos del poeta, no
mezclarlos con los propios”.
Estrategias.
Si
la publicación de traducciones propias es un valor predominante en las pequeñas
y medianas editoriales, “existen diferentes posiciones en relación con las
estrategias de traducción”, advierte Santiago Venturini. También con su
comercialización, lo que impacta en los textos. Las versiones de Aldo
Giacometti sobre los libros de Lee Child –dos novelas y dos colecciones de
relatos, hasta ahora– están destinadas al mercado latinoamericano; para la
venta en España, Paula Pérez-Rodríguez adapta esas traducciones al español ibérico.
Es el movimiento inverso a la “desgalleguización”, como se llama a la práctica
de adaptar traducciones españolas para el ámbito argentino.
“La
necesidad de una lengua más moderada, menos marcada, tiene una tradición en los
editores y traductores argentinos”, dice Venturini, y su propia utopía, la de
un “imaginario universal del castellano”, en los términos de Edgardo Dobry. “Es
decir, una lengua más neutra, que no ostenta demasiadas marcas locales. Esta
cuestión, en la que hay ecos del histórico debate por la llamada lengua
nacional –aunque las traducciones no se juzgan igual que las escrituras
directas, ya que están regidas por otras normas–, puede dar lugar a una
interminable discusión”, agrega Venturini.
Mientras
tanto se traduce y esas publicaciones reaniman un corpus en estado crítico. Y
quizás entre las que aparecen hoy se encuentren aquellas que, como las que
analizó Patricia Willson, pueden determinar una etapa de esplendor para la
literatura de la lengua en su conjunto.
Estirpe de traductores
Reconocido
como uno de los autores más importantes de la nueva poesía argentina –su último
libro es Un año sentimental,
publicado por Caleta Olivia–, Santiago Venturini desarrolla a la vez una
investigación sobre la traducción en editoriales pequeñas y medianas, tal como
se conformaron en las últimas dos décadas. “Para mencionar algunas: Fiordo, Gog
y Magog, Dobra Robota, Eterna Cadencia, Interzona, El Cuenco de Plata, entre
otras –puntualiza–. Estas son las editoriales que fueron definidas (y que se
autodefinieron) como independientes”. Ese rótulo “tiene algunas implicancias
que en el caso de la traducción lo vuelve, al menos un poco, contradictorio”,
agrega, en alusión a las tensiones con el mercado mundial de la traducción.
—¿Hay traductores que influyen en cómo y qué se traduce?
¿Cuál podría ser un caso actual?
—Es
sabido que los traductores son agentes culturales que históricamente no fueron
valorados como debían. A pesar de la visibilidad que tienen algunos actualmente
–una visibilidad siempre relativa, restringida–, su trabajo merece, en general,
un mayor reconocimiento. Existen algunos traductores reconocidos, figuras de
traductor que adquirieron notoriedad en los círculos literarios y culturales.
Pienso en el caso del español Miguel Sáenz, aunque hay muchos otros. La
Argentina cuenta también con importantes traductores, como Marcelo Cohen,
Rolando Costa Picazo, Patricia Willson, Jorge Fondebrider, Teresa Arijón, Jorge
Aulicino, Ariel Dilon, Silvio Mattoni, entre muchos otros. Muchos de estos
traductores son escritores y otros investigan la traducción desde hace años,
como Patricia Willson. Es difícil determinar si influyen en cómo se traduce. En
relación con el qué, hay traductores ligados definitivamente a un nombre de
autor –por ejemplo, Miguel Sáenz, traductor de Thomas Bernhard– y en muchos
casos son los mismos traductores los que ofician como los descubridores de los
autores extranjeros que publican las editoriales, algo que sucede con
frecuencia en el caso de las editoriales recientes.
Encontrar la
vuelta
Matías
Battistón tradujo la trilogía de Samuel Beckett entre 2016 y 2019, pero con
muchos otros libros y proyectos en el medio. Entre ellos, versiones de John
Cage, Gustave Flaubert y Édouard Levé y una residencia en Irlanda para traducir
La insurrección en Dublín, de James Stephens.
—¿“La residencia
en Dublín” cambió en algo tu forma de pensar la traducción? En una charla en el
Club de Traductores Literarios comentás que fue como si la ciudad te ayudara al
respecto.
—Sí,
hasta cierto punto la traducción de Stephens fue una obra en colaboración con
Dublín. Pero al mismo tiempo ese exceso de referentes inmediatos después me
llevó a replegarme un poco, a buscar más en otros diarios y correspondencias en
la biblioteca de Trinity y no tanto en los tours históricos al aire libre. Creo
que los efectos de todo desplazamiento, en particular los fuertes, los que
dejan su marca, son difíciles de precisar.
—¿Qué es más
difícil de traducir, un artista de vanguardia como John Cage o bien otro que
extrema la precisión en el uso de la lengua, como Flaubert?
—Tengo
que decir que hasta ahora yo traduje al Flaubert adolescente, que era menos
preciso que arrebatado, aunque ese ya puede ser otro problema: traducir una
obra cuyo estilo por momentos va en contra de lo que se espera de ese autor. En
John Cage lo que hay es un rigor de otro tipo: en muchos casos directamente hay
que inventar otras maneras de traducir para adaptarse a sus reglas, lo que
también puede ser una libertad. Pero quizá no hablaría tanto en términos de
dificultades, sino de estímulos o entusiasmos. A lo que entusiasma se le
termina encontrando la vuelta.
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