La narradora española María José Furió, además de traductora, es también editora y, en ocasiones, correctora. Por eso su opinión es una autorizada. En el siguiente texto, publicado en dos partes –el 24 de junio y el 15 de julio de 2014, en el hoy desaparecido Trujamán, del Instituto Cervantes– emplea todos esos talentos arriba descritos para preguntarse hasta dónde son lícitas las correcciones que un traductor le hace a un autor.
Yo (no) estuve en Varsovia
Uno de los temas de discusión frecuentes en listas de correos de traductores es el grado de intervención que puede permitirse el traductor cuando detecta un error en el original. Suele debatirse bizantinamente qué se considera error; para algunos, se limita a las erratas obvias o datos subsanables relativos a fechas, direcciones, nombres actualizados de ciudades, apellidos –en francés, no es raro que los autores ignoren el uso de los dos apellidos españoles y alteren su orden o destaquen el más sonoro o inusual–, etc. En tales debates pronto queda claro que el uso ha consagrado algunas reglas: en traducción técnica o de prensa, se corrigen todos los errores y antes o después se advierte al autor. En la traducción literaria, lo ideal parece ser consultar al autor, siempre que sea posible. Se da por seguro que éste agradecerá la corrección salvo que su error sea intencionado y, por ello, significativo. Pero si es involuntario, traducir un error no significativo puede interpretarse, como señalaba recientemente una colega, como un comentario «sobre la ignorancia del autor» y sería una marca más de la presencia del traductor donde el escritor ignoraba haber cometido un fallo.
Ya entrados en faena, algunos discuten si un texto de mala calidad, típico en los subgéneros de fantasy y novela negra de kiosco –gramática y sintaxis dudosa, estilo desaliñado o falta de estilo, adjetivación lacia, etc.–, ha de traducirse fielmente o conviene embellecerlo. En este punto, entran en consideración los conceptos de traducción literal y oblicua, y la noción ya ampliamente establecida de «traducir como amigo». La principal ventaja de esta solución es preservar la imagen de solvencia del traductor profesional, a quien se le atribuirá sin dudar la autoría del resultado desastroso; esta decisión también explicaría por qué algunos títulos alcanzan un éxito sorprendente en sus versiones traducidas, tras pasar sin pena ni gloria la versión original.
A veces, el traductor opta por mostrarse discreto y señalar el error en nota a pie de página –lo cual puede considerarse una manera hipocritona de quedar bien con todo el mundo sin dejar de lucirse al señalar confidencialmente, como al oído, el traspié–. En la literatura española contemporánea quizá sea Ramón Buenaventura, excelente novelista y traductor, quien ha hecho un uso más irónico de esta «industria» de la nota a pie de página, corrigiendo y anotando su propia obra, haciendo decir y desdiciendo luego en nota al pie a sus personajes, poniendo así en solfa las nociones de autoría y de texto cerrado.
Por lo general, encontramos una u otra pauta de corrección de errores. Pero ¿qué ocurre cuando el traductor decide corregir al autor incluso en sus notas al pie? Que a la editorial se le presenta un formidable trabajo de editing. Sucedió años atrás, cuando un editor de no ficción de una gran editorial me encargó la corrección de estilo y el editing de un ensayo que, visiblemente, se le había ido de las manos al traductor. El original inglés era un voluminoso ensayo histórico –más de 700 páginas– dedicado al alzamiento de la ciudad de Varsovia, que arrancó en agosto de 1944 mientras se esperaba la llegada de los soviéticos. «Stalin se negó a ayudar a los polacos y permitió que los alemanes actuaran libremente», reza la solapa, que añade: «Hitler ordenó destruir la ciudad y acabar con sus habitantes». La copia impresa con las notas del traductor, incluidas las notas a las notas a pie de página del historiador, superaba, si no recuerdo mal, los mil folios.
La versión española del alzamiento de Varsovia contra los nazis era como un jardín que ha crecido desordenadamente y en todas direcciones, fruto no del abandono sino de algún fertilizante peculiar generosamente esparcido por el traductor: ¿Erudición escrupulosa? ¿Aburrimiento? ¿Locura?
Me llamó la atención que el traductor se dirigiera al editor haciéndole notar esto y aquello y aquello, dando por descontado no sólo que leería sus notas, comentarios y correcciones sino que las apreciaría y determinaría personalmente su pertinencia. El editor me pasó la patata caliente pidiendo que considerara los comentarios del traductor y eliminara sin escrúpulos las notas y correcciones más peregrinas, sin olvidar que el volumen final del libro debía ser manejable, aun cuando el formato de tapa dura tolera los tochos.
No presentaba dificultades importantes de estilo ni de interpretación, pues el traductor era un profesional veterano y experto. El problema era que intervenía no sólo para corregir errores que justificaba en nota al pie, sino que además discutía puntillosamente fechas y hechos a tal punto que, alcanzado el ápice del asombro, me pregunté cómo podía tener conocimiento de unos acontecimientos que, según aseguraba el original, constituían la novedad y razón del ensayo. ¿Acaso estuvo en Varsovia en 1944? Hice cábalas: aunque por esas fechas nuestro traductor ya pisara este mundo, ni siquiera vestiría pantalones largos si debía seguir profesionalmente activo a principios del siglo xxi.
Dado que el uso de
Google no estaba tan generalizado como hoy ni la cantidad de datos subidos a la
red alcanzaba la magnitud, variedad y desmesura que conocemos, debía confiar en
enciclopedias y diccionarios de toda suerte para dirimir entre el autor y su traductor.
En
ciertos puntos, la razón recaía impepinablemente en el autor, pues es quien
firma y tiene autoridad sobre su ensayo. Otras correcciones, sin embargo, eran
plausibles pero indecidibles… salvo por un historiador especialista al que
habría que pagar por verificar datos exclusivamente.
Sin duda, mi traductor llevó la intervención a su paroxismo. Era fácil suponer que «enloqueció», que la larga convivencia con un texto de tal extensión le hizo perder el norte en su afán de ser preciso y honesto con los lectores. Pero creo que en realidad esta situación es más frecuente de lo que parece. Aquí, elevada a la enésima potencia, subrayaba el enfrentamiento ideológico que no pocas veces opone al traductor con el original a traducir, del que dependen sus ingresos. Otros trujamanes han tratado de las versions adaptadas por la censura franquista, pero ¿qué decir de la censura que impone el llamado Pensamiento Único? Cuántas veces nos hemos encontrado tecleando rítmicamente y piropeando a nuestro autor con un «patán», «caradura», en tono cómplice, sí… o no siempre, y comentando sobre la marcha el progreso del texto: «qué estilo desastrado», «¡así se reescribe la historia de la literatura!», etc.
Quizá un traductor erudito que tiene entre manos un ensayo dedicado a un periodo de la historia que conoce bien no renuncie a luchar a brazo partido hasta la última página, la última coma, la última nota para defender oblicuamente su propio enfoque de ese periodo histórico.
Ahora que tenemos a un tiro de tecla información muy especializada, cuesta menos averiguar si tal autor extranjero cojea ideológicamente de tal pie y tal traductor del otro, por lo que la prolija intervención que aquí comento también pudo ser una forma apasionada de defender otra memoria histórica.
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