El traductor español David Paradela López publicó el siguiente artículo que, por razones de espacio, dividió en tres partes las cuales se subieron sucesivamente en abril, mayo y julio de este año al sitio de traducción El Trujamán, del Instituto Cervantes. Aquí se reproduce en una única entrada.
El espía, el escritor y 33.761 judíos muertos
El mito del traductor espía es casi un lugar común en el oficio. A él se refiere Mark Polizzotti en su libro Simpatía por el traidor:
“En cierto modo, la traducción y el espionaje son grandes compañeros de cama: ambos exigen una doble lealtad, dominar modos de expresión paralelos, cierta capacidad para observar e interpretar y, cómo no, pasar, como un actor experimentado, de un papel a otro, de una voz a otra, de un personaje a otro.”
El espía es traidor por definición, y el traductor –en cuanto ente ambiguo, habitante perpetuo de los intersticios de la doblez– es blanco fácil para este tipo de acusaciones, de las cuales el famoso dicho italiano es la expresión más depurada.
Las acusaciones de espionaje no siempre se limitan al ámbito de la retórica; también se convierten en realidad: lo hemos visto recientemente con los intérpretes que temían por su vida en Irak y Afganistán. Estas acusaciones, claro está, suelen ser mera excusa para otros fines: a este pretexto se agarraron los soviéticos en 1937 para asesinar a Andreu Nin, traductor de Dostoievski y Tolstói, pero también, y para su desgracia, íntimo de Trotski y azote de Stalin. Y de espías (además de «enemigos solapados del catolicismo») tildaba el muy apostólico Menéndez Pelayo al «morisco granadino llamado Casiodoro de Reina» y a otro morisco, el «intérprete de lengua arábiga» Alonso del Castillo.
Ciertamente, espías ha habido que eran traductores. Polizzotti cita a sir Richard Francis Burton y C. K. Scott Moncrieff. El primero exploró África en busca de las fuentes del Nilo, viajó a La Meca, intrigó al servicio de la Compañía de las Indias Orientales, dominó veintinueve lenguas y tradujo, entre otras obras, Las mil y una noches y el Kama sutra. El segundo se dedicó a trasladar secretos militares a Gran Bretaña mientras se regalaba la buena vida en la Italia de Mussolini y tradujo al inglés a Stendhal y a Proust, aun cuando él mismo admitía, en una carta enviada al autor de la Recherche en 1922, que «mi conocimiento del francés, como usted mismo ha dejado a la vista [...] es demasiado imperfecto». Otros, sin ser traductores, se han hecho pasar por tales: en diciembre de 1989, cuando no era más que un agente destacado en Dresde, Vladímir Putin se encaró con una turba que pretendía asaltar las oficinas del KGB, presentándose como un simple traductor. Seguramente no fue eso, sino la pistola que llevaba al cinto, lo que hizo dar media vuelta a los manifestantes.
Curioso es el caso de David Floyd. Nacido en 1914 en una familia humilde de Swindon, estudió en Oxford hacia los años en que, en Cambridge, trababan amistad los más notorios espías de la historia reciente de Gran Bretaña: Kim Philby, Anthony Blunt, Guy Burgess, Donald Maclean y John Cairncross. El fascismo estaba en su apogeo y, como muchos jóvenes, Floyd gravitó hacia el Partido Comunista, donde llegó a secretario de la sección de Oxford. Su activismo lo llevó a ingresar un par de veces en prisión y, hacia finales de los años treinta, accedió al círculo de espías que Arthur Wynn reclutaba por encargo del Kremlin.
De forma incomprensible, dados sus antecedentes, en 1944 consiguió un puesto, primero, en la embajada británica de Moscú (como traductor de ruso) y luego en las de Belgrado y Praga, desde donde, según confesión propia, facilitaba documentación a Rusia. A principios de 1950 empezaron las sospechas y se inició una investigación. En julio de 1951, Floyd confesó. Curiosamente, no hubo represalias. En mayo de ese mismo año, dos de los Cinco de Cambridge (Blunt y Maclean) se habían fugado a la URSS, el escándalo había sido mayúsculo y es posible que el Gobierno estuviera demasiado avergonzado para admitir públicamente la existencia de otro infiltrado. Sea como fuere, se consideró preferible creer que el arrepentimiento de Floyd era sincero y ofrecerle una salida honrosa como reportero especializado en «asuntos soviéticos» para el Daily Telegraph. El caso no se destapó hasta 2018, con la desclasificación de varios documentos del Ministerio de Exteriores británico. Floyd había fallecido en 1997.
A pesar de toda esta frenética actividad, Floyd también escribió y tradujo. En 1964 publicó Mao Against Khrushev. A Short History of the Sino-Soviet Conflict, donde describe las rencillas existentes entre las que denomina «las Dos Romas»; al año siguiente, Rumania. Russia’s Dissident Ally; y, en 1969, Russia in Revolt. 1905: The First Crack in Tsarist Power. Entre sus traducciones, la más destacada es la de la novela Babi Yar de Anatoli Kuznetsov.
El escritor Anatoli Kuznetsov nació en Kíev en 1929. Desempeñó múltiples oficios hasta que en 1955 se afilió al Partido Comunista de la Unión Soviética. Poco después, decidió convertirse en escritor, ingresó en el Instituto de Literatura Maksim Gorki. Su primer intento de publicar fue en 1957: envió el manuscrito de una novela corta a la revista Yunost, pero los editores alegaron que no podían aceptarlo («la censura no lo permitiría, les cerrarían la revista y a mí me detendrían, o peor, me apartarían de la literatura para siempre»). Finalmente, la obra apareció en una versión censurada sin permiso del autor. En 1960, ya con cierto renombre, Kuznetsov ingresó en el Sindicato de Escritores Soviéticos. En 1966, publicó su obra más importante, Babi Yar.
Escribe Kuznetsov al principio de la novela: «Me crie en las afueras de Kíev, en el distrito de Kurenivka, no muy lejos de un barranco cuyo nombre, Babi Yar, solo conocían las gentes del lugar [...]. Más tarde se haría famoso, de repente, en un solo día» (pp. 14-15). Se refiere al 29 de septiembre de 1941, un día antes de Yom Kipur: ese día los nazis asesinaron en Babi Yar a 33 761 judíos de la zona. Las tropas del Obergruppenführer Friedrich Jeckeln perpetraron la matanza mediante el llamado «método de la sardina»: se disponía a las personas en hileras en una fosa y se las iba ejecutando por grupos; cada grupo debía situarse justo encima del anterior; cuando la fosa estaba llena se remataba a los posibles supervivientes. Se estima que, a lo largo de la guerra, entre 100 000 y 150 000 personas murieron en el barranco de Babi Yar.
Kuznetsov llevaba desde los catorce años tomando notas de lo que se decía en relación con la masacre de Babi Yar. A mediados de los años sesenta, envió el manuscrito a la revista Yunost, que lo rechazó y le aconsejó que no se lo dejara leer a nadie a menos que recortara todos los pasajes «antisoviéticos». La novela se publicó en 1966, después de que el autor amputara algunas partes y la censura soviética expurgara unas cuantas más: por lo visto, comentarios del tipo «había tratado de escribir [sobre Babi Yar] ateniéndome a las reglas del “realismo socialista”, la única guía de escritura que conocía [...], pero la verdad de la vida real [...] perdía al punto toda su vivacidad y se convertía en algo trillado, plano, falso e insincero» (p. 14) no eran aceptables. Hasta una cuarta parte del texto desapareció en el proceso, incluidos capítulos enteros, como el titulado «Caníbales», que empieza: «La peor hambruna de la larga historia de Ucrania ocurrió bajo el dominio soviético, en 1933. Es el primer suceso de mi vida del que guardo un claro recuerdo» (p. 120).
Sin embargo, Kuznetsov se quedó con el manuscrito y siguió trabajando en él. Temeroso de que, durante uno de los registros a los que periódicamente lo sometían las autoridades, el texto fuera descubierto, lo fotografió y lo enterró en un bosque cerca de la ciudad rusa de Tula. En 1969, Kuznetsov viajó a Londres con el pretexto de investigar para un libro sobre Lenin. Una vez allí, logró deshacerse de su mamka (el agente que la policía rusa le había impuesto como acompañante) y se presentó ante las autoridades inglesas. Como ni Kuznetsov hablaba inglés ni los funcionarios, ruso, quiso el azar que lo pusieran en contacto con David Floyd, el exespía reconvertido en reportero del Daily Telegraph. Juntos acudieron al hotel donde se alojaba el escritor para recuperar la máquina de escribir de este y, sobre todo, el abrigo en cuyo forro iba cosida la película de 35 mm con el texto fotografiado de Babi Yar. Después de eso, Floyd consiguió que el Ministerio del Interior se lo llevara a un lugar seguro y le concediera el permiso de residencia. Hasta su muerte, el 14 de junio de 1979, Kuznetsov trabajó para Radio Liberty, escribió poco y, según se dice, leyó mucho, sobre todo a autores prohibidos en la URSS, como Orwell, Kafka y Zamiatin.
En 1970, Kuznetsov publicó en inglés la edición completa de Babi Yar, firmada con pseudónimo «A. Anatoli». Tipográficamente, la edición presentaba ciertas peculiaridades: marcaba en negrita los fragmentos que habían sido censurados en la primera edición rusa de 1966, y añadía entre corchetes mucho material adicional redactado por el autor entre 1967 y 1969. La traducción corrió a cargo de David Floyd. No deja de llamar la atención que el periodista dos veces traidor, por espía y traductor, fuera uno de los artífices de la defección de un autor soviético y que firmase una traducción que, tanto por el contenido como por el continente, pone de manifiesto como ninguna otra la intolerancia, el desprecio a la memoria y el afán totalitario de un régimen con el que él mismo había colaborado, con gran riesgo por su parte, dos décadas antes. A fin de cuentas, es posible que quienes creyeron en la sinceridad de su confesión de 1951 no se equivocaran. La novela no apareció de forma íntegra en ruso hasta 1991. En 2008 se publicó la traducción ucraniana, firmada por Alekséi Kuznetsov, el hijo del autor.
A lo largo de los años, la URSS se aplicó por todos los medios a camuflar la historia de Babi Yar. Como explica Kuznetsov al principio del libro, «tras la guerra, hubo en la Unión Soviética un violento estallido de antisemitismo que incluyó una campaña en contra de lo que se denominaba “cosmopolitismo”, y cualquier mención de Babi Yar estaba poco menos que prohibida» (p. 13). La versión oficial era que allí se había cometido el «asesinato de pacíficos ciudadanos soviéticos». Con el tiempo, se intentó urbanizar el espacio: se decidió rellenar el barranco, se arrasó el antiguo cementerio judío, se edificaron un bloque de viviendas y unos estudios de televisión; incluso se proyectó un estadio que nunca llegó a construirse. El coste fue enorme, no solo en términos económicos, sino en vidas humanas: en 1961, el dique que contenía la tierra lodosa con la que se pretendía rellenar el barranco cedió a causa de la lluvia, y provocó un aluvión de fango y restos humanos que sepultó un barrio entero y mató a varias personas. Según Kuznetsov, se tardó dos años en retirar los escombros: «Parecían las excavaciones de Pompeya» (p. 473). En 1966, el régimen seguía decidido a silenciar la masacre: en conmemoración del 25.º aniversario, se produjo una concentración espontánea en el lugar. Cuando la televisión se enteró, mandó cámaras; poco después, el director del canal fue despedido y la policía secreta confiscó las cintas.
Fueron varios quienes trataron de conservar el recuerdo de aquella atrocidad. Se cree que la primera fue la poeta Liudmila Titova, testigo de los hechos, con un poema que no se descubrió hasta la década de 1990. Otro fue Mikol Bazhan, a quien el PCUS obligaría a rechazar la candidatura al Premio Nobel en 1970. El poeta Yevgueni Yevtushenko (antiguo alumno, como Kuznetsov, del Instituto de Literatura Maksim Gorki) publicó en 1961, en el semanario Literaturnaya Gazeta, un poema sobre Babi Yar que empieza: «No hay monumentos en Babi Yar»; al año siguiente, Shostakóvich «traduciría» el poema de Yevtushenko al lenguaje musical con su Sinfonía n.º 13 en Si bemol menor.
La novela de Kuznetsov concluye con las siguientes
palabras: «Me pregunto si algún día comprenderemos que no hay nada más precioso
en este mundo que la vida y la libertad humanas. O si todavía han de cometerse
más barbaridades» (pp. 477-478). El 1 de marzo de 2022, el ejército ruso
bombardeó el memorial de Babi Yar durante la ofensiva contra Ucrania ordenada
por Vladímir Putin, el falso traductor de Dresde.1
Nota:
(1) Sobre los espías y la traducción: Mark Polizzotti, Simpatía por el traidor, trad. de Íñigo García Ureta, Madrid, Trama, 2020, pp. 48-49; Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, Madrid, Librería Católica de San José, 1880, vol. II, pp. 466-467 y 644. | Sobre los Cinco de Cambridge: Ben Macintyre, Un espía entre amigos, trad. de David Paradela, Barcelona, Crítica, 2015. | Sobre David Floyd: Olivia Goldhill, «The UK hid the story of a Soviet spy for 70 years because they felt silly for hiring him», Quartz, 25-2-2018, disponible aquí (consulta: 3-3-2022); Guy Walters, «Named after 67 years, the Oxford traitor whose spying for Russia was hushed up by MI5 became a Daily Telegraph journalist known as “Pink” Floyd», Daily Mail, 26-2-2018, disponible aquí (consulta: 3-3-2022). | Sobre Anatoli Kuznetsov: «A soviet author’s flight to the free world», Time, 8-8-1969, disponible aquí (consulta: 3-3-2022). | Sobre Babi Yar: Tony Judt, Postwar, Londres, Pimlico, 2007, p. 182; Anatoli Kuznetsov, Babi Yar, trad. de David Floyd, Nueva York, Farrar, Straus and Giroux, 1970; Timothy Snyder, Tierra negra, trad. de Paula Aguiriano, Inés Clavero, Irene Oliva y David Paradela, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2015, pp. 205-207.
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