El libro del lector
Como este proyecto lo ideó, lo trabajó, lo maternó Jorge Schwartz (este Borges babilónico que él suele designar por sus iniciales: el b.b.) o también: porque este libro de algún modo encarna cierta idea de la creatividad y la imaginación críticas, esto es, tener ideas y decirlas con poesía, y eso aparece ya en la primera entrada de la enciclopedia, que es “1910 el año del cometa y del Centenario”, por esas razones, entre otras posibles, quisiera empezar con dos citas de Jorge. La primera es del prólogo de la edición brasileña, donde recuerda que “la historia del Borges babilónico comenzó hace muchos años como ejercicio de lectura”. La segunda viene del prólogo de la edición argentina: "Para ser fiel al espíritu borgeano, recomendamos que el Borges babilónico, además de obra de consulta, sea también de lectura. Será una fuente continua de sorpresas; por ejemplo leer a Stevenson entre Joseph Von Sternberg y Snorri Sturluson responde a una lógica de 'buena vecindad' de la biblioteca de Aby Warburg. También aconseja “perderse entre las páginas, abandonar, volver a intentarlo, no preocuparse por seguir un orden preestablecido, releer”.
Quería empezar con esas citas que hablan de la lectura porque parte de la belleza de este libro, en sus dos versiones, es que hace de la lectura un proyecto vital y además reduplica, en los lectores de Borges, un modo de leer de Borges. ¿Cómo olvidar que estamos ante una enciclopedia sobre un autor que hizo de la lectura de enciclopedias una práctica, un goce y una fuente de escritura? ¿Y cómo no ver en esta enciclopedia babilónica las enciclopedias que Borges leía: la Britannica de 1911, la Montaner y Simón de 1912? Aún queda por estudiar esa onceava edición de la Enciclopaedia Britannica que perteneció a Borges, y que ahora duerme como el puñal su sueño de tigre, en un departamento de la calle Rodríguez Peña. A la espera de poder abrir esos tomos, sí podemos unir estas más de mil entradas del Babilónico con el hecho central de la vida de Borges, que fue leer.
Se sabe, lo contaba él mismo: era el niño en la biblioteca, el adulto que más leía (por deseo, trabajo, cantidad), el ciego que no pudo seguir leyendo. La lectura quizá sea la peripecia más dramática y eficaz en la vida de Jorge Luis Borges.
Y su singularidad como lector, tal como lo muestran tantas páginas de la enciclopedia, es que sabemos qué leía, a quién, e incluso cuándo. Existe un registro casi semanal de sus lecturas, mediado por el trabajo. Los ensayos, las reseñas, las biografías sintéticas en El Hogar, Sur y otras publicaciones dan cuenta de sus lecturas; el diario de Bioy consigna lo que están leyendo; los cuadernos y manuscritos (como hemos visto recientemente en los trabajos de Daniel Balderston) también registran las publicaciones que tenía entre las manos. Muchas de las entradas del Babilónico se tejen a partir de esos registros: en este sentido, para los hacedores de enciclopedias, así como para los historiadores de la lectura, Borges es un deseo cumplido, un sueño realizado.
Y lo es, porque se veía obligado a ganar dinero por medio de la lectura. A diferencia de otros letrados de su círculo cercano (Bioy Casares, Silvina y Victoria Ocampo, María Rosa Oliver), Borges no era un rentista y debía buscar un sueldo. Los treinta años previos al reconocimiento internacional en los años sesenta y a la ceguera física que le impidió, a partir de 1955, la lectura directa, estuvieron marcados por un trabajo específico, que consistía en leer para escribir.
“Me abruman las tareas”, le escribe a Estela Canto a fines de 1944, “un prólogo para las Novelas ejemplares, otro para el Paradise Lost, otro para un libro de Emerson, […] la lectura (nominal) de cuatro volúmenes para el Premio Nacional de Filosofía, la de otras tantas piezas de teatro para un certamen, la innumerable redacción de solapas, noticias y contratapas”.
Esa relación con los libros tampoco es ajena a los sucesos culturales de su tiempo, en particular a los procesos de democratización de la lectura y a las nuevas formas de consumo del libro, que también incluían las enciclopedias. En el Ensayo autobiográfico, Borges recuerda cómo leía La divina comedia en el tranvía de la línea 76, donde viajaba para ir y venir del trabajo en la Biblioteca Miguel Cané, en un trayecto que le tomaba “un par de horas diarias” entre Almagro y el centro. Ahí, leía, solo, en medio de otros, que no sabían quién era.
En realidad el acceso de Borges a los libros en esos tiempos no era distinto del de cualquier lector culto, de pocos ingresos económicos, proveniente de las capas medias en la Argentina de la modernización. Aparecen entonces los títulos, los autores, las ediciones analizadas en el Babilónico. Libros de Garnier Hermanos publicados en castellano en Europa (como su edición infantil del Quijote), enciclopedias y bibliotecas de clásicos (por ejemplo Clásicos Jackson y la enciclopedia Jackson, donde colaboró), los veinticinco tomos del diccionario hispanoamericano de Montaner y Simón, los veintinueve de la Britannica, las ediciones inglesas de bolsillo de Everyman’s Library, manuales, introducciones a disciplinas, textos y autores: esos también eran los libros a los que accedía Borges, que leía sentado en el piso de las librerías inglesas, en Mitchell’s, sobre Cangallo (hoy calle Perón); en Mackern, sobre Reconquista, “donde era conocido y se le permitía revolver todo lo que quisiera” sin comprar, como contó Estela Canto.
Una historia de la lectura, en Borges: el Babilónico propone ese camino y recrea una biblioteca, y de ese modo integra poderosamente la última etapa de la crítica borgeana, que se abre con la ampliación del perímetro de la obra tras la muerte de Borges en 1986, cuando se publican –y ese fue un trabajo de María Kodama– aquellos escritos, en general tempranos, que Borges había descartado en vida: los tres primeros libros de ensayos, los “textos recobrados”, gran parte de los trabajos en la prensa (por ejemplo: la Revista Multicolor de los Sábados, Los Anales de Buenos Aires sobre los que trabajó Annick Louis). Los nuevos registros de lectura, que ya no dependían de la obra editada y curada por él, revelaron vínculos desconocidos que nutrían la escritura. Las entradas del Borges Babilónico analizan sagazmente esas afinidades electivas y usos estratégicos de los textos, las ideas y los libros.
El estudio de Borges lector se consolida en 2010, desde la Biblioteca Nacional, con la publicación del catálogo razonado Borges, libros y lecturas a cargo de Laura Rosato y Germán Álvarez. Ese archivo releva la biblioteca personal que Borges donó a la BN en su paso como director (1955-1973) y consta de unas quinientas entradas de libros anotados. A la luz de esa biblioteca de trabajo, y también del estudio (que está en curso) de los cuadernos, las conferencias, las clases, los manuscritos, otros libros en otras bibliotecas, se comprueba hasta qué punto la lectura es en Borges un continente sumergido, un proceso cognitivo que sigue trabajando la escritura desde la ausencia, como en aquel texto de El hacedor donde el cautivo seguía “trabajado por el desierto”. De ahí que Borges babilónico muestre una y otra vez su mano convirtiendo lo leído en texto escrito.
Michel de Certeau describió al lector como un viajero y a la lectura como un espacio fuera del texto, donde la imaginación y el pensamiento se alejan de la página para armar el propio goce. El libro de Jorge, en la voz de sus colaboradores, muestra esa magia que toma de aquí y de allá, iluminando “coexistencias maravillosas”, como decía Paul Valéry. Propongo empezar con la letra Y, constituida por las entradas Yacaré, Yacimientos del Chubut, Yeats, Yrigoyen.
[1] Investigadora independiente del CONICET, profesora titular de Literatura francesa en la Universidad Católica Argentina y en la Universidad del Salvador y doctora en Literatura comparada por la Universidad de la Sorbonne (Paris IV). Actualmente investiga las transformaciones editoriales, la historia de la lectura y los usos ideológicos de la literatura francesa en la Argentina del siglo XX, así como las relaciones entre Borges, el francés y la literatura francesa.
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