Rafael Spregelburd, dramaturgo, director teatral, actor y traductor, escribe, en su columna del diario Perfil, de Buenos Aires, del pasado 11 de agosto, una reflexión sobre la máquina de escribir. Lo hace, luego de haber participado en una mesa, convocada por la editorial Ampersand, a propósito de su reciente libro El siglo de la máquina de escribir, firmado por Martin Lyons.
Máquinas de escribir
De un tiempo a esta parte, las alarmas acerca de todo lo que las inteligencias artificiales le harán o no al mundo del trabajo humano, y al humano en general, no paran de sonar. No puedo dejar de imaginar lo que habrán sido los albores de la revolución industrial, donde máquinas malignas y vaporosas iban a dejar sin empleo a millones de tejedoras y ensambladores de autos. Y aquí estamos, muchas décadas después, dejando alegremente algunos de esos laburos de mierda a máquinas sin sindicatos y tratando de usar el capital humano en algo que sea menos fatigoso, menos cruel o simplemente más creativo.
Hace unos días, Diego Erlan, en nombre de la editorial Ampersand, me invitó a reunirme con Mercedes Halfon y Laura Wittner para presentar en dispar trío el libro El siglo de la máquina de escribir. Es una audacia rigurosa del australiano Martyn Lyons, en la traducción de Sofía Odello, que reseña la relación del hombre (la mujer) con la máquina que escribe. Un tecnología mínima para ritualizar un acto máximo.
Pese a la diversidad de escrituras que nos convocó (periodismo, crítica, ensayo, poesía, traducción, dramaturgia, guion) los tres coincidimos involuntaria y profundamente en rendirnos ante la evidencia de que la vieja máquina de escribir fue un eslabón entrañable en la rara cadena de eventos que en cada una de nuestras biografías nos condujeron a la escritura.
Lo fascinante –creo ahora– fue ir descubriendo (confesando) que siempre parece haber una parte en el acto de la escritura que es fuertemente maquínica. Mis primeros textos a máquina datan de cuando tenía tres o cuatro años. De todas las máquinas de la casa era evidente que esta era capaz de una magia que las otras no. La escritura a máquina legalizaba las más frágiles cosas de la niñez y las establecía en letras de molde rojas o negras que escondían provisoriamente que el autor podía ser un niño. Unificaban en un formato globalizado unas condiciones mínimas de presentación de lo pensado, de lo escrito, que hacía aparecer a la cursiva como una serpiente amateur no preparada para sobrevivir en el mundo de las letras. Una ilusión poderosa, duradera, que me obligaba a pasar laboriosamente mis poesías y cositas al molde de la máquina y, después, a imaginarlas directamente allí. ¡Con qué inocencia sucumbí sin tapujos a los caprichos del robot aquel!
Por ejemplo, si un texto iba a necesitar una hoja adicional porque me sobraba una línea, hacía lo posible por no dejar viudas y huérfanas, recortando lo pensado para encajar en los moldes de un espacio que no era el del pensamiento sino el de la hoja, el de los márgenes. Esa búsqueda infantil del equilibrio en el espacio diseñado por la máquina persiste en mí. En todos. Un equilibrio paradójico respira detrás de toda hoja en blanco; se puede romper, es claro, pero eso se nota. Tanto como lo escrito.
Estaba también el sonido; cada tecla, una suave afirmación o un martillazo. El ruido a máquina obligaba al pensamiento a adecuarse a una música sin notas. Un código secreto, una performance que ocurre en el momento de la escritura. La máquina eléctrica eliminó esa ilusión: no traspasaba el impulso y la fuerza (incluyendo la dolorosa “a”, hecha con el débil meñique izquierdo) como una singularidad, sino que las unificaba aun más en un pulso regular, limando todo exabrupto, lo mismo que la computadora. La máquina eléctrica fue solo un eslabón perdido, un invento provisorio destinado a desaparecer en menos de dos lustros.
De estos asuntos habla Martyn Lyons en este rescate de las historias de amor de algunos escritores como Mark Twain, Henry James, Jack Kerouac o Agatha Christie y sus máquinas de escribir. Objetos personales que se trasladaban como muebles en aviones, trenes o barcos a expensas de otros equipajes. Era como viajar portando un piano; una extraña dependencia de la máquina para poder escribir lo humano.
Entiendo que hay máquinas y máquinas. La diferencia puede estar en el paso de lo analógico a lo digital, que a veces es difícil de definir, de conjeturar. Lo mismo pienso de las inteligencias artificiales, que hasta ahora solo han servido para que Leo Maslíah haga unos videos hilarantes en los que habla con ellas, haciendo uso de toda su razón, hasta dejarlas mudas.
Despiértenme cuando se invente una inteligencia artificial que sea analógica y no digital.
Acá espero.
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