Enrique Saavedra publicó la siguiente nota sobre traducción teatral en México, el pasado 10 de agosto, en el sitio Cartelera de Teatro.
Entre perpetuar la traición y armar el rompecabezas: la traducción teatral en la Ciudad de México
Tan cierta como contundente es la frase italiana traduttore – traditore que, al pasarla al español conserva su impacto y su sentido: traductor – traidor. En el teatro, si no existieran los traidores, nos privaríamos del goce de escuchar en nuestra lengua textos que, precisamente por ser trasladados a otros idiomas, le han dado la vuelta al mundo. Gracias a quienes han vertido las palabras de autores extranjeros podemos disfrutar –o sufrir–mientras Hamlet se dice a sí mismo “Ser o no ser”, cuando Blanche afirma: “Yo siempre he dependido de la bondad de los extraños” o ante la sentencia de Nawal: “La infancia es un cuchillo clavado en la garganta”.
Aunque en México existe una tradición de traducción teatral, se trata de uno de los oficios teatrales que hoy en día sigue luchando por su pleno y justo reconocimiento (basta decir que, si no la mayoría, sí la mitad de programas de mano y reseñas críticas consultadas para éste artículo no mencionan, ni por accidente, al traductor). Empero, eso no ha impedido que a lo largo de los años haya dramaturgos, escritores, directores, actores o productores que se han interesado en menor o mayor medida por traer a nuestra lengua a autores de diversas latitudes y épocas.
Tan solo hay que considerar que la primera gran renovación teatral del siglo XX fue fruto del interés de los poetas Salvador Novo, Xavier Villaurrutia y Celestino Gorostiza por presentar en nuestro país obras de la vanguardia europea, por lo cual tradujeron a autores como O’Neill y Cocteau. Pasada la época de los Contemporáneos, Novo continuó traduciendo obras que también dirigió. La más emblemática, el estreno en México de la sensación francesa, Esperando a Godot de Samuel Beckett.
Entre los muchos sectores en los que nuestro país se benefició con el recibimiento a los exiliados españoles, destaca el de la traducción teatral. León Felipe, Federico Patán y Angelina Muñiz Huberman tienen sendas traducciones de Shakespeare –de hecho, los tres tradujeron Noche de Epifanía en distintas épocas–. Tomás Segovia tradujo versiones importantes de Hamlet, Salomé de Oscar Wilde y Las relaciones peligrosas de Christopher Hampton, entre otras. Evidentemente, el Cisne de Avon es uno de los autores a los que más se les ha traducido, siendo actualmente el más constante el trabajo del también académico Alfredo Michel Modenessi, quien además ha traducido lo mismo a Marlowe que a Sartre o Alan Ayckbourn.
La traducción ha sido un oficio inherente a creadores escénicos como Brígida Alexander, José Luis Ibáñez –quien además tradujo varias comedias musicales–, Ludwik Margules, Juan José Gurrola, Susana Alexander, Luis de Tavira, Otto Minera, Alberto Lómnitz, Víctor Weinstock, David Olguín, Martín Acosta, David Hevia, Boris Schoemann, Mauricio García Lozano, Aurora Cano, David Psalmon, Angélica Rogel y Diego del Río.
Para Boris Schoemann, quien a su vez retoma lo que los autores que ha traducido le han dicho, “el traductor es el autor. Los autores saben que para ser conocidos en distintas partes del mundo tienen que tener traductores que se convierten en el autor de la versión en el idioma que maneja. Una traducción teatral no es algo para meter en Google Translator u otros programas mejores, pues realmente conlleva una parte de creación literaria, de dar a entender el subtexto, el humor y la poética del autor, cosas que si no estás completamente metido en el trabajo de un otro dramaturgo, no serían fácilmente traducibles. Por eso, el traductor se vuelve el autor en el idioma al que traduce”.
Schoemann, quien ha actuado textos que ha traducido, como Hasta luego de Antoine Jaccoud y dirigido sus traducciones de La divina ilusión de Michel Marc Bouchard y Tierra oceana de Daniel Danis, afirma: “El traductor tiene que tomar decisiones, inventar frases o palabras a partir de las invenciones mismas de los autores, ser un puente entre el idioma fuente y el de recepción, pensar en el público que lo va a recibir y en la manera de entender tal o cual concepto que a veces es extremadamente localista: ¿qué haces: lo dejas tal cual aunque nadie lo entienda o encuentras un equivalente en tu lengua? No hay respuesta: hay una respuesta distinta para cada tipo de obra y esa es parte de la labor del traductor: saber si hace adaptaciones o no, en función de la obra y de su nivel de comprensión del idioma del que traduce“.
Algunas traducciones de Schoemann están publicadas por Ediciones El Milagro y Los Textos de La Capilla, en donde también hay varias traducciones de Humberto Pérez Mortera, uno de los traductores y docentes de traducción más presentes. Junto a la traductora Naxeli Yrizar encabeza un proyecto encomiable: la editorial Libros de la Casa, con obras francófonas –la mayoría para jóvenes audiencias– traducidas al español.
Nadxeli explica que, aunque en su propuesta las obras primero son publicadas para buscar ser escenificadas, ella como traductora teatral piensa siempre en la escena más que en la página: “Creo que los textos teatrales están pensados para la escena, siempre. Entonces, en su estructura tienen todas esas pistas. Quizá no estoy pensando en la escena como lo pensaría alguien que lo está montando, como una directora o una actriz, porque es distinto el sentido en que descifras todas las capas que te vas imaginando mientras vas leyendo el texto. Pero los traductores somos, primero que nada, lectores. Lees pensando en las historias, en las capas del personaje, pero ahí están las pistas: el humor, la oralidad y se trata de ver qué de lo que funciona en el texto de origen puede funcionar en el texto en español“.
Agrega: “A veces, si trabajas más de cerca con gente que está pensando en un proyecto particular, sí te pide cosas específicas, como conservar algunos nombres en la lengua original o hacerlos más fáciles pasándolos al español. Lo que sí creo que es muy importante es, idealmente, leer junto con actores y actrices los textos, como para irlo probando y poder ajustar esas cosas que de pronto tú no ves, pero sí lo ven los especialistas de la escena: cosas que tienen que ver con la acción, con capas, con tonos que pudieron escaparse y que tú ves que ellos completan. Y ajustar palabras para que no se tropiecen al pronunciarlas”. Este convivio entre la página y la escena sucedió recientemente con la publicación y posterior escenificación –a cargo de la directora Marcela Castillo– de la obra de la dramaturga belga Celine Delbeq, El niño salvaje.
Juan Carlos Franco es dramaturgo, director y periodista cultural y editor. Desde esas trincheras ha enfrentado también la traducción de textos del inglés al español, como Shopping and Fucking de Mark Ravenhill. Para él, “un buen traductor teatral necesariamente tiene que ser un excepcional lector y tiene que tener algún tipo de técnica o conciencia teatral. Siento que los mejores traductores de teatro deberían ser también dramaturgos o tener una formación por ese lado. Creo que la formación de la traducción para teatro tiene una relación muy estrecha con la dramaturgia, con su técnica y sus aproximaciones.”
Añade: “Siento que la traducción es una a una parte de la maquinaria teatral, de producción y de creación que no se le toma en cuenta lo suficiente y eso se nota bastante en escena. Hay obras en las que la traducción es muy deficiente; rara vez lo es por una deficiencia de lenguaje, sino más bien se debe a que la traducción necesita hacerse ciertas preguntas que solo se adquieren con la práctica y que tiene que ver con un factor de adaptación que es propio de la poesía y de la dramaturgia. Para mí la traducción es como un rompecabezas a solucionar y mientras más herramientas tengamos se soluciona mejor y quizás también más fácil. Y ese rompecabezas son palabras, expresiones y traslaciones de imágenes y metáforas hacia otra cultura: a la nuestra”.
El problema, enfatiza Franco, es que sigue haciendo falta la justa visibilización de esta labor: “Valdría la pena que en esta industria siguiéramos la corriente que está empezando a moverse en la literatura de empezar a poner en el póster, en la marquesina, en la portada del libro, el nombre del traductor. Eso es muy importante, porque básicamente es un cocreador de la pieza”, remata Franco, quien aguarda a que el siguiente año se ponga en escena su traducción de la aclamada pieza británica La herencia de Matthew López, bajo la dirección de José Manuel López Velarde.
Finalmente, Fernanda del Monte nos comparte un poco del proceso de traducción de Cleansed de la británica Sarah Kane, que se estrenará a finales de este año bajo la dirección de Sixto Castro. Para ello, ha partido no solamente de su expertise como dramaturga, sino también de su calidad de investigadora y dramaturgista: “Lo que me interesaba era mantener la voz de Sarah Kane. Como la he estudiado mucho, he estudiado sus obras e hice una versión libre de su obra Psicosis 4:48, en ésta ocasión me parecía que la traducción debía ser muy cercana al tono, a la voz, a la escritura y al texto frío y sintético de algunos de sus personajes. Leí algunas traducciones al español de España que a mi parecer la convertían en una escritura torpe. Entonces decidí cuidar mucho la sintaxis, que el tempo del diálogo fuera casi el mismo, que se mantuviese el ritmo del diálogo, pues eso es fundamental en la dramaturgia: una escribe a partir del ritmo, de la sintaxis y, cuando eso se pasa a otro idioma, puede perderse”.
La traducción teatral se ha enriquecido con los aportes de figuras literarias como Sergio Pitol, Margo Glantz, José Emilio Pacheco, Carlos Fuentes, Esther Seligson, Federico Campbell, Luis Zapata y Juan Villoro, entre otros, así como de profesionales de la traducción literaria como, por ejemplo, Pilar Sánchez Navarro, Claudia Cabrera y Adrián Chávez.
Dramaturgos como Gabriela Román, Edgar Chías, Alberto Castillo, Ileana Villarreal, Paulina Barros Reyes Retana, directores como José Sampedro, Joe Rendón, Alejandro Villalobos y actores como Tina French, Jerónimo Best, Roberto Cavazos, Fernando Canek, Violeta Sarmiento, Francia Castañeda, Olinda Larralde, Beatriz Luna, Juan Carlos Medellín, José Antonio Falconi, entre otros, han permitido que conozcamos en nuestra lengua obras importantes.
Destaca la constancia del director Miguel Septién y también del actor Enrique Arce –quienes lo mismo han traducido textos que musicales– y de la también dramaturga y directora Paula Zelaya Cervantes y de las también actrices Pilar Ixquic Mata, María Renée Prudencio, Stefanie Weiss y Ana Graham; esta última, junto a Antonio Vega ha logrado sostener por más de veinte años una compañía teatral anclada en la traducción de textos contemporáneos –algunos de ellos en colaboración con Weiss–, como lo demuestra el reciente montaje de La reina de belleza de Leenane de Martin McDonagh.
En cuestiones de musicales, algunos traductores notables, amén de los ya mencionados, del ya desaparecido Marco Villafán y de la legendaria Julissa, son dignos de mencionar Susana Moscatel y Álvaro Cerviño.
No son los únicos, pero tampoco son muchos más, o quién sabe. Aunque cada vez más los gremios y las agrupaciones de traductores promueven visibilización del traductor tanto en los libros como en carteles y programas de mano, la realidad es que todavía hay una deuda al respecto con quienes ejercen este oficio.
Ojalá que así como hay un interés continuo en productores, directores, dramaturgos, y actores por traer a nuestra lengua textos clásicos a novísimos de distintos puntos del planeta, sea también un interés de productores, publirrelacionistas, periodistas e investigadores el hacer valer el crédito y la visibilidad del traductor, ese traidor cuyas traiciones son más bien dones para nuestro teatro y, por qué no decirlo, para el teatro de todo el mundo.
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