El narrador y periodista uruguayo Martín Bentancor publicó el pasado 15 de septiembre, en La Diaria, de Montevideo, una extensa entrevista con el poeta y traductor Jorge Aulicino. Se reproduce a continuación un fragmento de ella; más precisamente, el referido al oficio de traductor.
Me parece que todos los traductores lo que tratan de hacer es que el autor al que traducen suene en su propia lengua, lograr el equivalente, digámosle así. Se trata de una meta imposible porque no hay equivalente perfecto. Sí hay palabras que de un idioma al otro es indudable que significan lo mismo, pero aun así suenan de otra manera, y ya eso marca una diferencia y tiene una importancia en el resto del discurso que no es secundaria, porque el modo en que suena también es importante. No es lo mismo decir “agua” que “acqua”, como dicen los italianos. Todas esas cuestiones tienen que ver con el hecho de que, para traducir, primero se debe conocer la idiosincrasia del idioma y luego hay que encontrarle una forma en tu idioma. Uno no hace esto como una vocación de servicio, bah, no en mi caso al menos, en el caso de los traductores vocacionales como soy yo, que en cierto modo soy un aficionado, que no trabajo de esto y muy pocas veces me pagaron por mi trabajo. El tema es preguntarse si yo entiendo esto en el mundo del idioma original, cómo sonaría en el mundo de mi lenguaje, pero manteniendo a la vez, y esto es importante, la distancia, porque no puedo meterlo en mi mundo totalmente. Hay un atajo tonto que consiste en, por ejemplo, si uno traduce a un poeta italiano al porteño, usa el voceo y las palabras cotidianas de una argentino de Buenos Aires para acercarlo más. Y eso lo destruye. Me parece que el secreto está en mantener un juego de distancia y acercamiento; que se entienda en mi idioma pero que se mantenga cierto extrañamiento.
¿Cuándo leías a Pavese en la traducción de Rodolfo Alonso pensabas que en un momento lo traducirías?
No, ni se me ocurría. Yo leía a Pavese con 20 años, y lo traduje a los 50.
Me suena que en tu caso fue muy natural, por decirlo de alguna manera, cómo se fue dando ese proceso de traducción en tu propia formación de lector y escritor…
Fue un proceso de maduración y de conocimiento de la lengua extranjera. No es lo mismo lo que yo entendía del italiano a los 20 años que lo que entendía a los 50. Se dio naturalmente porque uno siempre elige cosas afines y porque siempre hay, como muchas veces nos reprochan a los traductores, algo de uno mismo que pone en la traducción, eso que hace que digan “Todos los poetas que traduce Fulano se parecen entre sí y a lo que él escribe”.
¿Y cómo se hace, al ser poeta, para traducir la poesía de otro autor sin que se evidencie la propia poética?
Se evidencia. Eso es inevitable. Yo no busco que se evidencie nada, al contrario, trato de recrear lo que entiendo que es el tono y el mundo verbal del autor que estoy traduciendo. Siempre se cuela algo porque, por ejemplo, si uno lee a los traductores argentinos ve cierta tendencia a transformarlo en un autor propio. Esto se lo reprochaban a Alberto Girri, que fue uno de los primeros que acá tradujo poesía norteamericana contemporánea. Los críticos decían que todos los poetas que traducía Girri se parecían a lo que Girri escribía. A mí no me parece, porque he leído mucho las traducciones de Girri y veo que él buscaba la diferencia, aunque se nota cierta sequedad o austeridad que era muy propia de la poesía que él escribía. Y cuando tenía que tomar determinada decisión, siempre elegía la más prudente, digamos, no la más exagerada.
Dante y su tiempo
¿Cómo fue el proceso de trabajo en tu traducción de La Divina Comedia?
Estuve muchísimo años para decidirme a hacer la traducción. Todas las decisiones generales fueron improvisadas, porque al principio lo que pensaba era hacer el Infierno, con el Purgatorio vamos a ver qué pasa y, cuando lo traduje, me dije que ahora debía culminar con el Paraíso. Ahí fue donde más vacilé, porque cuando lo comencé a traducir pensé que no podría terminarlo. Yo había venido traduciendo a lo largo de los años algunos cantos del Infierno, ya sea porque leía citas de esos cantos o porque en una lectura en prosa que había hecho de la obra, cuando era muy joven, determinados cantos me atraían especialmente. Hasta que un día me planteé por qué no intentar traducir todo el Infierno y recién ahí empecé a darme cuenta de cuál era el proyecto de Dante. A nosotros nos llegaba siempre La Divina Comedia a través de citas aisladas y nos parecía, al menos a mí, que todo eran fragmentos, que lo que podía salvarse de toda la obra eran pedazos, como cuando se hace una excavación arqueológica y se van rescatando ciertas piezas. En un momento descubrí que la obra en general es un proyecto increíble Y que Dante lo haya ejecutado es aún más increíble. De todo esto, claro está, me iba dando cuenta a medida de que lo traducía. El método no fue otro que poner el libro adelante, empezar a traducir y confrontando, como La Divina Comedia tiene una historia de traducciones muy larga, con otras versiones.
¿Con cuáles en particular?
La de Bartolomé Mitre, la de Ángel Battistessa, de la década del sesenta del pasado siglo, y la de Luis Martínez de Merlo, que es más cercana en el tiempo. Traducía un canto y lo confrontaba con esas tres traducciones. Esa comparación te lleva a corregir cosas o a investigarlas más, sobre todo cuando encontrás muchas diferencias. Ese fue el método. Trabajé canto por canto y palabra por palabra, todos los días y dedicándole alrededor de un año a cada libro.
¿Cómo hiciste para aprehender o mantener esa actualidad que tiene La Divina Comedia, en el sentido de que Dante escribía su obra e incorporaba a personas que estaban vivas en ese momento? Tenías el recurso de la nota al pie, claro, pero voy más allá de eso, hacia el interior profundo del texto…
Yo busqué que las notas al pie fueron las menos posibles. El primer secreto es que se pueda leer fluidamente, lo que significa todo un problema cuando, como le ocurrió a muchos traductores, se intenta respetar el terceto endecasílabo y rimado. Eso es una limitación en el sentido de la fluidez y es lo que provocó que mucha gente se haya alejado de la obra, o que no haya querido o podido entrar. Creo que lo que hace que uno pueda mantener la lectura de La Divina Comedia, aunque no sepa exactamente quién es cada quién, es que una idea general de la época hay que tener, de los personajes con los que trataba Dante. A partir de ahí, lo que hace que los personajes vivan es que el relato sea fluido, legible, sin llegar a la pavada, como a porteñizar o lunfardizar la Comedia. No es algo difícil, porque fuera de algunos momentos en los que Dante complica un poco la sintaxis, es un autor bastante fluido. Logró que un italiano que hablaba el pueblo, que todavía no era el italiano sino el idioma de la Toscana, funcione literariamente. Ese es su gran mérito lingüístico. Gracias a eso el toscano se convierte en el protoitaliano.
En otro idioma
Desde la infancia, en tu casa paterna tuviste contacto con el italiano, pero te convertiste en traductor en la “edad adulta”. ¿Cómo fue el proceso que te llevó a convertirte en traductor?Me parece que todos los traductores lo que tratan de hacer es que el autor al que traducen suene en su propia lengua, lograr el equivalente, digámosle así. Se trata de una meta imposible porque no hay equivalente perfecto. Sí hay palabras que de un idioma al otro es indudable que significan lo mismo, pero aun así suenan de otra manera, y ya eso marca una diferencia y tiene una importancia en el resto del discurso que no es secundaria, porque el modo en que suena también es importante. No es lo mismo decir “agua” que “acqua”, como dicen los italianos. Todas esas cuestiones tienen que ver con el hecho de que, para traducir, primero se debe conocer la idiosincrasia del idioma y luego hay que encontrarle una forma en tu idioma. Uno no hace esto como una vocación de servicio, bah, no en mi caso al menos, en el caso de los traductores vocacionales como soy yo, que en cierto modo soy un aficionado, que no trabajo de esto y muy pocas veces me pagaron por mi trabajo. El tema es preguntarse si yo entiendo esto en el mundo del idioma original, cómo sonaría en el mundo de mi lenguaje, pero manteniendo a la vez, y esto es importante, la distancia, porque no puedo meterlo en mi mundo totalmente. Hay un atajo tonto que consiste en, por ejemplo, si uno traduce a un poeta italiano al porteño, usa el voceo y las palabras cotidianas de una argentino de Buenos Aires para acercarlo más. Y eso lo destruye. Me parece que el secreto está en mantener un juego de distancia y acercamiento; que se entienda en mi idioma pero que se mantenga cierto extrañamiento.
¿Cuándo leías a Pavese en la traducción de Rodolfo Alonso pensabas que en un momento lo traducirías?
No, ni se me ocurría. Yo leía a Pavese con 20 años, y lo traduje a los 50.
Me suena que en tu caso fue muy natural, por decirlo de alguna manera, cómo se fue dando ese proceso de traducción en tu propia formación de lector y escritor…
Fue un proceso de maduración y de conocimiento de la lengua extranjera. No es lo mismo lo que yo entendía del italiano a los 20 años que lo que entendía a los 50. Se dio naturalmente porque uno siempre elige cosas afines y porque siempre hay, como muchas veces nos reprochan a los traductores, algo de uno mismo que pone en la traducción, eso que hace que digan “Todos los poetas que traduce Fulano se parecen entre sí y a lo que él escribe”.
¿Y cómo se hace, al ser poeta, para traducir la poesía de otro autor sin que se evidencie la propia poética?
Se evidencia. Eso es inevitable. Yo no busco que se evidencie nada, al contrario, trato de recrear lo que entiendo que es el tono y el mundo verbal del autor que estoy traduciendo. Siempre se cuela algo porque, por ejemplo, si uno lee a los traductores argentinos ve cierta tendencia a transformarlo en un autor propio. Esto se lo reprochaban a Alberto Girri, que fue uno de los primeros que acá tradujo poesía norteamericana contemporánea. Los críticos decían que todos los poetas que traducía Girri se parecían a lo que Girri escribía. A mí no me parece, porque he leído mucho las traducciones de Girri y veo que él buscaba la diferencia, aunque se nota cierta sequedad o austeridad que era muy propia de la poesía que él escribía. Y cuando tenía que tomar determinada decisión, siempre elegía la más prudente, digamos, no la más exagerada.
Dante y su tiempo
¿Cómo fue el proceso de trabajo en tu traducción de La Divina Comedia?
Estuve muchísimo años para decidirme a hacer la traducción. Todas las decisiones generales fueron improvisadas, porque al principio lo que pensaba era hacer el Infierno, con el Purgatorio vamos a ver qué pasa y, cuando lo traduje, me dije que ahora debía culminar con el Paraíso. Ahí fue donde más vacilé, porque cuando lo comencé a traducir pensé que no podría terminarlo. Yo había venido traduciendo a lo largo de los años algunos cantos del Infierno, ya sea porque leía citas de esos cantos o porque en una lectura en prosa que había hecho de la obra, cuando era muy joven, determinados cantos me atraían especialmente. Hasta que un día me planteé por qué no intentar traducir todo el Infierno y recién ahí empecé a darme cuenta de cuál era el proyecto de Dante. A nosotros nos llegaba siempre La Divina Comedia a través de citas aisladas y nos parecía, al menos a mí, que todo eran fragmentos, que lo que podía salvarse de toda la obra eran pedazos, como cuando se hace una excavación arqueológica y se van rescatando ciertas piezas. En un momento descubrí que la obra en general es un proyecto increíble Y que Dante lo haya ejecutado es aún más increíble. De todo esto, claro está, me iba dando cuenta a medida de que lo traducía. El método no fue otro que poner el libro adelante, empezar a traducir y confrontando, como La Divina Comedia tiene una historia de traducciones muy larga, con otras versiones.
¿Con cuáles en particular?
La de Bartolomé Mitre, la de Ángel Battistessa, de la década del sesenta del pasado siglo, y la de Luis Martínez de Merlo, que es más cercana en el tiempo. Traducía un canto y lo confrontaba con esas tres traducciones. Esa comparación te lleva a corregir cosas o a investigarlas más, sobre todo cuando encontrás muchas diferencias. Ese fue el método. Trabajé canto por canto y palabra por palabra, todos los días y dedicándole alrededor de un año a cada libro.
¿Cómo hiciste para aprehender o mantener esa actualidad que tiene La Divina Comedia, en el sentido de que Dante escribía su obra e incorporaba a personas que estaban vivas en ese momento? Tenías el recurso de la nota al pie, claro, pero voy más allá de eso, hacia el interior profundo del texto…
Yo busqué que las notas al pie fueron las menos posibles. El primer secreto es que se pueda leer fluidamente, lo que significa todo un problema cuando, como le ocurrió a muchos traductores, se intenta respetar el terceto endecasílabo y rimado. Eso es una limitación en el sentido de la fluidez y es lo que provocó que mucha gente se haya alejado de la obra, o que no haya querido o podido entrar. Creo que lo que hace que uno pueda mantener la lectura de La Divina Comedia, aunque no sepa exactamente quién es cada quién, es que una idea general de la época hay que tener, de los personajes con los que trataba Dante. A partir de ahí, lo que hace que los personajes vivan es que el relato sea fluido, legible, sin llegar a la pavada, como a porteñizar o lunfardizar la Comedia. No es algo difícil, porque fuera de algunos momentos en los que Dante complica un poco la sintaxis, es un autor bastante fluido. Logró que un italiano que hablaba el pueblo, que todavía no era el italiano sino el idioma de la Toscana, funcione literariamente. Ese es su gran mérito lingüístico. Gracias a eso el toscano se convierte en el protoitaliano.
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