Poeta, novelista y ensayista, hasta su reciente jubilación, Jorge Aguilar Mora (Chihuahua, México, 1946 ) se desempeñó como profesor de Literatura hispanoamericana del Siglo XX y Teoría de la literatura en la Universidad de Maryland. Como poeta publicó No hay otro cuerpo (México, Joaquín Mortiz, 1977), U.S. Postage Air Mail Special Delivery (México, La máquina de escribir, 1977), Esta tierra sin razon y poderosa (México, Fondo de Cultura Económica, 1986) y Stabat Mater (México, Era, 1996); como narrador, Cadáver lleno de mundo (México, Joaquín Mortiz, 1971), Si muero lejos de ti (México, Joaquín Mortiz, 1979) y Los secretos de la aurora (México, Era, 2000); como ensayista, Un día en la vida del General Obregón (México, SEP, 1982), La otra Francia (México, Cuadernos de la Gaceta, 1986), Una Muerte Sencilla, Justa, Eterna: Cultura Y Guerra Durante La Revolucion Mexicana (México, Era, 1990) y La Divina Pareja- Historia y mito en Octavio Paz (México, Era, 1991).
1) ¿En qué reconoce una buena traducción? En otros términos, ¿cómo definiría una buena traducción?
–Para mí, una buena traducción es aquella que muestra en acto la imposibilidad de la traducción perfecta. La traducción que hizo Francisco Javier Alegre del Arte poética de Boileau es el más claro ejemplo: “Mi traducción no será literal, ni aun casi será traducción. Hago con Boileau lo que él hizo con Horacio, esto es, tomar yo los pensamientos y los preceptos, y vertirlos a mi modo. Añado, quito, mudo, y a los ejemplos y alusiones francesas sustituyo comúnmente españolas”. ¿Cómo podría ser de otra manera? Alegre, como todo buen traductor, sabe que los sistemas significantes del español y del francés son incomparables e incompatibles. Un texto en francés donde cristaliza la singularidad de su estructura fonemática no puede ser trasladado a la estructura completamente distinta del español. Por lo tanto, a su modo, usa ejemplos del español que, en el sistema de éste, ilustren el fenómeno lingüístico vertido originalmente en francés. En este caso, la estrategia de Alegre es inmediatamente asequible porque se trata de ejemplos dados por Boileau.
Es una obviedad decir que la traducción es un ejercicio que enfrenta de manera directa al traductor con la potencialidad, por decirlo así, de una lengua extranjera. Entre más se despliegue la potencia sistemática de una lengua en el texto por traducir – en el nivel fonético, fonemático, léxical, sintáctico -, más difícil será la traducción “literal”. La traducción, pues, es una posición de lectura en la cual se abren con claridad las potencias y las impotencias del lenguaje: primero, las infinitas virtualidades de un sistema (de una “lengua” o langue, dirían los lingüistas estructuralistas); segundo, los abismos inconstantes e impredecibles entre los significantes y los significados, y luego entre las palabras y los referentes, y entre la sintaxis y los pliegues del pensamiento.
Quizás lo más accesible para un traductor sea el mundo conceptual del texto extranjero; ya que por definición el nivel significante-significado, el nivel del sistema, es incompatible entre dos lenguajes, incluso entre dos lenguas con el mismo origen histórico, como son las lenguas romances. Desde el punto de vista del sistema, el francés está tan lejos del español como el inglés.
Un buen traductor se enfrentará pues a la tarea de trasladar lo más fielmente posible un mundo conceptual que tiene dos rostros: uno, aquél que está más allá de la lengua misma; y otro, el que pertenece a ella (el semasiológico, por decirlo en jerga lexicográfica). En cuanto al nivel del significante tendrá que hacer lo que hizo Alegre: adaptar al sistema del español las particularidades significantes del original, sabiendo que sólo es una adaptación, una aproximación de equivalencias, nunca una traslación fiel.
¿Cómo trasladar las sílabas largas del latín, del griego, del inglés al español, que no las tiene? ¿La riqueza fonemática del sistema vocálico del francés? La historia de la traducción al español tiene muchos ejemplos de intentos inútiles y hasta ridículos.
El español no tiene la riqueza vocálica del francés, pero éste carece de la riqueza acentual del español. ¿Qué debe escoger el buen traductor de un poema francés al español? ¿Trasladar lo más cercanamente posible el mundo onomasiológico y el conceptual del poeta o tratar de reproducir la monotonía de la rima francesa? Ante las dos imposibilidades de perfección, creo que el intento más productivo es lo primero. Además, es imposible reproducir el ritmo hipnótico de los versos en francés, porque mientras en éste todas las palabras son agudas; en español la tendencia histórica y estructural es, por el contrario, hacia la acentuación grave.
2) ¿Le molesta leer un libro traducido a otras especies del castellano? Si sí, ¿por qué?
–Una vez en territorio de la lengua española ¿qué límites puede ponerse un traductor? Yo creo que ninguno. No creo que exista un español genérico, transnacional. Tampoco creo que la “unidad” de la lengua española se mantenga con empresas normativas, con reglas o con espacios cerrados como los diccionarios. De hecho, por fin en estos últimos años la Academia Española ha comenzado a reconocerle al español americano la misma legitimidad que al castellano, y ya se incluyen los “americanismos” como parte del mismo caudal lexicográfico. Mantener la denomación de “americanismos” es un síntoma de que la igualdad todavía no se ha logrado: la lengua española fue una lengua de conquista, y seguirá tratando de ser de “conquista” mientras los académicos españoles (y los americanos que muchas veces se comportan como parte de un séquito de peones) sigan hablando de “americanismos” como una categoría diferente.
Si existe unidad en la lengua española, no es porque la Academia o las Academias lo decidan. La unidad pertenece a los hablantes de Montevideo, Madrid, Toledo, Buenos Aires, Tegucigalpa, Bogotá, México, etc… Somos los hablantes los que hacemos la unidad, incluso en la diversificación. La diversidad del español es un elemento decisivo para su supervivencia. Parece, a veces, que los “académicos” (con título y sin título) tienen miedo de que al español le suceda lo que al latín: que se transforme en diferentes lenguas… La posibilidad es muy remota. Las condiciones históricas de comunicación son completamente diferentes. En todo caso surgirán dialectos, pero nadie puede impedir la formación de esos dialectos (los hay históricos, porque antes de conquistar América, el castellano conquistó parte de la peninsula ibérica y detuvo el desarrollo de lenguas como el leonés; y los hay post-castellanos, como el andaluz). ¿Qué academia podrá impedir que en Andalucía y en las costas del Caribe americano se pierda la –s final de sílaba y se comience a distinguir entre vocales abiertas y cerradas?
Se puede decir que tratándose de lenguaje escrito, la traducción sí puede acceder a un español “culto” genérico. Pero tratándose de poesía y de novela, no creo que ese “español” existe. En el caso de libros de ensayos, de tratados académicos, tal vez; pero no en textos de creatividad lingüística en ejercicio como la poesía o la narración.
3) ¿Quiénes, en su opinión, han sido buenos traductores en su país? ¿De qué obras?
–Ha habido muchos traductores extraordinarios en México. De los años más recientes, yo pensaría en Antonio Alatorre (traductor de Bataillon, de Machado de Asís, de A. Gerbi), en José Emilio Pacheco (traductor de Eliot, de Wilde, de muchos otros), en Octavio Paz. Y para no agotar, como modelo de traductor, pienso en Francisco Javier Alegre.
Narrador, ensayista y guionista de cine, Carlos Gamerro (Buenos Aires,1962) esLicenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires, donde se desempeñó como docente hasta 2002. Actualmente dicta cursos en la Universidad de San Andrés y en el MALBA. Es uno de los mayores especialistas latinoamericanos en la obra de William Shakespeare y James Joyce. Sus títulos de ficción publicados incluyen las novelas Las Islas (Buenos Aires, Norma, 1998), El sueño del señor juez (Buenos Aires, Norma, 2000), El secreto y las voces (Buenos Aires, Norma, 2002), La aventura de los bustos de Eva (Buenos Aires, Norma, 2004) y El libro de los afectos raros (Buenos Aires, Norma, 2005). Ha publicado también El nacimiento de la literatura argentina y otros ensayos (Buenos Aires, Norma, 2006) y Ulises. Claves de lectura (Buenos Aires, Norma, 2009). En 2007 fue Visiting Fellow en la Universidad de Cambridge y fue traducido en los talleres que dirige Amanda Hopkinson en la Universidad de East Anglia.
1) ¿En qué reconoce una buena traducción? En otros términos, ¿cómo definiría una buena traducción?
–Aparte de conservar la referencia y el sentido, debe recrear en la nueva lengua la potencia o la debilidad, la respiración y la corporalidad, los grados de naturalidad o afectación, del original. Cada buena traducción encuentra su lugar propio y único entre la conservación y la reescritura.
2) ¿Le molesta leer un libro traducido a otras especies del castellano? Si sí, ¿por qué?
–Sólo al español de España. Para los traductores españoles eso que arrojan sobre la página no es su dialecto, es la lengua, así sin más – dialecto es lo que hablan los otros, nosotros. (Ocho siglos de historia, una serie de conquistas imperiales y el inquisitorial Diccionario de la Real Academia respaldan ese permanente hábito de descortesía). España no sabe de hermandad, sino de maternidad; el traductor latinoamericano en cambio es consciente de estar traduciendo para una comunidad de hablantes heterogénea, y es más cauto a la hora de endilgarle sus formas locales a los lectores extranjeros. Un argentino no traduce a vos, sino a tú, y no satura de lunfardo portuario el habla de japoneses, egipcios o irlandeses. Todo esto por supuesto no se aplica a la literatura en lengua original, donde cada región lingüística tiene el derecho (algunos dirían, el deber) de prodigar las formas locales, pero en la traducción es un signo de descortesía que va de la mano con una política de mercado que impone los textos propios e ignora los ajenos. La delusión imperial, inevitablemente, resulta en una lengua provinciana.
3) ¿Quiénes, en su opinión, han sido buenos traductores en su país? ¿De qué obras?
Pienso en Enrique Pezzoni por su Lolita, en Jorge Luis Borges por "Bartleby", en Marcelo Cohen por Cuento de invierno y en José Salas Subirat por su Ulises que hasta el día de hoy, pese a sus muchos errores, me sigue pareciendo el mejor en castellano.
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