Eduardo Villar |
El 27 de diciembre pasado, Eduardo Villar
escribió en la revista Ñ la siguiente columna.
Libros de papel: una despedida
sin lágrimas
No diría aún que soy viejo. Pero
ya hace tiempo que no soy joven. Estoy entre los que empezaron a escribir las
primeras letras en el jardín de infantes con lápiz y siguieron en la primaria
primero con plumín y luego con lapicera fuente. Tintenkuli, Sheaffer, Parker,
son nombres que añoro como el papel secante y el olor a tinta. Viví fuera del
país seis años en los que escribí miles de cartas y esperé cada día una
respuesta deslizándose por debajo de la puerta.
Quiero decir: conozco la belleza
del papel. Y no encuentro ninguna en lo digital. Pero hace meses compré un
lector electrónico. Y adiós a los libros. Sostener el peso de una novela de,
digamos, 400 páginas ya no es un ejercicio que me parezca tolerable hacer en la
cama antes de dormir. Los ángulos y los bordes se sienten incómodos en la mano
y el esfuerzo de mantenerla suficientemente abierta para que sea legible me
acerca al calambre. Ni hablar de la cantidad ridícula de espacio que ocupan los
libros. Metros y metros de la casa destinados para siempre a objetos que son
usados con suerte una vez en la vida y que exigen orden y dedicación personal
si uno quiere encontrar lo que busca. Me irrita tener que ladear la cabeza
hacia un lado u otro para leer en el estante los títulos en el lomo, según
estén escritos de arriba hacia abajo o viceversa.
Ahora llevo en los 300 gramos de un
e-reader más libros que los que soy capaz de leer en mi vida, que es lo mismo
que todos los libros del planeta. Y elijo, en la sala de espera, en la playa o
en el colectivo, el que quiero leer en ese momento, que se abre en la página en
que lo dejé hace dos horas o hace un mes.
El peso de lo material ha
desaparecido de los libros. Y no lo extraño nada.
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