Escritor, traductor y
critico, Matías Serra Bradford
publicó el siguiente artículo en la revista Ñ, el 14 de enero pasado.
Elogio de la crítica literaria
La
crítica es una operación de traducción: nos convierte en el escritor del lector
que somos. Un lector que existe una sola vez, para cada libro abierto. Cada
novela facilita una vida de lector; la vida breve de una flor (unos días) o de
una luciérnaga (un mes o dos). El crítico quiere serle fiel a ese lector único
que un libro va creando, a los murmullos que intercambian. A la par, el
ejercicio de la crítica incita al lector a tener una conversación consigo mismo
–es lo que no pocos lectores buscan evitar– para eventualmente abrir una nueva
conversación alrededor de una obra.
La incipiente singularidad del lector está en manos de la
singularidad del libro que lee, y detectarla y describirla es uno de los fines
de la crítica. El atajo lo procura el estilo (aún en los escritores que lo
rechazan como principio rector), que es según el romanista e hispanista
austríaco Leo Spitzer el desvío, la manera en que un escritor se aleja del uso
común del lenguaje, por medio de ciertas preferencias sintácticas y léxicas, de
insistencias, de lo que Spitzer llama centros afectivos.
La lectura es un acto enigmático siempre, y ese enigma se
cristaliza cuando al lector le llegan, como en raptos de inspiración dignos de
novelista, frases acerca del libro que lee y que se siente impulsado a anotar.
Son esas frases, y no su nombre, las que determinan su autoridad, o mejor, su
grado de persuasión. Para un crítico, una manera útil de generar frases es
hacer de cuenta que una novela tiene un secreto, o más de uno.
El gusto es el factor decisivo, pero ¿es productivo que un
crítico se limite a aclarar si le agradó o no una novela? Cuando alguien dice
“me gusta”, advertía C. S. Lewis, no es lo mismo para un best-séller del que no
recordará nada y que no tiene la intención de releer, por ejemplo, que para un
libro que ha releído en cuatro oportunidades. Si “gustar” es la palabra
adecuada para el primer caso, sostenía, habrá que buscar otra para definir el
segundo.
A veces un crítico no se intranquiliza si un objeto no lo
atrae de inmediato; se fía en que la familiaridad –la frecuentación– suplirá el
trabajo del gusto. (Es sorprendente lo poco que confían en su gusto algunos
lectores, con qué risible convicción creen en la inhabilidad del criterio
propio.) Como sea, los cuatro puntos cardinales de un crítico son el asombro,
el placer y sus reversos, mientras orbita alrededor de ellos la perplejidad.
Igual que la primera vez, la lectura conserva su mentado poder transformador:
nunca sabremos a ciencia cierta quién seremos por el resto de nuestros días.
A su modo, cada novela responde a la siguiente pregunta: de
dónde saca un lector o un crítico la noción de qué es una buena novela, qué la
convierte en tal. Se lee, en efecto, para averiguarlo. ¿Conviene decirle a un
lector que está ante un gran libro? ¿No equivale a decirle que le van a contar
un chiste graciosísimo, antes de contárselo? Nada hay más alejado de la lectura
que la expectativa impuesta, lo imperativo.
Una cuestión más callada son las suposiciones acerca de la
ingenuidad del otro. Habiéndolo visto al escritor capaz de frases notables, el
lector juzga que ha habido una distracción, o un inofensivo acto de pereza,
cuando se cruza en ese mismo libro con una oración hecha de lugares comunes.
Algo análogo sucede cada vez que un novelista crea un personaje deliberadamente
odioso o tedioso y se arriesga a ser incomprendido.
Entre tanto, la identificación con un personaje deforma el
juicio (antes de que se forme), por eso nunca abundó el crítico-prodigio, en
minoría de edad. Y tal vez se apresura un escritor si se ofende porque un
crítico ha expresado algo que le resulta demasiado ambiguo –un presunto ataque
velado– mientras el crítico sólo intentaba decir algo novedoso, fiel a su
lectura. Si la crítica es difícil de hacer bien y que se entienda bien, en
buena parte se debe a que su potencia descansa en la cuerda que tensan la
claridad y la ambigüedad.
Es sabido que cuantos más espacios en blanco y elipsis
siembre una novela, más fértil será el campo de interpretación para el lector,
más razones tendrá para celebrar su papel de lector. Y es verdad que hay
interpretaciones que un crítico no confiesa para que no lo crean loco (rol para
el que no está, en teoría, autorizado). Rige un acuerdo tácito que establece
que un crítico no puede decir cualquier cosa; es como si en literatura
estuviéramos ante algo más profundo que la libertad.
No faltan los críticos que leen con desatención como gozando
de un privilegio. Y en otro orden de cosas, ciertas opiniones por él mismo
emitidas ponen al crítico en una posición incómoda, por aparentar una sapiencia
arrogante, aunque quizá sólo se le ocurrieron como se le ocurrieron oraciones
más insípidas, y el aire de vanidad no tendría por qué quitarles a sus palabras
una visión particular o simple puntería. Lo curioso es que al usar ciertos
sustantivos abstractos –belleza, sutileza, etc.– un crítico imagina estar
usando términos técnicos. A algunos críticos la magia estilística –de un
Baudelaire, un Empson– les facilita cierta impunidad en el juicio. Pero tiene
algo inhumano el crítico objetivo, imparcial, excesivamente justo. Es
probablemente en la diversidad y graduación de prejuicios –allí están Edmund
Wilson y Borges para revalidarlo– que se define un espíritu crítico.
En ocasiones da la impresión de que la calidad de un
comentario –basta recordar a Blanchot, Barthes– depende de cuánto está
dispuesto a arriesgar quien lo escribe. La buena crítica ha sido siempre el
secreto mejor guardado de la literatura, la que no reniega de las líneas del
poeta Yeats: “Sólo lo que no enseña, lo que no grita, lo que no condesciende,
lo que no explica, sólo eso es irresistible”.
De la Los
críticos más luminosos –los ya mencionados, y Eliot, Pritchett, Kermode, Praz, Starobinski–
son sensatos y a la vez impredecibles, virtudes que garantizan que sus lecturas
sean siempre generosas.
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