martes, 3 de febrero de 2015

"¿De dónde saca un lector o un crítico la noción de qué es una buena novela?"


Escritor, traductor y critico, Matías Serra Bradford publicó el siguiente artículo en la revista Ñ, el 14 de enero pasado.

Elogio de la crítica literaria

La crítica es una operación de traducción: nos convierte en el escritor del lector que somos. Un lector que existe una sola vez, para cada libro abierto. Cada novela facilita una vida de lector; la vida breve de una flor (unos días) o de una luciérnaga (un mes o dos). El crítico quiere serle fiel a ese lector único que un libro va creando, a los murmullos que intercambian. A la par, el ejercicio de la crítica incita al lector a tener una conversación consigo mismo –es lo que no pocos lectores buscan evitar– para eventualmente abrir una nueva conversación alrededor de una obra.

La incipiente singularidad del lector está en manos de la singularidad del libro que lee, y detectarla y describirla es uno de los fines de la crítica. El atajo lo procura el estilo (aún en los escritores que lo rechazan como principio rector), que es según el romanista e hispanista austríaco Leo Spitzer el desvío, la manera en que un escritor se aleja del uso común del lenguaje, por medio de ciertas preferencias sintácticas y léxicas, de insistencias, de lo que Spitzer llama centros afectivos.

La lectura es un acto enigmático siempre, y ese enigma se cristaliza cuando al lector le llegan, como en raptos de inspiración dignos de novelista, frases acerca del libro que lee y que se siente impulsado a anotar. Son esas frases, y no su nombre, las que determinan su autoridad, o mejor, su grado de persuasión. Para un crítico, una manera útil de generar frases es hacer de cuenta que una novela tiene un secreto, o más de uno.

El gusto es el factor decisivo, pero ¿es productivo que un crítico se limite a aclarar si le agradó o no una novela? Cuando alguien dice “me gusta”, advertía C. S. Lewis, no es lo mismo para un best-séller del que no recordará nada y que no tiene la intención de releer, por ejemplo, que para un libro que ha releído en cuatro oportunidades. Si “gustar” es la palabra adecuada para el primer caso, sostenía, habrá que buscar otra para definir el segundo.

A veces un crítico no se intranquiliza si un objeto no lo atrae de inmediato; se fía en que la familiaridad –la frecuentación– suplirá el trabajo del gusto. (Es sorprendente lo poco que confían en su gusto algunos lectores, con qué risible convicción creen en la inhabilidad del criterio propio.) Como sea, los cuatro puntos cardinales de un crítico son el asombro, el placer y sus reversos, mientras orbita alrededor de ellos la perplejidad. Igual que la primera vez, la lectura conserva su mentado poder transformador: nunca sabremos a ciencia cierta quién seremos por el resto de nuestros días.

La Primera Ley de la Crítica según el historiador de la literatura George Saintsbury es: “B no es malo porque no se parece a A, no importa lo bueno que A sea”. Idea que conduce hacia un punto revelador: qué es lo que un crítico señala como digno de encomio o rechazo. Esos valores –la conciliación acerca de un puñado de valores– determinan el ingreso a un canon o la excomunión transitoria. Un canon –un mapa político– siempre en obra, corregido, aumentado o abreviado rigurosa o indulgentemente. En paralelo, el dictamen de Gershom Scholem acerca de lo canónico deja afuera a la mayoría de lo publicado: aquello que invita a una exégesis interminable.

A su modo, cada novela responde a la siguiente pregunta: de dónde saca un lector o un crítico la noción de qué es una buena novela, qué la convierte en tal. Se lee, en efecto, para averiguarlo. ¿Conviene decirle a un lector que está ante un gran libro? ¿No equivale a decirle que le van a contar un chiste graciosísimo, antes de contárselo? Nada hay más alejado de la lectura que la expectativa impuesta, lo imperativo.

Una cuestión más callada son las suposiciones acerca de la ingenuidad del otro. Habiéndolo visto al escritor capaz de frases notables, el lector juzga que ha habido una distracción, o un inofensivo acto de pereza, cuando se cruza en ese mismo libro con una oración hecha de lugares comunes. Algo análogo sucede cada vez que un novelista crea un personaje deliberadamente odioso o tedioso y se arriesga a ser incomprendido.

Entre tanto, la identificación con un personaje deforma el juicio (antes de que se forme), por eso nunca abundó el crítico-prodigio, en minoría de edad. Y tal vez se apresura un escritor si se ofende porque un crítico ha expresado algo que le resulta demasiado ambiguo –un presunto ataque velado– mientras el crítico sólo intentaba decir algo novedoso, fiel a su lectura. Si la crítica es difícil de hacer bien y que se entienda bien, en buena parte se debe a que su potencia descansa en la cuerda que tensan la claridad y la ambigüedad.

Es sabido que cuantos más espacios en blanco y elipsis siembre una novela, más fértil será el campo de interpretación para el lector, más razones tendrá para celebrar su papel de lector. Y es verdad que hay interpretaciones que un crítico no confiesa para que no lo crean loco (rol para el que no está, en teoría, autorizado). Rige un acuerdo tácito que establece que un crítico no puede decir cualquier cosa; es como si en literatura estuviéramos ante algo más profundo que la libertad.

No faltan los críticos que leen con desatención como gozando de un privilegio. Y en otro orden de cosas, ciertas opiniones por él mismo emitidas ponen al crítico en una posición incómoda, por aparentar una sapiencia arrogante, aunque quizá sólo se le ocurrieron como se le ocurrieron oraciones más insípidas, y el aire de vanidad no tendría por qué quitarles a sus palabras una visión particular o simple puntería. Lo curioso es que al usar ciertos sustantivos abstractos –belleza, sutileza, etc.– un crítico imagina estar usando términos técnicos. A algunos críticos la magia estilística –de un Baudelaire, un Empson– les facilita cierta impunidad en el juicio. Pero tiene algo inhumano el crítico objetivo, imparcial, excesivamente justo. Es probablemente en la diversidad y graduación de prejuicios –allí están Edmund Wilson y Borges para revalidarlo– que se define un espíritu crítico.

En ocasiones da la impresión de que la calidad de un comentario –basta recordar a Blanchot, Barthes– depende de cuánto está dispuesto a arriesgar quien lo escribe. La buena crítica ha sido siempre el secreto mejor guardado de la literatura, la que no reniega de las líneas del poeta Yeats: “Sólo lo que no enseña, lo que no grita, lo que no condesciende, lo que no explica, sólo eso es irresistible”.

De la Los críticos más luminosos –los ya mencionados, y Eliot, Pritchett, Kermode, Praz, Starobinski– son sensatos y a la vez impredecibles, virtudes que garantizan que sus lecturas sean siempre generosas.


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