Como para pasar el fin de semana, aquí va una charla entre los traductores españoles
Carlos Fortea y
Miguel Sáenz (foto), publicada en el número 25 de
Vasos comunicantes, correspondiente al verano de 2003.
"Cada libro requiere su propia traducción"
A estas alturas de la película, está claro para todo el mundo que en esta profesión no hacen falta motivos para entrevistar a Miguel Sáenz y pedir su opinión sobre las cuestiones que nos interesan, así que hemos echado mano de un pretexto: el pasado 10 de octubre, mes de relevancia para los traductores literarios españoles por ser el de su cónclave en Tarazona, Miguel Sáenz fue investido doctor honoris causa en Traducción e Interpretación por la Universidad de Salamanca. Se convertía así en el primer traductor que alcanzaba esa dignidad por su condición de tal en la Universidad española. Maestro reconocido en la profesión, en posesión de un palmarés de galardones que ningún otro traductor español tiene, Sáenz sigue con una actividad frenética entre la traducción literaria, las intervenciones públicas y su trabajo para los organismos internacionales. Es en un hueco de esa actividad, entre Madrid y Viena, cuando responde a este cuestionario para Vasos comunicantes:
–Miguel, la primera pregunta es casi ineludible: ¿Cuál es tu valoración de que un traductor haya alcanzado, en tanto que tal, el máximo rango académico en España?
–El que un simple traductor haya alcanzado, como dices, el “máximo rango académico” me parece normal. ¿Por qué no? Traducir e interpretar son, sin lugar a dudas, actividades universitarias. Humanidades. Ello no impide, sin embargo, que: a) la Universidad de Salamanca se haya apuntado un tanto al ser la primera en conceder esa distinción, lo que demuestra su espíritu moderno y abierto; b) en mi caso concreto, sin falsa modestia, creo que se equivocó. Quizá fuera sólo una cuestión coyuntural: otros que se lo merecían más habían muerto y los que se lo merecen ya eran demasiado jóvenes. Recuerdo una frase de Unamuno cuando Alfonso XIII se asombraba de que todos los que venían a agradecerle una condecoración decían que era un honor inmerecido: “Y tenían razón, Majestad”.
–Desde esta estación del camino, volvamos un poco la vista atrás: ¿Cómo ocurrió que tú, que habías dedicado los primeros años de tu actividad profesional al mundo jurídico, empezases en el mundo de la traducción, y cómo que después te dedicases a la literaria?
–Todo el que tiene pasión por los idiomas y la literatura acaba traduciendo alguna vez. A veces sólo por gusto. En mi caso, mi primera traducción fue el Derecho Municipal de Otto Gönnenwein, un clásico en la materia. Yo era becario del Instituto Superior de Estudios de Administración Local, para cuya revista hacía reseñas aplicadamente y, cuando pasé el examen de las Naciones Unidas y me fui a Nueva York, el Instituto me ofreció traducir ese libro como colaboración, dado que mi beca duraría casi un año más.
–¿Has seguido traduciendo textos no literarios? No me refiero ya a tu actividad en Naciones Unidas, sino a libros que no sean Literatura en el sentido de “bellas letras”.
–No, no he vuelto a traducir textos no literarios, salvo algún artículo esporádico. No me interesa. Prefiero traducir textos jurídicos o económicos, infinitamente mejor pagados, para las Naciones Unidas.
–¿Cómo fue tu paso a la Literatura?
–Mi primera traducción literaria (salvo algunos poemas de pintores – Arp, Klee, Kandinsky - publicados en Papeles de Son Armadans) fue la Carta breve para un largo adiós de Peter Handke, para Jaime Salinas, entonces director de Alianza 3. Luego, el propio Salinas me encomendó la tarea, evidentemente superior a mis fuerzas, de traducir El rodaballo de Günter Grass. Dos años más tarde, era traductor.
–¿Qué autores han supuesto hitos incomparables en tu vida profesional, y por qué? ¿Qué problemas concretos te han planteado?
–Lo de “hitos incomparables” me parece exagerado. He traducido mucho a Thomas Bernhard (casi todo, como sabes), Bertolt Brecht (sólo su teatro) y Günter Grass (que entretanto se ha convertido en un amigo). Entre los autores que más satisfacciones me han causado están Alfred Döblin (Berlín Alexanderplatz quizá sea la traducción más cuidada que he hecho), Joseph Roth y Arthur Schnitzler. A estos dos últimos los hubiera traducido por nada, pero me guardé mucho de decírselo a los editores. Y La historia interminable, de Michael Ende, que traduje porque quería que la leyeran mis hijos, entonces pequeños, es mi éxito de ventas absoluto.
En cuanto a los problemas que plantean esos autores, se podrían hacer otros tantos seminarios. Creo que, básicamente, los problemas son los mismos, pero luego, no ya cada autor sino cada libro requiere su propia traducción. Todo es mucho más instintivo de lo que pudiera parecer y se aprende a traducir traduciendo. En cualquier caso, el enemigo del traductor no es nunca el autor del texto original sino el tiempo de que dispone. Nunca hay tiempo bastante para hacer un trabajo realmente bien hecho.
–Queremos saber más. Sin duda, aunque no sea posible pormenorizarlos en un espacio como éste, sí puedes apuntar alguna de las singularidades principales a la hora de traducir autores como éstos. Te propongo la lista, en el mismo orden en que la has mencionado, para que me digas en dos o tres frases cuál es el recuerdo predominante a la hora de volver a la vista hacia esos autores.
–Thomas Bernhard: Es uno de mis autores favoritos a la hora de traducir y, sorprendentemente, no resulta demasiado difícil, aunque es evidente que hay muchos Bernhards. Pero también es cierto que podría revisar mil veces mis traducciones de Bernhard, porque nunca me han dejado completamente satisfecho.
Günter Grass: Grass, cuya relación con los traductores es ya legendaria, es un autor difícil, sobre todo por su increíble manejo del idioma. Son las únicas traducciones que firmo con mi mujer, Grita Löbsack, porque son las únicas que ve y porque, realmente, necesito su colaboración. Para no pelearnos, hago una primera versión, se la paso, y ella me hace (destructivas) acotaciones al margen. Luego hago yo mi versión definitiva, haciéndole caso o no, según.
Döblin: A Döblin lo quiero mucho. El aparato bibliográfico que existe sobre su obra es indispensable para traducirlo, pero en el fondo el mayor escollo de Döblin es su dialecto berlinés. Aunque con otros autores he hecho encaje de bolillos para “inventarme” dialectos y jerigonzas (el caso extremo es Llámalo sueño, de Henry Roth, que no convenció a todo el mundo) con Döblin no me he atrevido, y su precioso berlinés ha quedado reducido en mi traducción a un lenguaje entre familiar y barriobajero, aunque, confío, no demasiado coloreado. Un fracaso, pero un fracaso que me dejó un buen recuerdo.
Franz Kafka: Kafka es el escritor más importante del siglo XX y traducirlo te deja marcado.
Bertolt Brecht: Traducir a Brecht es una fiesta, por su agudeza, su cinismo y, muchas veces, su lirismo. Algunas canciones de Brecht (que luego he visto desvergonzadamente pirateadas) me costaron esfuerzo, pero al final creo que comprendía a Brecht mucho mejor.
Schnitzler y Roth: Artur Schnizler y Joseph Roth son príncipes del idioma. Todo escritor en ciernes debería leerlos para saber lo que es bueno y, realmente, si pienso cómo me hubiera gustado escribir a mí, elegiría a ciegas a cualquiera de los dos.
–¿Y los autores anglosajones? Qué puedes decir de tu experiencia de traducir a Faulkner, a Rushdie?
–William Faulkner es un gigante. Precisamente Rushdie tiene un ensayo sobre influencias literarias en el que se asombra de que haya tan pocos escritores estadounidenses que lo consideren como modelo, a diferencia de, sin ir más lejos, multitud de escritores latinoamericanos. (Cuenta Rushdie que otra sureña, Eudora Welty, le dijo una vez que a ella Faulkner no le servía de nada. Era como una montaña. Sabía que estaba ahí, impresionante, pero ¿de qué le valía al ponerse a escribir?)
En cuanto a Salman Rushdie, en contra de lo que mucha gente cree, es uno de los escritores actuales con mayor dominio del inglés. Los escritores de la India, en general, han puesto el listón muy alto, pero Rushdie los supera a todos, ya desde el punto de vista puramente lingüístico. Traducir a Rusdhie es un desafío para la imaginación del traductor.
–Al hilo de esto, se me ocurre pensar que tu gran presencia en la traducción de Literatura alemana ha oscurecido tu tarea como traductor del inglés. ¿Cómo ha sido esta dedicación? ¿Azares editoriales, predilecciones personales, o el hecho indudable de que había en el campo del alemán una extensa laguna por cubrir?
–Gracias por lo de “gran presencia”, que acepto sólo en términos cuantitativos. Realmente han sido las editoriales las que me han buscado siempre para traducir del alemán, porque tenían más dificultades para encontrar traductores de ese idioma. Y, personalmente, creo que también ha influido un poco el hecho de saber mucho menos alemán que inglés. Al traducir del alemán tengo siempre la sensación de estar aprendiendo mucho.
–Seguiría hablando de Literatura, pero esto no sólo es goce estético, también es profesión. ¿Cómo ves el momento de la profesión de traductor de libros? Si tuvieras que trazar una panorámica de su evolución desde que empezaste a publicar, a finales de los setenta, ¿qué te parecería digno de mención?
–Lo que me parece admirable es la labor que han desarrollado en estos últimos decenios personas como Esther Benítez, ya fallecida, y muchas otras que viven y que no voy a citar para no olvidar a nadie. Una verdadera revolución fue (o, mejor, pudo haber sido) la Ley de Propiedad Intelectual (1987), y su texto refundido aprobado por Real Decreto Legislativo 1/1996, de 12 de abril. He dicho siempre que era la mejor Ley para los traductores que conocía en ningún país, pero pronto me di cuenta de que la mejor de las leyes no sirve de nada si es sistemáticamente incumplida, como han hecho y hacen los editores españoles. No sé qué ocurrirá con la nueva reforma legislativa.
Entre los editores, quisiera señalar alguna excepción: Alfaguara me reconoció derechos de autor sobre traducciones anteriores a 1987, que, con la Ley en la mano, yo no tenía, dado que las disposiciones de la Ley no son en ese aspecto de carácter retroactivo.
–Se habla mucho del descenso del nivel cultural medio, con la inevitable repercusión que eso tiene en los futuros traductores. ¿Qué opinión tienes al respecto? ¿Crees que se está notando ya en las traducciones literarias que se publican?
–Hablar del descenso cultural medio me parece un tópico eterno. Además, habría que empezar por definir qué se entiende por cultura. De todas formas, lo que me asombra (y me ha asombrado siempre) es el alto nivel cultural de los traductores españoles. En general, es gente que parecería demasiado capacitada para hacer una labor tan menestral... si no fuera porque la traducción no tiene nada de menestral.
–Debates eternos: ¿Crees que tienes un estilo propio? ¿Lo fomentas, incluso? En otras palabras: ¿te sientes más próximo al intérprete de música o al muñeco del ventrílocuo?
–Todo el mundo tiene un estilo propio. Somos lo que leemos y oímos, de niños, de mayores, y cada día trae adiciones y modificaciones. Cuando traducimos, lo queramos o no, nuestro estilo se nota, y es que la escritura de una persona, como se ha dicho a veces, es tan característica como las huellas dactilares, como la córnea del ojo, como el ADN. Otra cosa es que, por necesidades del guión, el estilo cambie y se adapte al traducir. Sin embargo, de muñeco de ventrílocuo, nada. En cambio el símil de la interpretación musical me ha gustado siempre, porque (con algunas precauciones) resulta bastante exacto. De paso explica también la evolución de las formas de traducir, el problema del envejecimiento de las traducciones, etc.
–Esto es demasiado interesante como para dejarlo pasar. Háblame del envejecimiento de las traducciones.
–Una traducción, si es realmente buena, no tiene por qué envejecer más aprisa que el original. Históricamente hay muchos ejemplos, incluso de casos en que la traducción ha llegado a sustituir por completo al original, relegándolo a la sombra. Lo que es muy difícil es que una traducción consiga el respeto que se suele conceder a los clásicos. Todos envejecemos, y los clásicos también. Pero hay quien envejece bien y quien envejece muy mal. Las traducciones que envejecen peor son las que siguen las “modas” interpretativas del momento.
–Más debates eternos: ¿purismo o no purismo? ¿Estamos los traductores en nuestro derecho de ser los primeros en importar expresiones y términos, con la argumentación de que enriquecen la lengua, o es nuestra obligación ser los primeros aduaneros del lenguaje?
–El traductor tiene el mismo derecho (y las mismas ocasiones) que cualquier otro escritor para enriquecer su idioma, y no sólo mediante importaciones y aclimataciones. No recuerdo quién decía que no debe ser el primero en utilizar un término ni el último en hacerlo, pero pensándolo bien se trata sólo de una frase. Lo que sí es cierto es que el traductor tiene que estar siempre haciendo equilibrios en el alambre (por cierto, ¿es “el alambre” en este sentido un extranjerismo? ¿No es más castizo “en la cuerda floja”? Consultar con alguien del circo). Su misión es mantener eso tan bonito que se llama el genio del idioma y nadie sabe muy bien qué es. Pero también revitalizarlo y evitar que se muera por asfixia.
–Otra cuestión general, que quizá no carezca de interés por trillada que esté, es la referente a la deontología: ¿Qué opinas del debate acerca de la responsabilidad del traductor? ¿Debe un traductor –fíjate que pregunto “debe” y no “puede”- conceder un lugar a la ideología a la hora de aceptar los textos que va a traducir, o su posición debe ser la de un transmisor cultural, que acepta entregar los textos al lector lo más dignamente posible, y que él juzgue? Lo mismo te podría preguntar acerca de los criterios cualitativos, aunque sea un debate distinto. ¿Qué opinas?
–La cuestión me parece clara. El traductor no es sólo un autor, sino también un ser humano. Y, precisamente porque es un “transmisor cultural”, tiene que decidir, antes de aceptar un texto, si hay en él ideas que le repugnaría transmitir. Sin embargo, una vez aceptada la traducción, lo que no debe hacer nunca es manipular a su antojo el texto. En cuanto a los criterios literariamente cualitativos, la cosa es muy distinta. Aceptar una traducción sólo pro pane lucrando, como hacía el propio Unamuno, me parece perfectamente comprensible.
–Echemos ahora, si te parece, un vistazo al taller del traductor, que quizá pueda ser muy interesante para los jóvenes traductores. ¿Cómo abordas el trabajo en un libro? Por ejemplo, ¿haces fichas? ¿resuelves las dificultades según van apareciendo, o las aparcas para más adelante? ¿Haces una versión de trabajo y otra de estilo, o todo va a la par?
–Desde que se inventó el ordenador, empiezo por cualquier parte y termino cuando termina el plazo para entregar la traducción. Soy sistemáticamente asistemático. Puedo empezar un libro (me ha ocurrido) por el último capítulo. No hago fichas jamás. Creo que lo que vale es el resultado final y no cómo se llega a él. Y que cada traductor encuentra su propio camino. En mi caso concreto, las distintas versiones se suceden, aunque por lo general no puedo hacer (no tengo tiempo) más de tres. Eso sin contar la corrección de pruebas, proceso tan creativo como la traducción en sí, porque es también una forma de reescribir.
–¿Qué pregunta no te he hecho y te habría gustado responder?
–Una pregunta que me hubiera gustado contestar es: ¿cómo te explicas que una labor tan difícil y mal pagada como la traducción literaria siga teniendo tantos cultivadores? La respuesta más obvia es: “Más cornás da el hambre”. Pero sería sólo un desplante y además no es verdad: la traducción literaria no soluciona el problema del hambre. La verdadera respuesta es que traducir es un placer de dioses.