lunes, 29 de febrero de 2016

Mi corazón al desnudo, de Charles Baudelaire es un texto singular, frecuentemente traducido en España. ,A las traducciones anteriormente realizadas por Agustín Esclalán (Editorial Apolo, 1947), María Luisa García Mallard (Quatto Ediciones, 1975), Rafael Alberti (Editorial Renacimiento, 1992), Antonio Martínez Sarrión (Visor, 1995), María Badiola Dorronsoro (Editorial Valdemar, 1999), Jorge Segovia (Maldoror Ediciones, 2007), el narrador, enasyista y traductor argentino Alan Pauls acaba de sumar la suya para la Universidad Diego Portales, de Chile, Silvina Friera da cuenta de ello en la siguiente nota publicada en Página 12, el 26 de enero pasado. 

La mayor provocación del poeta maldito

La cámara secreta del alma, de Charles Baudelaire (1821-1867), balbucea el derecho a contradecirse para importunar a las almas bienpensantes. Quizá sea la mayor provocación del poeta francés, más que el cotilleo sobre su vida desordenada, el consumo de hachís y sus relaciones con prostitutas que escandalizaron al París de su época. Despiadado, irritante, sarcástico, colérico, insoportablemente vivo y tan moderno como cuando despotricaba contra sus enemigos declarados –el progreso, la prensa, los críticos y los comerciantes, entre otros blancos sobre los que descargaba la furia de su voz estridente y enfática–; todo esto suscita la lectura de los fragmentos excepcionalmente incómodos, caprichosos e inacabados de Mi corazón al desnudo y otros escritos íntimos, con traducción y prólogo de Alan Pauls, publicado por Ediciones Universidad Diego Portales. Pauls recuerda que el texto “más visceral” del autor de Las flores del mal respondió “al goce de aceptar un desafío literario” en nombre de la poética de Edgar Allan Poe, de quien Baudelaire fue traductor e introductor en Francia.

Baudelaire fue un lector devoto de las Marginalia, recopilación de notas y apuntes de lectura en los que creía ver “la cámara secreta del alma” de Poe. La marginalia 194 dice: “Si un hombre ambicioso quisiera revolucionar de una vez el mundo universal del pensamiento, la opinión y el sentimiento humanos, esta es su oportunidad (...) Todo lo que tiene que hacer es escribir y publicar un libro muy pequeño cuyo título debería ser simple, unas pocas palabras desnudas: My heart laid bare”. El intrépido proyecto de libro del poeta francés se transformó en su verdadera pasión. “Será un libro de rencores. Por supuesto, respetaré a mi madre y aun a mi padrastro. Pero contando mi educación, el modo en que se modelaron mis ideas y sentimientos, quiero hacer sentir que me siento como un extranjero en el mundo y sus cultos. Descargaré sobre Francia todo mi talento para la impertinencia. Necesito venganza como un hombre cansado necesita un baño”, confesó el poeta maldito.

Mi corazón al desnudo –que incluye “Cohetes”, “Mi corazón al desnudo”, “Años de Bruselas”, “Notas íntimas” y “El pintor de la vida moderna”– se publicó en 1887 en las Obras póstumas, veinte años después de la muerte del poeta. Pauls advierte que el libro defrauda las leyes del diario íntimo. “Lo que hace Baudelaire con la escritura de la intimidad (y con la forma del libro, y con la lengua) es tan poderoso, agresivo y soberano como lo que hará décadas más tarde Louis-Ferdinand Céline, otro apache intragable, otro provocador, otro artista de la demolición. Habría que decir más bien exabruptos o alaridos, en la medida en que en ese cruce brutal de lengua y cuerpo reside la verdad del registro que trabaja Baudelaire cuando se pone íntimo.” En “Cohetes”, la primera parte, dispara un puñado de sentencias: “Lo creado por el espíritu está más vivo que la materia”. “¿Qué es el arte? Prostitución.” “La vida no tiene más que un encanto verdadero: el encanto del juego. Pero ¿y si ganar o perder nos es indiferente?” “Hay en la plegaria una operación mágica. La plegaria es una de las grandes fuerzas de la dinámica intelectual. Hay allí como una recurrencia eléctrica.” “Nos sorprendería que un poeta le pidiera al Estado algunos burgueses para su cuadra, mientras que nos parecería perfectamente natural que un burgués pidiera poeta asado.” “Lo embriagador del mal gusto es el placer aristocrático de desagradar.” “El estoicismo, religión que tiene un solo sacramento: ¡el suicidio!”

En la segunda parte del libro, se percibe lo que Pauls señala como “la vía de la contradicción”. “Baudelaire es revolucionario y reaccionario, emancipador y racistas, partidario del arte por el arte y poeta social, tolerante y antisemita, místico y materialista, devoto de las mujeres y misógino bestial (...) El modelo de la contradicción baudelairiana no es moral; es histriónico. Es el modelo del comediante, que atraviesa textos diversos, contradictorios, por el simple goce de experimentarlos.” Un puñado de ejemplos “ilustran” el certero análisis del prologuista y traductor: “Entiendo que se deserte de una causa para saber lo que se sentiría sirviendo a otra.” “Tal vez sea agradable ser alternativamente víctima y verdugo.” “La mujer es lo contrario del dandi. Por lo tanto debe causar espanto”. “No tengo convicciones –tal como la entiende la gente de mi siglo– porque no tengo ambiciones (...) Sin embargo, algunas convicciones tengo, aunque tienen un sentido más elevado, que la gente de mi época no puede comprender.” “Organizar una hermosa conspiración para exterminar la raza judía.” De George Sand –que tiene “el famoso estilo fluido caro a los burgueses”– afirma: “No puedo pensar en esa criatura estúpida sin un cierto estremecimiento de espanto. Si me encontrara con ella, no podría evitar arrojarle una pila de agua bendita a la cabeza”. En otro fragmento se despacha contra el autor de Cándido: “Me aburro en Francia, sobre todo porque todo el mundo se parece a Voltaire”.

“El papel de profanador, en Baudelaire tan ligado a Sade, su maestro del mal, es solo uno de los muchos que puede adoptar su ira, pasión antirromántica por excelencia que tiene la virtud, o más bien la potencia de servir a fuerzas dispares, incluso antagónicas –plantea Pauls–. Baudelaire no inventó solo el diario íntimo en ruinas y el yo autobiográfico de comedia. Inventó también otra modernidad radical, que llega intacta hasta nuestra era: la idea (hitchcockiana, barthesiana) de que no hay belleza sin imperfección, sin fugacidad, sin punctum histórico; de que toda belleza descansa en el error que la desdice y el peligro que la amenaza.”

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viernes, 26 de febrero de 2016

El País, de Madrid, desinforma una vez más


El 16 de enero pasado, Carlos E. Cué publicó en El País, de Madrid, un artículo maniqueo e inexacto, a la medida de las necesidades de las multinacionales españolas, únicas beneficiarias de la nueva política de apertura del gobierno de Mauricio Macri. No sólo no da cuenta de la bibliodiversidad argentina, sino que no explica que la medida se tomó, entre otras cosas, por la falta de equilibrio en la balanza comercial entre España y Argentina. Tampoco señala el inmenso crecimiento del sector editorial local, que ocupó como hacía años no ocurría el lugar que dejaron vacante los libros con dumping venidos desde España.  

Argentina se abre de nuevo a los libros del mundo

Buenos Aires fue siempre una de las capitales mundiales del libro. Todavía hoy es la ciudad con más librerías por habitante, según el estudio World Cities Culture Forum. Algunas, en la calle Corrientes, abren las 24 horas, un espectáculo único. Sin embargo, en los últimos años, los lectores argentinos tenían muchos problemas para encontrar libros minoritarios, de tirada pequeña, para lectores más exigentes. El Gobierno kirchnerista, sobre todo desde 2010, puso durísimas trabas a la importación para favorecer a la industria local. No estaba prohibida, pero era tan complejo que solo entraban libros de éxito seguro. Tanto es así que es frecuente que los argentinos pidan a sus amigos extranjeros que les traigan libros imposibles de encontrar en Buenos Aires.

El nuevo Gobierno acaba de levantar esas trabas y muchos libreros y editores están entusiasmados. Los impresores, por el contrario, están inquietos. Creen que una entrada masiva puede acabar con miles de puestos de trabajo en las imprentas locales, que han tenido una explosión en los últimos años.

Menos variedad

 La voracidad de los argentinos por los libros no ha bajado, al revés, ha crecido, y la gran mayoría se imprimía en el país. Entre 2011 y 2014 cayó un 65% la importación de libros, y como, consecuencia, se redujo un 35% la variedad de títulos que se vendían en el país. También están inquietas algunas editoriales pequeñas que temen una invasión de libros baratos en el mercado, sobre todo españoles. Porque el cierre de la importación ha tenido otro efecto: los libros, como casi todo, están carísimos en Argentina -de 21 a 28 euros y hace un mes entre 30 y 40 euros-.

“Nosotros hace unos pocos años teníamos más de 90.000 títulos diferentes en El Ateneo, nuestra librería central. Ahora rondamos los 72.000. Ha sido un desastre para la diversidad, aunque han sido años en que se han vendido muchísimos libros. El Gobierno promovía el consumo. Ahora confiamos en poder tener mucha más variedad, el lector argentino es muy exigente y busca constantemente novedades. Estamos muy ilusionados”, cuenta Adolfo de Vincenzi, director general del grupo Ilhsa, propietario de 53 librerías en toda Argentina, entre ellas la impresionante El Ateneo, una de las más bellas del mundo, construida sobre un antiguo teatro y lugar de peregrinación de turistas y lectores de todo el mundo. “Antes venía gente de toda Latinoamérica a comprar libros a Buenos Aires, donde siempre había de todo. Venían micros (autobuses) llenos de chilenos a comprar al Ateneo. Eso se perdió. Confiamos en recuperarlo poco a poco”.

El mecanismo más extraño para limitar la importación era el del control de tintas. El Gobierno estableció la obligación de garantizar que todos los libros importados —solo si eran más de 500 ejemplares— tuvieran una tinta con menos de un cierto porcentaje de plomo. “Era un sistema autoritario y kafkiano. Un arancel escondido. En todas las pruebas que se hicieron jamás dio positivo. Pero tardaban muchísimo en hacerla; solo se pensó para frenar la importación. Y lo logró. Pero es una política absurda. Andrés Neuman es argentino pero vive y publica en España. ¿Nos lo vamos a perder aquí? Además, se hizo un daño enorme a las librerías y al editor pequeño, subieron mucho los precios de las imprentas”, sentencia Trinidad Vergara, presidenta de la Cámara Argentina de Publicaciones.

No todos están tan satisfechos con la medida impulsada por Pablo Avelluto, el nuevo ministro de Cultura de Mauricio Macri, un hombre que viene del mundo editorial. Julio Sanseverino es un veterano impresor, dueño de Gráfica Pinter y secretario de la Federación de Gráficas Argentinas. “En los últimos años el sector ha tenido una expansión enorme, da trabajo a 65.000 personas, y ahora tememos que si se empiezan a imprimir cosas fuera se pierdan hasta 10.000 puestos de trabajo. Muchas empresas hicieron enormes inversiones en tecnología porque el sector crecía y ahora pueden tener problemas. No fuimos consultados, esto puede tener un coste social importante”, explica.

Envío por correo


En cualquier caso Argentina irá poco a poco. No habrá apertura total. En este país la venta de libros por envío de Amazon no entró nunca y el Gobierno de Macri no tiene intenciones de dejarla entrar de momento. Mandar un libro por correo era toda una aventura en Argentina. Todos los lectores curiosos argentinos o periodistas especializados tienen libros que les esperan en el aeropuerto bloqueados. Es tan complicado y caro retirarlos que la mayoría renuncia a hacerlo, y allí se acumulan. Ahora todo volverá a ser como antes. Lo que no cambiará es la sed de los lectores argentinos: vengan de donde vengan los libros los devoran como en pocos lugares del mundo.

jueves, 25 de febrero de 2016

Una entrevista con Dart Vader


En el blog de Eterna Cadencia, el 20 de enero pasado Patricio Zunini publicó la siguiente entrevista con Claudio López Lamadrid, director editorial del Grupo Penguin Random House. Es lo que sigue.

“La lectura ya no está de moda”

Un brevísimo resumen de la vida laboral del español Claudio López Lamadrid comienza a los 18 años, con un primer trabajo en Tusquets. Diez años estuvo en esa editorial, luego se dedicó un tiempo al trabajo freelance en Galaxia Gutenberg, y de allí a Grijalbo-Mondadori, empresa que más tarde se transformaría en Random House Mondadori y un poco más tarde en Penguin Random House. Hoy es “Director Editorial de Grupo” y como tal participó en la adquisición de los sellos de Santillana, como Alfaguara, Taurus, Aguilar, Suma de letras, Punto de lectura. Penguin Random House es hoy el grupo editorial más grande del mundo.

Cuando en marzo se entregó el Premio Alfaguara, se notaban hasta corporalmente las diferencias entre quienes venían de Random y quienes venían de Alfaguara. ¿Qué tienen que aprender unos de otros?
—Esto no fue una fusión, fue una compra. En ese sentido, Alfaguara se tiene que acostumbrar a los procesos de Random. Eso no quiere decir que no aprovechemos las bests practices de ellos; hay varias cosas que ellos hacían mejor y nosotros las adoptamos. Tenían un sistema de conferencias entre los distintos países para informarse y estar más coordinados: lo hacían mejor que nosotros y nos lo hemos apropiado. Pero en el resto, la mayoría de las cosas de los procesos de SAP, de informática, de hoja de cálculo, se tuvieron que acostumbrar a nosotros. Los primeros meses para ellos fue un poco pesado.

Random tenía un estilo más moderno y Alfaguara...
—Un poco más clásico, sí. Eso seguirá siendo así.

¿Cuáles fueron los aprendizajes de la incorporación?
—El primero es que se aprende sobre la marcha. Es un aprendizaje de prueba y error. Cuando hicimos la compra pasamos de 24 sellos a tener 32. Todo el trabajo de adecuación que veníamos realizando hubo que volver a empezarlo. Con una fusión, el trabajo no para sino que recomienza. Mientras el rol del editor sigue siendo el mismo, la estructura que te rodea va cambiando, va creciendo, y hay que ajustarla a la realidad actual.

Santillana había tomado algunas decisiones desacertadas en los últimos de los tiempos. Cuando suman los sellos al grupo Penguin Random House, ¿cómo fue la política de saneamiento?
—El grupo no compra editoriales para abducirlas o disolverlas. No solo no desguazamos Alfaguara sino que dijimos que siguiera publicando con su línea editorial, que trabajara como una editorial independiente, con los editores mismos editores que tenía. Es la forma que tenemos de trabajar en Random: cada sello trabaja como una editorial independiente, pero bajo un mismo paraguas de servicios editoriales detrás —red comercial, el marketing, el back office. De momento los editores tienen la confianza para seguir desarrollando el trabajo. Si no funciona dentro de cuatro años, bueno, igual que yo, igual que cualquier otro editor...

¿El plazo es de cuatro años?
—¡No! No hay plazo. Es una época de reestructuración; estamos muy contentos. Ten en cuenta que el back office de Alfaguara se quedó allá, no hemos tenido que despedir a nadie. Hemos traspasado a los editores. Santillana se quedó con el asunto de los libros infantiles. Tomamos la decisión de que en cada país haya un solo director editorial —en Argentina es Juan Ignacio Boido— y debajo de él está el mundo Alfaguara con sus editores y el mundo Random House con sus editores, en principio compitiendo entre ellos. Alfaguara es un sello que compite con Literatura Random House.

Los autores iban y venían. Hubo cruces.
—Por Oyola se pagó un pastón en Alfaguara, algo que evidentemente yo no quise igualar en su momento, y se fue allá. Eso ya no va a pasar. La competencia será por un nuevo libro de un nuevo autor. Si antes lo ve Glenda Vieytes o lo ve Julieta Obedman, quedará en un sello u otro. Lo que no vamos a hacer es quitarnos autores. Bruzzone o Iosi Havilio no se van a ir a Alfaguara, ni nosotros le vamos a quitar a Sacheri.

Los autores tienen menos oferta.
—Y los agentes también: no están muy contentos. Pero también pueden cambiar de editorial.

¿La pelea ahora pasa entre Penguin y Planeta?
—Están también las independientes, con muy buenos resultados.

¿Cuál es la oportunidad de las editoriales independientes frente a un mercado cada vez más tomado por los grandes grupos?
—Yo creo que tienen muchas más oportunidades que antes. Primero porque el oficio se ha hecho menos caro y más sencillo, se puede hacer de manera artesanal con un Mac en tu casa, y segundo porque las editoriales pequeñas aprovechan los intersticios que dejamos los grupos. Se puede hacer un trabajo muy fino, un trabajo de seguimiento. Es más: hoy las editoriales pequeñas pueden hacer cosas que los grandes grupos no por la exigencia de rendimiento.

¿Cuál es el criterio para contratar un título?
—El primero es la conveniencia de ese libro en tu catálogo. El libro te tiene que gustar, pero sobre todo tiene que entrar en tu catálogo. Hay muchos libros que me gustan y no los contrato porque considero que no encajan. A veces contratas libros que sabes que no van a funcionar, pero lo haces porque crees que el autor va a funcionar en el futuro o porque aportan valor al catálogo que estás trabajando.

Sería algo así como que los libros literarios no funcionan económicamente pero dan prestigio.
—Siempre se ha dicho que en la edición pierdes dinero con ocho libros, empatas con otro y ganas con el décimo. Para ser más claro: necesito un par de libros al año que funcionen muy bien para seguir publicando autores que en principio no funcionan.

¿Por qué publicarías a autores que no funcionan?
—Hay autores que no funcionan a nivel de rendimiento económico pero sí a nivel de rendimiento de catálogo. Todas las editoriales, en una medida u otra, hacen lo mismo. Si tuviera que buscar el rendimiento en cada uno de mis libros, sería difícil que publicara según qué cosas. Por ejemplo, en los libros traducidos, que son caros, puedo sacar un rendimiento a medio plazo, pero si persigo el rendimiento directo es difícil.

¿Cuál es el criterio de éxito de un libro?
—Con todos los libros haces una cuenta económica y se procura que esa cuenta no llegue a cero. El objetivo es ganar pero se intenta que por lo menos llegue al break even. No siempre se consigue. Y pocas veces se consigue tener bastantes beneficios.

¿Qué tiene que tener un autor argentino para que el grupo apueste a llevarlo a otros países?
—Tiene que entusiasmar al editor de otro país. Hay mucha autonomía editorial en cada país. Yo llevo autores a España para literatura Random House todo el rato: Fresán, Pron, Aira. Son autores que contrato yo en España.

Pron vive allá, Fresán también.
—Aira no. Son autores míos en el sentido que yo hago el contrato. Este año, publico a Samanta Schweblin de Argentina, a Diego Zúñiga de Chile, a Rodrigo Hasbún de Bolivia. Llevo los libros de Aurora Venturini que todavía no he llevado y algunos de Levrero. Llevo a Bruzzone, el último de Iosi Havilio, también el de Tomás Abraham.

Hay una retracción muy grande en el mercado de España, en los últimos cuatro años cayó el 40%. ¿A qué se debe?
—A un montón de factores. Primero: la crisis ha sido brutal, segundo: el cambio de paradigma de lectura —la gente piratea mucho—, y tercero y más importante: la lectura ya no está de moda. Antes la lectura competía con los videojuegos; ahora compite con el Candy Crush, con el teléfono, con el iPad, el iPod, y ochocientas mil cosas que son bastante más sexis que la lectura. ¿Cuánto rato pierde la gente en el WhatsApp? Son horas que le quitan a la lectura. Eso hace que caiga el libro. Aunque ya ha parado un poco. El temor a que lo digital acabara con esto no fue así, conviven bien, y el mercado intenta recuperarse. Y en América latina las cosas van bien.

¿Con América latina te referís a cada uno de los países o en general?
—A todos. Antes iba muy bien México, Argentina iba muy bien en función de las crisis que tuviera, Chile es un país pequeño pero ahora tiene mucho dinero, Colombia va estupendo.

¿Cómo ves el mercado argentino en general?
—De toda América latina, es el más parecido al español. La diferencia fundamental con el nuestro está en los depósitos en las librerías. En España las librerías están muy mal, cierran y cierran, y en Argentina aparentemente no ha empezado a pasar. Por otro lado, es un mercado más de no ficción. Me impresiona lo fuerte que es la no ficción. Claro que tienen libros de ficción que venden mucho: Florencia Bonelli vende doscientos mil ejemplares. España sería más de ficción que de no ficción. Pero Argentina, y no sólo Argentina sino todo el continente, es de no ficción.

Dos últimas preguntas. ¿Qué estrategias van a desarrollar a partir de la reapertura de las importaciones de libros?, ¿Van a traer libros impresos directamente en el extranjero? Y en relación a eso, el gobierno liberó el cepo cambiario y el dólar, que estaba a casi 10 pesos pasó a rondar los 14: ¿cómo cambia el plan de negocios con el nuevo tipo de cambio?
—La política de Penguin Random House es imprimir cuantos más títulos se pueda en los países en los que los libros se van a vender. En ese sentido, seguiremos igual que hasta ahora, imprimiendo mucho en Argentina para garantizar el mejor precio de venta posible. Lo que el cierre de fronteras imposibilitaba era la importación de pequeñas cantidades de otros títulos. Títulos más exquisitos o elitistas o sencillamente títulos más locales —entendiendo por local lo español, claro— que no ameritaban una edición argentina de mil o dos mil ejemplares pero que sí tenían trescientos o quinientos lectores potenciales. La apertura de fronteras facilitará el que en las librerías argentinas puedan volver a contar con estos títulos. El problema, y aquí conecto con tu segunda pregunta, es el cambio, claro. Los libros importados son siempre más caros que los que se producen en el país, y si además el peso cae, pues ya no te quiero ni contar. El único consuelo —escaso, ya lo sé— es que el euro también está en horas bajas con respecto al dólar, lo que puede equilibrar un poco las cosas.

miércoles, 24 de febrero de 2016

Más de lo mismo

“Pocos títulos concentran la mayor parte de las ventas, una enorme cantidad pasan completamente desapercibidos y los pequeños éxitos disminuyen radicalmente. ¿Qué le está pasando al libro?”. Tal es la bajada del artículo que Esteban Hernández publicó en El Confidencial, de España, el 14 de enero pasado.

El lector binario y otros caminos que llevan
al libro a la debacle.

El mercado cultural está bifurcándose a una velocidad asombrosa.  El cine, como señala el 'Wall Street Journal' es un buen ejemplo de las lógicas que han impregnado a la industria cultural. Según Tom Rothman, presidente de Sony Entertainment Pictures, “el público se ha convertido en 'binario' a la hora de ir al cine. O una película es relevante para ellos y penetra en el espíritu de la época de la cultura popular, en cuyo caso cuenta con enormes ventajas, o no alcanza ese nivel y se queda completamente fuera”.

Al mismo tiempo, las películas de segundo nivel, las que no son grandes éxitos de taquilla pero resultan rentables, han descendido preocupantemente en el pasado ejercicio estadounidense. “Los éxitos gigantescos son una realidad cada vez más común, mientras que los de tamaño medio resultan cada vez más inusuales”, según Adam Goodman, productor de cine y ex presidente del grupo de Paramount Pictures de Viacom Inc.

Esta es una realidad común en el campo cultural. Ocurre en música y también en el libro, donde pocos títulos concentran la mayor parte de las ventas, una enorme cantidad de textos editados pasan completamente desapercibidos y las obras que logran convertirse en pequeños éxitos disminuyen radicalmente en número.  Esta bifurcación en visibilidad y ventas tiene diferentes causas, algunas de ellas estructurales y otras coyunturales, pero todas relacionadas con la creciente debilidad del sector.

Las causas de la debacle
En primer lugar, el libro ha dejado de ser objeto de prestigio social. Hace no demasiado tiempo, la cultura era percibida como un elemento distintivo y como fuente valorada de identidad, y el libro era su expresión máxima. Pero ese contexto ya no es el nuestro, y leer (y más en papel) ha pasado a ser una actividad mucho menos apreciada en la sociedad, y por supuesto académicamente, donde las matemáticas toman ahora un papel primordial.

Al mismo tiempo, la escasez de renta disponible para buena parte de la ciudadanía, y más aún para esa franja de edad que va desde los 45 a los 65 años, que gozaba de recursos y tiempo para la lectura, está afectando poderosamente a unas ventas que ya iban a la baja como efecto de la creciente competencia en el tiempo de ocio. Internet o los videojuegos se han convertido en los instrumentos más populares a la hora de ocupar el tiempo libre, especialmente entre los más jóvenes, al tiempo que el papel debe competir con numerosas fuentes de información gratuitas, como artículos, pequeños ensayos o novelas que circulan por la red, y eso sin contar con la existencia de páginas desde la que pueden descargarse ilegalmente buena parte de las novedades.

Esta conjunción de factores ha complicado mucho el escenario, pero lo más llamativo ha sido 
la reacción que el sector ha tejido para hacerle frente. Las formas de combatir la caída
de la demanda han consistido en aplicar los recetarios menos imaginativos: se ha aumentado el número de libros publicados para cubrir la menor demanda de cada uno de los títulos; han subido los precios con el objeto de cubrir gastos con el menor número de ejemplares posible, y se ha seleccionado mucho la oferta, especialmente en las editoriales de mayor impacto, en un intento de eliminar los riesgos a partir de la contratación de los productos teóricamente más asequibles.
  
Fruto de este repliegue, los gestores de las empresas culturales han comenzado a desconfiar de las obras culturales y a organizar sus empresas desde criterios propios del management. Las firmas de mayor tamaño ya no fían sus apuestas a la calidad o la importancia de las obras que contratan, sino a aquellas que abordan temas candentes o de moda, o cuyos autores poseen ya el suficiente capital simbólico, habitualmente por ser personajes populares (estrellas televisivas, del deporte, políticas o literarias). Esto se sustancia en que cada vez hay más oferta para público que lee poco (desde autoayuda a recetas de cocina, pasando por consejos para la vida saludable o por novelas nostálgicias o de erotismo soft), mayor presencia del marketing y y una repetición constante de fórmulas que han funcionado y que rápidamente dejan de hacerlo.

Fracasa barato
A la par, el funcionamiento de los sellos se ha reorientado. Una editorial grande suele operar de esta forma: pone un buen número de títulos en el mercado en los que gasta lo mínimo posible, los deja a su suerte, y cuando alguno muestra signos evidentes de aceptación, invierte en él. El resto lo ignora, empleando la fórmula “fracasa barato”, y se centra en trabajar y promocionar los cuatro o cinco títulos que eligieron como apuesta principal o por los que abonaron grandes cantidades en la adquisición de derechos.

La editorial pequeña pone el libro en el mercado y reza porque tenga la acogida suficiente como para no perder dinero y, en su caso, ganar algo; son empresas que suelen carecer de la infraestructura y de los recursos para realizar una promoción sólida y parecen dar por perdida esta pelea. Algunas de ellas logran combatir esta posición débil con una buena distribución y, sobre todo, construyendo una marca que hacen valer en los espacios adecuados. Como además el circuito tradicional de valorización de una obra, como eran los medios de comunicación escritos (suplementos de los principales diarios, secciones de cultura, revistas culturales) han perdido gran parte de su capacidad prescriptora, las pequeñas editoriales apenas encuentran plataformas desde las que transmitir el valor o la importancia de sus autores.  

La consecuencia final es que el mercado termina repartiéndose entre dos clases de obras: aquellas, muy escasas, que conoce todo el mundo, que aparecen con frecuencia en los medios de comunicación y que se encuentran en los estantes de cualquier librería, y un número amplísimo de creaciones que casi nadie conoce y que casi nadie llegará a conocer nunca. Puede argumentarse que el mercado cultural siempre ha vivido en circunstancias similares, pero este momento añade una diferencia sustancial: todos estos factores, junto con el gran número de obras producidas y con la aceleración de los tiempos de visibilidad y permanencia comercial, nos conducen a un escenario diferente, en el que ya apenas queda espacio para la segunda línea, y donde el resto de textos perece sepultados, igual que el WSJ señalaba respecto del cine.

La cuestión es si esto tiene alguna relevancia para la sociedad y la respuesta es decididamente sí. La tiene en primer lugar para el sector, porque es el camino más rápido para que continúe deteriorándose: concentrarse en una oferta de puro ocio, que pierde el valor que la cultura puede aportar, lleva al libro a competir en el mismo plano que los vídeojuegos, los partidos de fútbol o las visitas a los pubs, y en ese terreno tiene por naturaleza todas las de perder. Sin una oferta que abarque a todos los públicos interesados, y que se extienda más allá del simple entretenimiento, el sector del libro carece de futuro, porque hay formas más divertidas de pasar el tiempo.

El ejemplo digital
En segunda instancia, aumenta los males de los que parte, porque provoca que la mayoría de operadores dejen de ser rentables y desaparezcan o subsistan en un estrato puramente amateur: el devastado sector musical es buena muestra de los tiempos futuros que esperan al del libro de seguir por este camino.  

El cuello de botella del mercado librero no está en la producción, sino en la visibilidad. Y lo digital es el mejor ejemplo: cualquiera puede escribir un artículo o un texto y colgarlo en la red, del mismo modo que cualquier banda puede colocar en bandcamp o en spotify su disco; el problema no está en darle salida, sino en disponer de los mecanismos precisos para que los potenciales lectores u oyentes sepan de su existencia y puedan acercarse a él. La red es un enorme almacén lleno de productos escasamente visitados. Funciona a través de búsquedas, es decir, de gente que quiere encontrar cosas que ya sabe que existen. Si no se poseen los instrumentos precisos para que ese conocimiento previo esté presente en el usuario, el esfuerzo de producción tiende a resultar baldío: la obra se ha convertido en 'commodity'.

Pero hay un tercer elemento que sí posee importancia social. Las cifras de ventas pueden arrojar señales de esperanza, o incluso podemos pensar que porque se abren más librerías este año ha sido mejor, y lo mismo hasta es cierto. Pero la cuestión de fondo es otra: lo que está desapareciendo no es el libro, sino una clase concreta de obras, aquellas que exponen las ideas más adelantadas, las más complejas, las menos ortodoxas, las menos complacientes, las más críticas. Las que no encajan en los criterios del marketing o de los pequeños nichos van a parar a esa suerte de limbo en el que permanecen sin que nadie sepa de su existencia. Por decirlo de otra manera, esta bifurcación, que supone que muy pocos títulos acaparen la visibilidad y las ventas y el resto queden sepultados, implica también un cambio de modelo en cuanto a contenidos; implica que hay cosas que pueden contarse y otras que no.

La lección final es esta: sin una red de difusión y venta que abarque también a este tipo de obras, que no se centre únicamente en la media docena de libros que venden y que permita posibilidades de subsistencia a autores y empresas de distintos tamaños y orientaciones, no hay futuro, porque se destruye todo aquello que hizo que el libro tuviera una importancia social más allá del mero entretenimiento.


martes, 23 de febrero de 2016

García Márquez y sus múltiples traductores

El primer párrafo del artículo de  Margret S. de Oliveira Castro y Conrado Zuluaga, publicado  por la revista Arcadia, de Colombia, el 4 de marzo de 2014, es francamente horrible por lo pobre y remanido. Sin embargo, quien decida avanzar cn la lectura se verá recompensado al descubrir una serie de malas traducciones que tienen por excusa la obra de Gabriel García Márquez. Vale la pena entonces leer hasta el final.


Elogio a una traición

Hay un viejo dicho italiano que dice, Traduttore, traditore, es decir, “Traductor, traidor”. ¡Pobres traductores! De seguro preferirían que se dijera: “Traduttore, trasformatore”. 

En árabe, difieren en algunos aspectos las versiones, se le llamaba turyumano torjoman a quien se dedicaba al complejo arte de “interpretar” lenguas, es decir, al traductor.  Con el paso de los años la expresión en español se convirtió en truchimán o trujimán. Y de significar “intérprete” pasó a designar a la “persona sagaz y astuta, poco escrupulosa en su proceder”.

Y mientras en México ser un trucha es ser muy listo y taimado, y en Argentina y Uruguay significa falso, fraudulento, en Colombia el trucho es un tipo astuto, pícaro. En  El general en su laberinto García Márquez pone en boca de Bolívar la siguiente expresión: “Claro que todos son unos santos varones al lado del truchimán de Santander”. Los traductores de la obra al inglés, francés y alemán, tradujeron este truchimán como “bastardo escurridizo” en inglés; como “crápula” en francés –o sea, según la academia española, ‘hombre de vida licenciosa’– y, por último, como “tramposo” o “tunante”, en alemán. Aquí ya puede el lector hacerse una idea más precisa de las trampas insidiosas de la traducción. Ahora bien, a la luz de este ejemplo, ¿los traductores al inglés y al francés en la cuestión de “el truchiman de Santander”, traicionaron a García Márquez? Si bien es cierto que no le atinan con la precisión del traductor alemán, logran reflejar la carga negativa que encierra el término.

Y con ese consuelo se tendrán que conformar los lectores de García Márquez en Australia, Uganda y la Conchinchina. Y, claro está, todos los lectores monolingües. Porque sin la traducción no tendríamos acceso a gran parte del patrimonio literario mundial. Sólo a través de los aciertos y de las aproximaciones –que en muchas ocasiones son errores crasos de los traductores- es la única forma de acercarse a laa literaturas de otros idiomas, sin tener que aprender, al menos, una docena de idiomas. Es la única posibilidad de que aquellos talentos maravillosos que fueron capaces de recrear una atmósfera y penetrar una intimidad puedan ser leídos por lectores de otras latitudes, ansiosos por alcanzar, así sea desde la distancia insoslayable de la lectura, las alturas alcanzadas por esos creadores.

Así como los conductores cuentan con la Virgen del Carmen para que los libre de las acechanzas de la carretera y las imprudencias de los demás conductores, los traductores también cuentan con un santo patrón, San Jerónimo, para que los ponga a salvo de la exhuberancia lingüística de un autor o de la proliferación de expresiones de un idioma. San Jerónimo sostenía que bastaba con captar el sentido de la palabra en un idioma para poder traspasarla a otro. Para él todo era traducible. Por su parte, Gregory Rabassa, traductor al inglés de García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar, Asturias y otros más –y del cual el Nobel colombiano ha dicho con una de sus frases pontificales que su versión de Cien años de soledad es mejor que el original en español– afirma que la traducción perfecta es imposible, que la gente pretende tener una reproducción exacta, pero lo más que el traductor puede lograr es apenas una aproximación. Sin embargo, se dice que fue gracias a las traducciones al inglés de Gregory Rabassa que fue posible la selección de García Márquez para el premio Nobel.

En cuanto a errores, hasta el traductor más experimentado puede cometer uno o varios desaciertos. El mismo San Jerónimo es responsable de uno de los más célebres en la historia. Al traducir el Antiguo Testamento del hebreo al latín, en el pasaje cuando Moisés desciende del Monte Sinaí con las tablas de la ley en sus manos, el libro de El Éxodo dice que el rostro de Moisés ‘brillaba’, ‘resplandecía’. Pero resulta que la palabra hebrea para brillo, resplandor, karán, tiene un gran parecido fonético con keren, que significa cuerno (recordemos que en hebreo se escribía sin vocales). El santo optó por la opción alterna y el pobre Moisés pasó de iluminado a cornudo. De ahí los dos pequeños cuernos que adornan la frente de Moisés en la prodigiosa escultura de Miguel Ángel en la basílica de San Pedro Encadenado en Roma. Sin duda, se trata de uno de los pocos errores de traducción inmortalizados en mármol, tal vez el único.

Después de eso hay que perdonar disparates como los siguientes:

•    En La mala hora, el empresario del circo declara “compramos a peso todo gato que nos lleven sin preguntar de dónde salió, para alimentar a las fieras”. Los traductores al inglés y al alemán tradujeron respectivamente: “compramos por libra”, el primero; “compramos según el peso”, el segundo. Aquí también, en la versión francesa el bollo limpio se transforma en tostada de pan blanco, las cananas en armas y un mosquitero de punto en mosquitero de encaje. En inglés será bordado.

•    Cuando en El otoño del patriarca se describe a los indios nativos, repitiendo el texto una frase de Colón: “son de la color de los canarios, ni blancos ni negros”, en inglés serán “canarios” como los pájaros. Eso sí, ni blancos ni negros. De la misma forma la burundanga se convierte en fruta (inglés), el coralibe en pescador de corales (alemán), la marimonda en homosexual (inglés), el rumbero en explorador (alemán), las tiendas en cantinas (francés) o carpas (alemán), las trinitarias no son buganvilias sino pensamientos (inglés y alemán), las cantinas de vereda son cafés con terraza (inglés), los labios yertos son delgados (francés y alemán) un zambapalo no es un riña o gresca sino una danza (francés e inglés) y las zapatillas no son zapatos de calle sino pantuflas (francés y alemán)

•    En Crónica de una muerte anunciada, el hermano del narrador “no olvidó nunca el trago mortal que le ofreció Pedro Vicario: “‘Era candela pura’, me dijo”. En la traducción francesa esa candela pura se convierte en cera hirviendo y el café cerrero en café de los cerros.

•    En El amor en los tiempos del cólera el lector se entera de que las mujeres de la clase de Fermina Daza “solían encerrarse en grupos a hablar de hombres y a fumar, y aun a beber aguardiente de a dos cuartillos hasta quedar tiradas por los suelos como una marimonda de albañil”.  No lo pondrán en duda ni un instante los lectores de la versión en inglés, en donde resultan bebiéndose hasta dos litros de aguardiente. Y las mujeres salen a la calle y soportan el sol abrasador del Caribe “sin más protección contra el sol que los paraguas de diario”. En la versión francesa dice literalmente “paraguas de papel periódico”.

•    En La mala hora “el camellón” donde los hombres se reunían a conversar, se convierte en la versión alemana en el abrevadero o bebedero de los animales.

•    En el cuento Blacamán el bueno, vendedor de milagros el narrador tiene “camisas de gusano legítimo”. Bien se sabe que eso significa que son de seda pura. Pero como en Cuba un “gusano” es un contrarrevolucionario, en la traducción alemana, Blacamán habla de sus “elegantes camisas de reaccionario”.

•    En El otoño del patriarca un “macaco” se convierte en la versión alemana en un “papagayo”, es decir que de mico se transforma en loro. Al viejo dictador “se le pasó la ventolera de preguntar si lo querían o no lo querían”. En inglés al patriarca se le pasó “la pedorrera”. Y la pava no es la mala suerte sino la hembra del pavo (francés y alemán).

•    En El general en su laberinto las “callecitas yertas” se convierten en la versión al inglés en “calles tiesas y angostas”. Y la mestiza en mulata (inglés), los zamarros son abrigos de lana de cordero (francés) y el huevo tibio no es ni frío ni caliente (francés y alemán).

•    En Los funerales de la mamá grande un personaje está tan peludo que parece un capuchino, pero ningún traductor lo asocia con el mono capuchino y lo traducen como religioso de la orden de san Francisco. Y los mamadores de gallo de la Cueva son criadores de gallos (inglés) o cebadores de gallos (alemán). Una franela no es una camiseta sino una camisa hecha de la tela de ese nombre (francés, inglés, alemán).

Esta relación podría eternizarse a la manera del cuento del gallo capón –una de las entretenciones en Macondo durante la peste del insomnio– pero como no se trata de elevar contra nadie un pliego de cargos, sino apenas de mostrar las dificultades insalvables que afrontan los traductores, es bueno recordar, aunque sea brevemente, otras desventuras de este oficio tantas veces vilipendiado.

Vera Székács, la traductora oficial al húngaro de toda la obra de García Márquez cuenta cómo tuvo que hacer grandes esfuerzos e intercambiar con el autor una nutridísima correspondencia para logar con éxito la traducción de Cien años de soledad, cuando todos los traductores del español de la editorial en donde trabajaba se negaron a hacerlo y debió ser ella quien afrontó el desafío y pasó de ser lectora en español a traductora oficial.

Los autores son conscientes de esos escollos que se les presentan a los traductores. A veces su opiniones ayudan, aunque a veces también confunden. En la edición brasileña deCien años de soledad hay dos episodios que ilustran esta circunstancia mejor que nada. En el último capítulo, cuando el sabio catalán pretende llevar consigo los baúles con sus cuadernos manuscritos, “se soltó en improperios cartagineses contra los inspectores del ferrocarril que trataban de mandarlos como carga,…” En la nota de pie de página dice: “Explicación del autor a la traductora: ‘Es una arbitrariedad mía: supongo que la lengua catalana es la misma que se usaba en Cartago, lengua fenicia de mercaderes malcriados. La traducción debe ser literal’”.

Unas páginas atrás, en el penúltimo capítulo la primera frase dice “Amaranta Úrsula regresó con los primeros ángeles de diciembre…” En la edición brasileña hay una maravillosa nota aclaratoria: “Explicación del autor a la traductora: ‘La traducción debe ser literal, porque todo el mundo sabe que los ángeles llegan en diciembre. ¿Acaso usted no los ha visto nunca?’”.

lunes, 22 de febrero de 2016

Vicisitudes del bolsillo en muchos idiomas

Con la firma de Julieta Roffo, la revista Ñ publicó en su edición del viernes 22 de enero la siguiente nota comparativa, donde se detalla el precio de varios títulos en ocho países del mundo.

¿Cuánto cuestan los mismos libros 
en ocho países?

La última novela del francés Michel Houellebecq se consigue en Argentina a un precio más parecido a los de las librerías de Francia y Estados Unidos que a las de Brasil, a pesar de la brecha salarial entre ambos hemisferios. Un libro del eterno candidato al Nobel Haruki Murakami puede costar en nuestro país tres veces más que en Inglaterra y el doble que en España. A la manera de The Economist, cuyo índice Big Mac compara el precio en dólares de un mismo menú de McDonald’s en distintos países, ideamos el “Indice Principito” para comparar los precios de libros clásicos y de novedades en ocho países del mundo.

Cotejando ediciones de bolsillo y de tapa blanda de El Principito, uno de los longséllers de todo el mundo, Clarín halló que en Strand, una emblemática librería de Nueva York, puede comprarse por US$ 14, mientras que, en el otro extremo, puede conseguirse por US$ 3 en Río de Janeiro. Entre los ocho países comparados –Argentina, Estados Unidos, Brasil, México, España, Inglaterra, Francia y Chile–, el nuestro está entre los más baratos para conseguir el libro de Antoine de Saint-Exupéry: cuesta US$ 7,33 (99 pesos) mientras que en Barcelona se vende a US$13,10. 

Para quien recorra Europa, Norteamérica y Sudamérica en busca del Diario de Ana Frank, las librerías argentinas tienen la mejor oferta en dólares: un ejemplar por US$5,10 (69 pesos). En París hay que pagar US$13,15 para conseguir el libro.

Otro clásico, La metamorfosis de Franz Kafka, vuelve a ubicar a Brasil como la alternativa nominal más económica: cuesta US$ 3,22 una edición de bolsillo que en la librería Antártica de Santiago de Chile se vende a US$ 4,70. Y aunque los salarios promedio en esta región son considerablemente más bajos que en Estados Unidos y Europa, los precios por una edición de bolsillo de la historia de Gregorio Samsa son de US$ 6,95 en la Gran Manzana y de US$ 7,40 en Buenos Aires (100 pesos). El precio en la librería del Fondo de Cultura Económica de la capital mexicana es parecido al argentino: US$ 7,55. En la versión británica de Amazon se encuentra el precio más alto: US$ 10,25.

A la hora de vender clásicos –que en muchos casos, al ya no pagar derechos de autor, permiten la competencia entre varias editoriales–, los precios de las librerías argentinas se sitúan entre la media y las opciones más baratas de las cotejadas.

Sin embargo, cuando hablamos de novedades editoriales la tendencia se revierte: los precios en Argentina están entre los más costosos, y en los tres casos revisados, no bajan de los US$ 20. Un ejemplo reciente es el de la novela Sumisión, última obra de Houellebecq. En Argentina cuesta US$ 21,85 (295 pesos), en Chile, US$26,90, y en Brasil –otra vez a un precio muy barato–, US$ 6,20. El precio en Argentina no difiere por más de veinte centavos de dólar con los de España, Francia e Inglaterra.

Otra vez en el podio de los más caros, Los años de peregrinación del chico sin color, del japonés Murakami, cuesta en Argentina US$ 22,15 (299 pesos), junto con Chile, donde se consigue por US$ 26,45. En España y Estados Unidos oscila entre los US$ 9,50 y los US$ 10, en Inglaterra se consigue por US$ 5,65 –la cuarta parte del precio vernáculo–, y en París, por US$ 10,90.

Revival, novedad de Stephen King, cuesta también US$ 22,15 (299 pesos) en las librerías argentinas, menos que en Shakespeare & Co., de París, donde se vende a US$ 27,95. Pero el precio argentino supera en un 20 por ciento al de Chile y México, y en nada menos que un 159 por ciento al que se consigue en la librería Saraiva de Río de Janeiro.

“Hoy en día, la gran mayoría de novedades editoriales tiene una base de 250 pesos. De ahí para arriba, según el autor y la edición”, dice Alejandro Monot, librero de Clásica y Moderna, y agrega: “Pero incluso en épocas de la peor inflación, siempre hay público lector”.