Sergio Waisman y Ricardo Piglia |
El 23 de agosto pasado, se publicó en este blog una columna donde se contaban las alternativas de un intercambio entre la poeta Mori Ponsowy y el traductor Jesús Zulaika (acá), a propósito de las traducciones de este último de Raymond Carver. Resumiendo, Ponsowy reclamaba a Zulaika que, al traducir al castellano, hubiese cambiado el estilo característico de Carver, circunstancia que Zulaika terminaba admitiendo, solicitándole posteriormente al editor le permitiese corregir su propia traducción en ediciones posteriores. El hecho provocó una serie de comentarios que, aparentemente, se habían extinguido pocos días después. Sin embargo, como puede leerse en los comentarios de la columna, el 15 de noviembre, intervino Francescu Micheli, traductor de Ricardo Piglia al francés y defendió la libertad del traductor para hacer lo que desee con el original al trasladarlo a su propia lengua. Esto, a su vez, se tradujo en una columna –que mucho agradecemos–, esta vez del escritor y ensayista Sergio Waisman, profesor en la George Washington University, de los Estados Unidos y traductor de Ricardo Piglia al inglés.
Mis dos centavos sobre traducir
Hay más de una o dos maneras de traducir y poco sirve—para la traducción como para casi cualquier otra arte—prescripciones que tan pronto se convierten en admoniciones (al menos que ese sea el punto, como en algunos de los proyectos imaginados por Oulipo, etc.). Borges dice en varias ocasiones que lo que le gusta de la polémica de cómo traducir es la polémica. Así, en “Las versiones homéricas”, leemos que: “La hermosa discusión Newman-Arnold (1861-62), más importante que sus dos interlocutores, razonó extensamente las dos maneras básicas de traducir”, dictamen que Borges repetirá en “Los traductores de Las 1001 Noches”, entre otros.
A mi modo de ver, hay grandes diferencias de cómo se piensa y se trabaja la traducción—y más aún, hay grandes diferencias en los efectos de la traducción—según el lugar que uno ocupa en mapas y cartografías: mapas y cartografías que además, desde luego, cambian con el tiempo. (Son cuatro las dimensiones, entonces.) El debate de cómo traducir—las implicaciones de este debate—son diferentes en el centro y en la periferia. Mientras la discusión en el Norte (en inglés, por lo menos), circula alrededor de la visibilidad, en el Sur (si no me equivoco, en castellano) circula ahora—con buena razón—alrededor de a cuál castellano traducir. El francés mantiene una posición relativamente central—por lo menos visto desde América Latina. (Imaginamos que esto se debe más al lugar histórico del francés en la cartografía de la república de las letras, y bastante menos a factores geopolíticos actuales.) Lo mismo parecería ocurrir con el español peninsular, salvo que en ese caso la industria editorial comercial ha vuelto a la Península y el resultado, por ahora, no parecería ser un hecho fortuito—por lo menos visto desde América Latina. Desde aquí, en los EEUU, yo veo un panorama confuso y contradictorio: traductores peninsulares que son criticados básicamente por ser demasiado regionales; una lengua española, peninsular, que en su práctica literaria surge comúnmente como periférica a la literatura en español actual (me refiero a la latinoamericana, ya sea de Sud o Norteamérica); un centro editorial firmemente retomado por España, en términos económicos, que agrega un nuevo eje a una relación centro-periferia (entre España y sus ex-colonias) que parecía ya haber estado resuelta; y malas traducciones españolas que son malas por ser demasiado españolas (¿demasiado regionales, en el viejo centro del imperio español?), no por ser demasiado neutras (como podría ser el caso en otros centros europeos).
Yo no apostaría sobre cuál debería, o incluso cuál podría ser el criterio apropiado para resolver este debate. Pero sí me pregunto si ¿las malas traducciones españoles de hoy en día, son malas de la misma manera que lo fueron al comienzo del siglo XX, en las ediciones que tanto contribuyeron a la escritura de Roberto Arlt?—quizás el más argentino de los escritores argentinos, agrego tangencialmente, si se entiende por “argentino” precisamente lo más difícil de traducir, lo que no viaja o no viaja bien (en traducción, por supuesto).
¿Ser fiel al estilo del original? Parece un consejo sensato, pero el estilo de un texto literario depende de su relación con los usos normativos de la lengua en la cual interviene. Al cambiar de lengua, la relación que determina el estilo se deshace, dejando en su lugar palabras sueltas y restos sintácticos. El traductor toma esos restos y los reconstruye en otra lengua, en otro contexto, con el objetivo de re-crear—re-imaginar, re-plantar—el estilo del original ahora en el idioma meta. Lo que el traductor (re)escribe, ¿qué relación tiene, efectivamente, con el estilo del texto en el idioma fuente? El traductor lee un texto en otro idioma y escribe su lectura de ese texto en su propia lengua; esto lo ha dicho Piglia en varias ocasiones. El traductor (re)escribe su lectura de ese texto y, en el proceso de su (re)escritura, el traductor deja sus marcas del traductor en su re-imaginación del pre-texto, pero ahora convertido (re-convertido) en el texto meta. No creo que sea posible hablar del estilo en la traducción sin hablar del estilo de la traducción. Este estilo, entonces: ¿es igual al estilo del original, o es la lectura del traductor del estilo del original—y es, por lo tanto, el estilo del traductor?
A mi modo de ver, poco agrega a la polémica un retorno a un concepto tradicional de la fidelidad, ni a la tremenda demanda que la fidelidad pone en el traductor—de modo prescriptivo—para luego poder evaluar las fallas de la traducción. Prescripción metodológica, admonición crítica, fracaso garantizado: una vez más la traducción pierde y el original gana y, en particular, diríamos que el original gana gracias a la pérdida de la traducción: las copias inferiores que aseguran la auténtica superioridad del original. A mi modo de ver, la demanda tradicional de la fidelidad siempre lleva a la misma conclusión: patetismo: la patética pérdida de la traducción frente a la eterna—y esencial—grandeza del original.
¿Y cuándo no es así? ¿Y cuándo la traducción es buena? Me atrevería a decir que Piglia en francés sería un buen ejemplo de una buena traducción. Sin embargo, nótese enseguida la característica modestia (¿falsa modestia?) del traductor, y cómo se lo castiga por su infidelidad al original, al autor, como si… Queda mal si lo dice el traductor; si lo dice el escritor queda como el máximo elogio: que tal y tal traducción supera al original (o que intenta superar al original, lo cual sería lo mismo). ¿No podríamos hablar de diferentes versiones en diferentes idiomas que intervienen de modos diferentes—y análogos a los modos en los cuales intervienen las otras múltiples versiones—en diferentes tradiciones en diferentes culturas y momentos históricos? Pero esto suena demasiado relativista; esto suena demasiado ambiguo, como si no importara la calidad de la escritura—cuando de hecho es lo único que importa.
Yo empecé a ver las trampas, y también el potencial, de este tema cuando empecé a traducir Nombre falso al inglés hace 18 años. Me daba cuenta, en el momento de traducir Assumed Name, que se trataba de una experiencia que me implicaba a mí mismo—como traductor (como lector, si la traducción es básicamente una modalidad de leer). El título mismo nombraba la paradoja—casi la imposibilidad y también la atracción—de la autoría. Porque cuando empecé a traducir a Piglia, me encontré asumiendo un nuevo nombre: un nombre falso (un assumed name), para así decir, en el proceso de traducir—mejor: en el proceso de reescribir—el libro. A través de conversaciones y correspondencias, Piglia me sugería que yo estaba escribiendo el mismo libro, pero esta vez en inglés. Decir lo mismo con veracidad, agrego ahora, en otra lengua y sin saber cuál es cuál para mí.
Para mí es claro que el traductor escoge (consciente e inconscientemente) a qué elementos, a qué aspectos del reclamado original le debe ser—le debe dar todo por intentar serle—fiel y al escoger, inventa. Más bien, al escoger—al tomar las decisiones de su oficio (aunque también se podría decir: las decisiones de su artesanía, las decisiones de su arte); al escribir en un idioma su lectura de otro y así dejar las marcas de su lectura transformada entre lenguas—crea. Al escoger, al decidir, al realizar la traducción (i.e., al cerrar la incertidumbre del momento entre, cuando todas las opciones estaban abiertas, pensando en Quain), el traductor crea el original.
Al traducir, el traductor crea el original. En la traducción no alcanza hablar sobre la fidelidad en general. Hay que preguntar a qué elementos del texto fuente se espera que el traductor sea fiel y no sólo cómo se podría o se debería realizar tal fidelidad, si no—y quizás esto sea más importante—por qué? ¿Cuál es la relación entre la llamada fidelidad de la traducción y el valor y la originalidad misma del texto fuente? Porque si el traductor efectivamente crea el original del texto fuente—de un modo análogo a cómo Borges postula que los escritores crean a sus precursores—al decidir (consciente e inconscientemente) cuáles elementos del texto fuente merecen un intento de reproducción fiel—si el traductor crea el original, entonces la fidelidad, la autoría, y hasta la originalidad mismas se tornan en conceptos móviles. En la traducción la fidelidad, la autoría, y la originalidad están en juego y por eso, en mi opinión, la traducción es siempre tan crucial.
Ahora bien. La polémica de las últimas semanas, tal y como la leo en las páginas del blog del valiosísimo Club de Traductores Literarios de Buenos Aires, me resulta importante y problemática. Importante porque sin duda lo es la cuestión de a qué castellano traducir, ya que la traducción juega un papel esencial en la formación y el desarrollo de cualquier tradición—y especialmente en la formación y el desarrollo de tradiciones como la argentina; es decir, en tradiciones periféricas, jóvenes, menores. Y problemática porque siempre lo es, para mí, cuando alguien intenta prescribir cómo se debe traducir. Mi respuesta a este punto en particular es simple, es lo que les digo a mis estudiantes el primer día del taller de traducción literaria cuando lo enseño en la universidad: lo que hay hacer es traducir bien, no importa si eso se logra siendo “fiel” o no. Luego nos pasamos el resto del semestre discutiendo qué significa traducir bien, qué significa ser fiel, quién tiene el poder para determinar tales cosas y según qué criterios se llega qué tipo de evaluaciones, cómo se ha pensado esta cuestión a través de la historia y en diferentes culturas, cuáles son las implicaciones de las diferentes prácticas y teorías de la traducción en diferentes momentos y en diferentes lugares del mapa, etc.
Hay más de una o dos maneras de traducir. Lo que hay hacer es traducir bien. Ahora: a traducir.