viernes, 30 de noviembre de 2012

"Al traducir, el traductor crea el original"

Sergio Waisman y Ricardo Piglia
El 23 de agosto pasado, se publicó en este blog una columna donde se contaban las alternativas de un intercambio entre la poeta Mori Ponsowy y el traductor Jesús Zulaika (acá), a propósito de las traducciones de este último de Raymond Carver. Resumiendo, Ponsowy reclamaba a Zulaika que, al traducir al castellano, hubiese cambiado el estilo característico de Carver, circunstancia que Zulaika terminaba admitiendo, solicitándole posteriormente al editor le permitiese corregir su propia traducción en ediciones posteriores. El hecho provocó una serie de comentarios que, aparentemente, se habían extinguido pocos días después. Sin embargo, como puede leerse en los comentarios de la columna, el 15 de noviembre,  intervino Francescu Micheli, traductor de Ricardo Piglia al francés y defendió la libertad del traductor para hacer lo que desee con el original al trasladarlo a su propia lengua. Esto, a su vez, se tradujo en una columna –que mucho agradecemos–, esta vez del escritor y ensayista Sergio Waisman, profesor en la George Washington University, de los Estados Unidos y traductor de Ricardo Piglia al inglés.
 
Mis dos centavos sobre traducir    

Hay más de una o dos maneras de traducir y poco sirve—para la traducción como para casi cualquier otra arte—prescripciones que tan pronto se convierten en admoniciones (al menos que ese sea el punto, como en algunos de los proyectos imaginados por Oulipo, etc.). Borges dice en varias ocasiones que lo que le gusta de la polémica de cómo traducir es la polémica. Así, en “Las versiones homéricas”, leemos que: “La hermosa discusión Newman-Arnold (1861-62), más importante que sus dos interlocutores, razonó extensamente las dos maneras básicas de traducir”, dictamen que Borges repetirá en “Los traductores de Las 1001 Noches”, entre otros.

A mi modo de ver, hay grandes diferencias de cómo se piensa y se trabaja la traducción—y más aún, hay grandes diferencias en los efectos de la traducción—según el lugar que uno ocupa en mapas y cartografías: mapas y cartografías que además, desde luego, cambian con el tiempo. (Son cuatro las dimensiones, entonces.) El debate de cómo traducir—las implicaciones de este debate—son diferentes en el centro y en la periferia. Mientras la discusión en el Norte (en inglés, por lo menos), circula alrededor de la visibilidad, en el Sur (si no me equivoco, en castellano) circula ahora—con buena razón—alrededor de a cuál castellano traducir. El francés mantiene una posición relativamente central—por lo menos visto desde América Latina. (Imaginamos que esto se debe más al lugar histórico del francés en la cartografía de la república de las letras, y bastante menos a factores geopolíticos actuales.) Lo mismo parecería ocurrir con el español peninsular, salvo que en ese caso la industria editorial comercial ha vuelto a la Península y el resultado, por ahora, no parecería ser un hecho fortuito—por lo menos visto desde América Latina. Desde aquí, en los EEUU, yo veo un panorama confuso y contradictorio: traductores peninsulares que son criticados básicamente por ser demasiado regionales; una lengua española, peninsular, que en su práctica literaria surge comúnmente como periférica a la literatura en español actual (me refiero a la latinoamericana, ya sea de Sud o Norteamérica); un centro editorial firmemente retomado por España, en términos económicos, que agrega un nuevo eje a una relación centro-periferia (entre España y sus ex-colonias) que parecía ya haber estado resuelta; y malas traducciones españolas que son malas por ser demasiado españolas (¿demasiado regionales, en el viejo centro del imperio español?), no por ser demasiado neutras (como podría ser el caso en otros centros europeos).

Yo no apostaría sobre cuál debería, o incluso cuál podría ser el criterio apropiado para resolver este debate. Pero sí me pregunto si ¿las malas traducciones españoles de hoy en día, son malas de la misma manera que lo fueron al comienzo del siglo XX, en las ediciones que tanto contribuyeron a la escritura de Roberto Arlt?—quizás el más argentino de los escritores argentinos, agrego tangencialmente, si se entiende por “argentino” precisamente lo más difícil de traducir, lo que no viaja o no viaja bien (en traducción, por supuesto).

¿Ser fiel al estilo del original? Parece un consejo sensato, pero el estilo de un texto literario depende de su relación con los usos normativos de la lengua en la cual interviene. Al cambiar de lengua, la relación que determina el estilo se deshace, dejando en su lugar palabras sueltas y restos sintácticos. El traductor toma esos restos y los reconstruye en otra lengua, en otro contexto, con el objetivo de re-crear—re-imaginar, re-plantar—el estilo del original ahora en el idioma meta. Lo que el traductor (re)escribe, ¿qué relación tiene, efectivamente, con el estilo del texto en el idioma fuente? El traductor lee un texto en otro idioma y escribe su lectura de ese texto en su propia lengua; esto lo ha dicho Piglia en varias ocasiones. El traductor (re)escribe su lectura de ese texto y, en el proceso de su (re)escritura, el traductor deja sus marcas del traductor en su re-imaginación del pre-texto, pero ahora convertido (re-convertido) en el texto meta. No creo que sea posible hablar del estilo en la traducción sin hablar del estilo de la traducción. Este estilo, entonces: ¿es igual al estilo del original, o es la lectura del traductor del estilo del original—y es, por lo tanto, el estilo del traductor?

A mi modo de ver, poco agrega a la polémica un retorno a un concepto tradicional de la fidelidad, ni a la tremenda demanda que la fidelidad pone en el traductor—de modo prescriptivo—para luego poder evaluar las fallas de la traducción. Prescripción metodológica, admonición crítica, fracaso garantizado: una vez más la traducción pierde y el original gana y, en particular, diríamos que el original gana gracias a la pérdida de la traducción: las copias inferiores que aseguran la auténtica superioridad del original. A mi modo de ver, la demanda tradicional de la fidelidad siempre lleva a la misma conclusión: patetismo: la patética pérdida de la traducción frente a la eterna—y esencial—grandeza del original.

¿Y cuándo no es así? ¿Y cuándo la traducción es buena? Me atrevería a decir que Piglia en francés sería un buen ejemplo de una buena traducción. Sin embargo, nótese enseguida la característica modestia (¿falsa modestia?) del traductor, y cómo se lo castiga por su infidelidad al original, al autor, como si… Queda mal si lo dice el traductor; si lo dice el escritor queda como el máximo elogio: que tal y tal traducción supera al original (o que intenta superar al original, lo cual sería lo mismo). ¿No podríamos hablar de diferentes versiones en diferentes idiomas que intervienen de modos diferentes—y análogos a los modos en los cuales intervienen las otras múltiples versiones—en diferentes tradiciones en diferentes culturas y momentos históricos? Pero esto suena demasiado relativista; esto suena demasiado ambiguo, como si no importara la calidad de la escritura—cuando de hecho es lo único que importa.

Yo empecé a ver las trampas, y también el potencial, de este tema cuando empecé a traducir Nombre falso al inglés hace 18 años. Me daba cuenta, en el momento de traducir Assumed Name, que se trataba de una experiencia que me implicaba a mí mismo—como traductor (como lector, si la traducción es básicamente una modalidad de leer). El título mismo nombraba la paradoja—casi la imposibilidad y también la atracción—de la autoría. Porque cuando empecé a traducir a Piglia, me encontré asumiendo un nuevo nombre: un nombre falso (un assumed name), para así decir, en el proceso de traducir—mejor: en el proceso de reescribir—el libro. A través de conversaciones y correspondencias, Piglia me sugería que yo estaba escribiendo el mismo libro, pero esta vez en inglés. Decir lo mismo con veracidad, agrego ahora, en otra lengua y sin saber cuál es cuál para mí.

Para mí es claro que el traductor escoge (consciente e inconscientemente) a qué elementos, a qué aspectos del reclamado original le debe ser—le debe dar todo por intentar serle—fiel y al escoger, inventa. Más bien, al escoger—al tomar las decisiones de su oficio (aunque también se podría decir: las decisiones de su artesanía, las decisiones de su arte); al escribir en un idioma su lectura de otro y así dejar las marcas de su lectura transformada entre lenguas—crea. Al escoger, al decidir, al realizar la traducción (i.e., al cerrar la incertidumbre del momento entre, cuando todas las opciones estaban abiertas, pensando en Quain), el traductor crea el original.

Al traducir, el traductor crea el original. En la traducción no alcanza hablar sobre la fidelidad en general. Hay que preguntar a qué elementos del texto fuente se espera que el traductor sea fiel y no sólo cómo se podría o se debería realizar tal fidelidad, si no—y quizás esto sea más importante—por qué? ¿Cuál es la relación entre la llamada fidelidad de la traducción y el valor y la originalidad misma del texto fuente? Porque si el traductor efectivamente crea el original del texto fuente—de un modo análogo a cómo Borges postula que los escritores crean a sus precursores—al decidir (consciente e inconscientemente) cuáles elementos del texto fuente merecen un intento de reproducción fiel—si el traductor crea el original, entonces la fidelidad, la autoría, y hasta la originalidad mismas se tornan en conceptos móviles. En la traducción la fidelidad, la autoría, y la originalidad están en juego y por eso, en mi opinión, la traducción es siempre tan crucial.

Ahora bien. La polémica de las últimas semanas, tal y como la leo en las páginas del blog del valiosísimo Club de Traductores Literarios de Buenos Aires, me resulta importante y problemática. Importante porque sin duda lo es la cuestión de a qué castellano traducir, ya que la traducción juega un papel esencial en la formación y el desarrollo de cualquier tradición—y especialmente en la formación y el desarrollo de tradiciones como la argentina; es decir, en tradiciones periféricas, jóvenes, menores. Y problemática porque siempre lo es, para mí, cuando alguien intenta prescribir cómo se debe traducir. Mi respuesta a este punto en particular es simple, es lo que les digo a mis estudiantes el primer día del taller de traducción literaria cuando lo enseño en la universidad: lo que hay hacer es traducir bien, no importa si eso se logra siendo “fiel” o no. Luego nos pasamos el resto del semestre discutiendo qué significa traducir bien, qué significa ser fiel, quién tiene el poder para determinar tales cosas y según qué criterios se llega qué tipo de evaluaciones, cómo se ha pensado esta cuestión a través de la historia y en diferentes culturas, cuáles son las implicaciones de las diferentes prácticas y teorías de la traducción en diferentes momentos y en diferentes lugares del mapa, etc.

Hay más de una o dos maneras de traducir. Lo que hay hacer es traducir bien. Ahora: a traducir.

jueves, 29 de noviembre de 2012

¡El SPET te lleva al cine y sin pochoclo!

En el último encuentro del año, que tendrá lugar el miércoles 12 de diciembre a las 18:30 en el Salón de Conferencias del IES en Lenguas Vivas (Carlos Pellegrini 1515), el SPET invita a ver el documental  La mujer con los 5 elefantes* (dir.: Vadim Jendreyko, 2009)

Con esta película sobre la traductora de origen ucraniano Svetlana Geier proponemos una primera aproximación al tema traducción y cine en nuestro seminario.

Svetlana Geier (1923, Kiev-2010, Friburgo) enseñó ruso en las universidades de Karlsruhe y Friburgo, tradujo al alemán obras de Tolstoi, Pushkin, Gogol, Solzhenitsyn y Bulgakov. Sus cinco elefantes son las grandes novelas de Dostoievski que retradujo en las últimas dos décadas de su vida (Crimen y castigo, El idiota, Los hermanos Karamazov, El adolescente y Los endemoniados). Por su labor como traductora recibió varios premios (entre ellos, el premio de la Feria de Leipzig a la traducción) y reconocimientos como el título de doctora honoris causa de las universidades de Friburgo y Basilea.

* subtítulos en español

miércoles, 28 de noviembre de 2012

Un país de buena cultura...

Publicada el 20 de noviembre pasado en El Trujamán, la siguiente columna del escritor y traductor español Ramón Buenaventura (ver aquí) plantea una interesante cuestión que daría para debatir.  

Traductor coautor

En amazon.com de Francia tienen ya casi implantada una costumbre que todo traductor acogería con las debidas protestas de humildad (Señor, yo no soy digno), pero también con centelleos de placer: cada vez es más frecuente el caso de que al nombre del autor de un libro se añada en catálogo el del traductor, sin más, como si hubiesen compuesto la obra al alimón. Así, por ejemplo: Cafards, vertiges et vodka glace, de Kate Christensen et Christine Barbaste. Como bien supondrán ustedes, la primera (muy interesante escritora, por cierto) escribió el texto en inglés y la segunda lo tradujo al francés. Estaría muy bien que copiáramos la tendencia por esos pagos en que tanto y tan sistemáticamente se ignora y menosprecia la labor del traductor.

Es más: estaría muy bien (cuántas veces no se habrá pedido ya: ni caso) que las editoriales se acostumbrasen a poner el nombre del traductor en la cubierta de los libros. El argumento en contra de esta posibilidad es torpe y obvio: al lector le importa un pimiento quién haya traducido la obra y, además, no reconocería su nombre ni aunque se lo escribieran en mayúsculas de cuerpo 28. Bueno. Si el nombre del traductor empezara a aparecer en cubierta, al cabo de muy poco tiempo quedarían superados ambos inconvenientes. Con un añadido: el hecho de ver en primer plano el nombre del traductor viene a ser un mensaje que el lector, si algo interpreta (no siempre ocurre, por desgracia), solo puede interpretar en un sentido: la editorial da importancia al traductor, luego más vale que me fije en quién hace qué, porque no es indiferente.

Pero la rácana realidad está muy lejos de semejante cambio. El hecho es que sigue habiendo muchas editoriales que no apuntan el nombre del traductor más que en la página de copyrights, en chiquitito, y que lo omiten en sus catálogos. Si a ello añadimos que los críticos tampoco suelen comentar las traducciones en sus reseñas, ya me contarán ustedes cómo va a ser posible que el trujamán vaya ganando una pizca de prestigio a ojos del público.

La cuestión no es baladí, porque un país de buena cultura debe tener lectores conscientes de que la labor de los traductores no es una mera actividad mecánica y que de ella depende la transmisión correcta de la obra extranjera. No da igual quién traduzca qué, ni mucho menos. Nunca da igual quién nos transmite el conocimiento, o el arte, o el placer.

martes, 27 de noviembre de 2012

Léase con cuidado, no una sino dos veces

Poeta y novelista, Guillermo Piro es hombre de opiniones contundentes y, claro, en varias ocasiones, las suyas despertaron polémicas en este blog. Es probable que con ésta también suceda otro tanto. Fue publicada el pasado domingo 25 de noviembre en el diario Perfil, de cuyo suplemento de cultura es editor general, además de columnista.



Basta de traducciones

La pregunta es: ¿la traducción del Ulises de Joyce de José Salas Subirat o la de José María Valverde? En enero de 2011, setenta años después de la muerte del escritor irlandés, sus obras quedaron libres de derecho de autor, por lo que supongo que en la Madre Patria deben de haber aparecido más versiones, pero atengámonos al derby joyceano, a la gran competencia que vienen librando un traductor argentino y uno español. Con buenas razones, hay ciertos lectores que recomiendan una y ciertos otros que recomiendan otra. Yo no recomiendo ninguna de las dos.

Ninguna de ellas ni de las miles que van a pulular en poco tiempo más en el mercado editorial hispánico. Tampoco recomiendo hacer como Freud, que aprendió español solamente para leer El Quijote. Aprendan inglés, vale la pena, pero no para leer el Ulises, no se lo merece. Y no se lo merece no porque no haya hecho méritos, sino porque aun sabiendo inglés es poco probable que lleguen a exprimir toda la radiante insolencia que el libro contiene. No todo es para todos. Aunque en cierto sentido la literatura, en su afán por destruirse a sí misma, a lo largo de la historia procreó clones en distintas partes del mundo. La historia del Ulises es de una estupidez escalofriante, no vale la pena correr detrás de eso. Y dado que la lectura en sí, en cualquiera de las dos versiones aludidas al principio, son el monumento al fracaso (toda traducción, en mayor o menor medida, lo es, pero en el caso del Ulises es un fracaso magnificado, amplificado, digamos un fracaso como esos que salen de parlantes ridículamente poderosos que pueden despeinar al que se ponga delante. No a las traducciones, entonces, no a estudiar inglés.

¿Entonces qué queda? Leer a los clones autóctonos. Los italianos tienen a Carlo Emilio Gadda; los alemanes a Arno Schmidt, los brasileños a João Guimaraes Rosa. En la Argentina no tenemos a nadie que pueda elevarse a la altura de Joyce, pero está el cubano Guillermo Cabrera Infante, que a falta de un escritor que valga la pena muchos consideramos el mejor escritor argentino del siglo XX, en tanto y en cuanto su anticastrismo (“Cuba sufre de castroenteritis”, solía decir a quien quisiera escucharlo) lo sigue manteniendo con recaudos alejado de Cuba (aunque parece que ahora puede leerse en la isla sin correr el riesgo de que te metan preso, eso dicen). La experiencia de leer La Habana para un Infante difunto es, por ejemplo, lo más parecido que conozco a la experiencia que puede tener un lector anglófono leyendo el Ulises de Joyce. (A propósito, Cabrera Infante, que pasó gran parte de su vida en Londres, donde murió, tradujo Dublineses, un libro de cuentos de Joyce –bastante malo, por cierto–, al que la pluma de Cabrera Infante mejoró con creces.) En La Habana para un Infante difunto encontrarán aquello propio de una escritura obstinada en ser leída en voz alta, oída a través de parlantes ridículamente poderosos, como se escucha la buena música, preocupada por calmar a los intranquilos e intranquilizar a los calmos.

Está bien, me dirán, pero no fue Cabrera Infante quien por primera vez introdujo el monólogo interior en la literatura. ¿Y ustedes se piensan que fue Joyce? Allí está Italo Svevo y La conciencia de Zeno, pésimamente traducida al español por Carlos Manzano. Así que si quieren empezar por ahí, vayan y aprendan italiano. No es tan difícil, y vale la pena existiendo autores como Svevo.

lunes, 26 de noviembre de 2012

“Son tan buenos los de aquí como los de Hispanoamérica”

Complementando la noticia del viernes pasado, el siguiente suelto publicado en La Razón.es del día 23 de noviembre, donde se entevista a Miguel Sáenz por su nombramiento como académico. Nótese la actitud contrastante entre sus dichos y los de varios de sus colegas (y no nos referimos sólo a los académicos, sino a muchos traductores españoles, incluso notorios miembros de la ACEtt).

«La traducción siempre ha estado menospreciada»

La Real Academia Española eligió ayer a un nuevo miembro: el traductor  Miguel Sáenz. «Estoy muy contento –declaró a este diario–. No lo esperaba. Todo el mundo me decía que era difícil, así que me lo he tomado todo muy deportivamente. He recibido muchos testimonios de académicos que se han molestado en escribirme y en llamarme. Me he encontrado con votos de personas que no me conocían personalmente y eso, para mí, es muy satisfactorio». La candidatura de Miguel Sáenz, que ocupará el sillón «b» de la RAE, vacante desde el fallecimiento de Eliseo Álvarez-Arenas en septiembre de 2001, estuvo respaldada por Luis Goytisolo, Pedro Álvarez de Miranda y Margarita Salas, y se ha impuesto a la del también traductor Antonio Pau. «Me alegro de haber entrado como traductor porque siempre ha sido un trabajo que ha estado muy menospreciado. Su labor nunca se estima. Este ingreso es un apoyo para todos los traductores. Se van a alegrar todos. Hay muchos traductores en la RAE, como Rodríguez Adrados o Javier Marías, pero traductores puros..., nadie ha entrado hasta ahora», comentó Sáenz, que ha vertido a nuestra lengua texto de escritores tan importantes como Goethe, Kafka, Alfred Döblin, Henry Roth, Christa Wolf, Joseph Roth, W. G. Sebald, Michael Ende o Joseph Conrad. «La traducción es una actividad muy desesperada. Es una aproximación a algo que no existe: la traducción  perfecta. Existen en España doce o tres personas que traducen maravillosamente». Sáenz llega a la RAE con la vocación de aprender y de trabajar en el español de los 22 países que lo hablan, y no sólo el de España. Conocer toda su riqueza y reivindicar que en ambas orillas del Atlántico hay traductores increíbles: «Son tan buenos los de aquí como los de hispanoamérica. A veces rechazamos traducciones que vieen de allí, y es algo que debemos superar, porque cuando leemos a Rulfo y a Borges, por ejemplo, aceptamos ese español».

La irrupción de las nuevas tecnologías ha impactado en la traducción de igual manera que en otros campos. El nuevo académico subraya las ventajas que han venido con ellas. «Las tecnologías repercuten por un lado de una manera muy positiva, porque ahora el traductor tiene muchos más medios para poder investigar que antes eran inimaginables. Hoy el traductor que no averigüe o no profundice en un texto es porque realmente no quiere. Las nuevas tecnologías suponen para nosotros una inmensa ayuda. Sólo el ordenador es una ventaja enorme. Pero también, hay que advertir, que están repercutiendo en el idioma de una manera que no es tan positiva. En ocasiones lo deterioran, como sucede con los mensajes rápidos y los chats. Y eso redunda en un español mucho menos rico, pero en el campo de la literatura su efecto es muy
beneficioso». 

«Aprendí mucho en la ONU»
Sáenz nació en Larache, Marruecos, en 1932, y fue traductor de las Naciones Unidas en sus sedes de Nueva York y Viena. Una experiencia que dejó su poso. «Tengo que reconoce que aprendí mucho en las Naciones Unidas. Y una de las cosas más importantes que comprendí durante ese tiempo es el sentido de la responsabilidad. Existen traducotres, al español, al francés, al inglés, que están allí en una sala cercana al Consejo de Seguridad. Su cometido es traducir una resolución en cuestión de minutos. Elegir una palabra o un término es fundamental, porque la resolución del Consejo tiene que concordar en todas las lenguas y no es igual «deplorar» que «lamentar», por ejemplo. Ahí se aprende cómo la palabra lleva una carga de responsabilidad que puede afectar, incluso, a la vida humana».

viernes, 23 de noviembre de 2012

Un saludo cordial para Miguel Sáenz

La noticia fue publicada sin firma el 22 de noviembre pasado en la sección cultural del diario El Mundo.es. Dicho esto, no es un secreto para nadie lo que el Administrador de este blog y la mayoría de sus usuarios piensa de la Real Academia. Ojalá el nombramiento a Miguel Sáenz (foto: Julián Jaén), un traductor a quien admiramos y respetamos, implique algún tipo de mejora para esa institución vetusta y con ínfulas imperiales que poco nos importa a la mayoría de los usuarios del castellano, quienes justamente estamos del otro lado del Atlántico (con "tl"). 

Miguel Sáenz ocupará el sillo "b" de la RAE

El Pleno de la Real Academia Española ha elegido este jueves al traductor Miguel Sáenz para ocupar el sillón correspondiente a la letra "b", vacante tras el fallecimiento del escritor y marino Eliseo Álvarez-Arenas. Su candidatura, avalada por los académicos Luis Goytisolo, Pedro Álvarez de Miranda y Margarita Salas, se ha impuesto a la de Antonio Pau Pedrón, respaldada por Luis María Anson, Antonio Fernández Alba y Salvador Gutiérrez.

Miguel Sáenz (Larache [Marruecos], 1932) ha destacado por su traducción de autores alemanes como Günter Grass, Bertolt Brecht, Peter Handke o Thomas Bernhard, de quien escribió además una biografía. Ganó el Premio Nacional de Traducción en 1991, y es miembro de la Akademie für Sprache und Dichtung desde 1999. Asimismo, ha recibido la Medalla Goethe, el Premio Nacional de Traducción de Austria y el Premio Aristeion de la Unión Europea. En 2002 fue nombrado doctor honoris causa por la Universidad de Salamanca.

Asimismo, el pleno de la docta casa ha proclamado también las candidaturas destinadas a ocupar la silla "r" dejada vacante por el ilustrador Antonio Mingote. Los aspirantes a esta plaza son los juristas Santiago Muñoz Machado (Pozoblanco [Córdoba], 1949) y Antonio Garrigues Walker (Madrid, 1934).

El primero, catedrático de derecho administrativo, cuenta con el respaldo de Eduardo García de Enterría, Luis Mateo Díez y José Manuel Sánchez Ron. Los firmantes de la candidatura de Antonio Garrigues Walker, presidente del prestigioso despacho de abogados que lleva sus apellidos y también autor y director de teatro, son los académicos Luis María Anson, José Antonio Pascual y Pedro García Barreno. El pleno de la RAE votará para decantarse por uno de ellos el próximo 13 de diciembre

jueves, 22 de noviembre de 2012

Copi, ¿a qué castellano?

La aparición de un volumen con piezas hasta ahora  inéditas en castellano y el estreno argentino de una ópera que tiene como punto de partida Cachafaz han vuelto a poner sobre el tapete la obra de Copi (seudónimo de Raúl Damonte Botana, escritor y dramaturgo argentino nacido en 1939 y muerto en 1987) y sus traducciones a nuestra lengua. Así lo explica Hugo Salas en el número de Ñ correspondiiente al 17 de noviembre pasado.

Dinámita para el teatro 

En una serie de conferencias ya célebre pronunciada en 1988, el escritor César Aira pone en el mapa de la literatura argentina a una figura ciertamente heterodoxa: el dramaturgo, humorista y narrador Copi, un curioso argentino radicado en París que escribía excentricidades en francés.

No fue coincidencia. De alguna manera, este puente había sido prenunciado por Fogwill, que unos años antes había incluido, dentro de lo que consideraba narrativa argentina actual, a “Copi Damonte (aunque escriba en francés)” y acto seguido a “Aira (que aunque piense en francés sigue escribiendo en español)”.

Más de una década habría de pasar, sin embargo, hasta que comenzara en el país un serio trabajo de edición de su obra, durante los cuales aquella producción circuló mayormente dentro de los claustros académicos y ocasionalmente sobre los escenarios.

Afortunadamente, a la publicación, en 2000, de la obra Eva Perón habrían de seguir un volumen con Cachafaz y La sombra de Wenceslado (2002), todos estos títulos bajo el sello Adriana Hidalgo, y luego, en El cuenco de plata, la edición de las novelas La ciudad de las ratas (2009) y La guerra de las mariconas (2010) y después Teatro 1 (2011), que incluyó cuatro títulos de su producción dramática. Este año, varias son las novedades editoriales que vuelven a llamar la atención sobre su figura. A la publicación de Teatro 2, también de El cuenco de plata, que incluye las obras Loretta Strong, ¡La pirámide!, La heladera y Las escaleras del Sacré-Coeur, se suman Tango-Charter, de Mansalva y Santiago Arcos, escrita en italiano y en supuesta coautoría con Ricardo Reim, y hacia fin de año el libro de historietas Los pollos no tienen sillas, también de El cuenco.

Paradojas de la lengua
Ciertamente, la producción de Copi abre una suerte de paradoja en el contexto de la literatura nacional, especialmente en lo que concierne al carácter “nacional” mismo. Leyéndolo, su argentinidad resulta evidente. Es cierto que esta evidencia es efecto no sólo del texto sino también de las traducciones, así como esa misma “argentinidad” quedaba opacada por las que durante los años 90 publicara Anagrama (se sabe: el gran mérito de la traducción ibérica es hacer sonar hasta a los marcianos como pobladores de lo más hondo del terruño hispánico). Aun así, la escritura de Copi muestra signos ineludibles de un diálogo mucho más fluido con la tradición argentina (del grotesco a Macedonio Fernández) que con la tradición francesa, a punto tal que su teatro, por momentos, parece guardar lazos de familiaridad mayores con el de Batato Barea que, por ejemplo, con el del francés Bernard-Marie Koltès.

No obstante, Copi escribió mayormente (y casi todo) en francés. He allí su paradoja: la de una literatura argentina escrita en una lengua que es otra. No es el primero. Se suma a una tradición muy visible, por ejemplo, en William Henry Hudson, mejor conocido (y con justicia) como Guillermo Enrique Hudson, escritor nacido en Argentina que publicó, a fines del siglo XIX y principio del XX, en Inglaterra y en inglés, una obra que los especialistas consideran parte del canon argentino, con títulos como La tierra purpúrea, Allá lejos y hace tiempo, Días de ocio en Patagonia o la colección de relatos El ombú.

Bien mirada, la situación de estos escritores argentinos que escriben en otra lengua no hace más que poner de manifiesto un fantasma, un problema, que sobrevuela las literaturas nacionales de aquellos países que, en algún momento u otro de su historia, fueron colonia: la lengua en que esa comunidad imaginada escribe “su” literatura no es “propia”, sino antes bien de otro (y de un otro con el que mantiene, siempre, relaciones tensas). A fin de cuentas, el caso de Copi no difiere tanto, por ejemplo, del de Victoria Ocampo, que reconoció escribir siempre primero en francés y luego auto traducirse, relación con el idioma que tal vez Borges tuviera en mente cuando en uno de sus cuentos más irónicos advierte, respecto de un personaje: “podía ser ocurrente en francés, el idioma habitual de sus lecturas; el español, para ella, no pasaba de ser un mero utensilio casero, como el guaraní para las señoras de la provincia de Corrientes”.

Ningún escritor argentino, podría decirse, escribe en su propia lengua (cosa que, puestos a analizar, sería válida para todo escritor de cualquier punto del planeta, en tanto escribir supone siempre trabajar a partir de una lengua que no es individual, no es de uno, sino de muchos, de todos y por ende también de otros).

Lo notable en Copi, sin embargo, es el modo en que esta ajenidad cobra caracteres y dimensiones trágicas. Su obra pone literalmente en escena una vieja idea, la de la argentinidad como castigo, como algo que se padece, como un atroz encanto, y este desdoblamiento de lo propio como algo ajeno y mortificante alcanza también todos los demás confines de la identidad: las relaciones familiares y sobre todo la sexualidad. En “Polvareda”, texto que uno de los actores recitaba en el entreacto de ¡La pirámide! y que en Teatro 2 se reproduce en versión facsimilar, a alguien le preguntan de dónde viene. Su respuesta, lacónica, prefigura al autor, en su relación con lo propio y en su deseo: “no sé de dónde. Apenas sé cómo me llamo”. Tal vez a ello se deba la ubicua presencia en toda su obra de las ratas, ese animalito que allí donde aparece, es agarrado a escobazos.

Un texto polémico
En un giro irónico de las circunstancias, este desdoblamiento entre propio y ajeno alcanza al escritor después de muerto. Sin mediar de momento instancias legales, Federico Botana, hermano menor de Copi, se ha interesado en señalar que Tango-Charter (publicada, como se dijera, por Mansalva y Santiago Arcos, en traducción de Walter Romero del italiano, una lengua que tampoco es la otra lengua “propia” de Copi) “es una versión italiana de una pieza escrita solamente por Copi intitulada La Coupe du Monde. La pieza original fue estrenada en París en 1978, y motivó un artículo bastante virulento del diario Crónica, que llevaba por título ‘Copi denigra nuevamente a su patria’. Luego fue puesta en escena por Riccardo Reim en Italia en 1979 o 1980”. Por su parte, los editores nacionales de Tango-Charter advierten que la obra publicada en Argentina sigue la edición que se hizo en Italia en 1980 (cuya existencia Botana reconoce), en vida del propio Copi y sin que mediara oposición ni controversia alguna con el autor. En ella, el copyright se atribuye por igual a los dos, y dentro del libro hay fotografías y dibujos de ambos.

La disputa resulta interesante más allá del problema de la atribución, en tanto aun si Tango-Charter fuera sólo una traducción “lineal” de La Coupe du monde, el desprendimiento de Copi, permitiendo que se la publique a nombre de los dos, constituye una declaración de principios acerca del problema de lo propio y lo ajeno en relación con la lengua. Para ello, desde luego, habrá que esperar la publicación de La Coupe du monde, y poder cotejar ambos textos.

De momento, tienen los lectores la posibilidad de disfrutar de uno de los lenguajes más duros, ácidos y corrosivos de la literatura nacional: otro.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

En Rosario tampoco descansan



Jornada de Traducción
Centro de Estudios sobre la Problemática de la Traducción
Centro de Estudios Latinos


 
Facultad de Humanidades y Artes -
Universidad Nacional de Rosario
Jueves 22 de noviembre de 2012, Aula 7, desde las 15 hs.
  
Programa

15.00-15.10
Apertura

15.10-15.30
elda munch: “La incorrección política tiene cara de mujer - II Parte: Relevancia de los recursos formales en Across Patagonia de Florence Dixie”

15.30-15.50
DELFINA MORGANTI: “Del soneto shakesperiano a la gauchesca de Fierro: la reescritura de estilos en la autotraducción poética”

15.50-16.10
MABEL MARTÍNEZ: “Abordajes de la traducción: Cervantes y las teorías actuales”

16.10-16.30
ANA MARÍA MAKIANICH: “La poética de los otros: Girri en el surco de Pavese”

Receso: 16.30-16.50

16.50-17.10
MARÍA ISABEL BARRANCO: “La traducción de la oración fúnebre de Gorgias de Leontini”

17.10-17.30
ALDO R. PRICCO: “Teatralidad, retórica y traducción: la perspectiva del decorum en una versión escénica de Miles gloriosus de Plauto”

17.30-17.50
Marcela coria: “Cicerón traductor. La expresión latina del vocabulario estoico de las pasiones”

Receso: 17.50-18.10

18.10-18.30
Marina larrosa: “¿Qué texto se traduce? Sobre la historia del fr. 357 PMG de Anacreonte y algunos problemas del texto origen”

18.30-18.50
nicolás ciancio y santiago hernández aparicio: Frg. PMG 358 de Anacreonte: una práctica de interpretación y traducción

18.50-19.10
dANIELA ANTÚNEZ: “Enmendatio y puntuación de la diegesis al fr. 227 de Calímaco: P. Mil. Vogliano I 18, col. X 6-9”

19.10-19.30
Cierre

martes, 20 de noviembre de 2012

La traducción en la Edad Media española contada desde la Argentina

El 19 de noviembre pasado, Leonardo Funes pasó por el Club de Traductores Literarios de Buenos Aires para hablar sobre "La traducción como traslado cultural en tiempos de Alfonso el Sabio (Castilla, siglo XIII)".  Lo hizo admirablemente y con una sencillez francamente admirable, como puede verse aquí

Leonardo Funes es profesor titular de Literatura Española Medieval en la UBA e investigador independiente del CONICET. Actualmente preside la Comisión de Doctorado de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y dirige allí una Maestría en Estudios Literarios. Dio también charlas y cursos en la Georgetown University, el Graduate Center de la City University of New York, la Universidad Complutense de Madrid y la Universidad Hebrea de Jerusalén, siempre sobre temas de la literatura española medieval (épica, crónicas, narrativa didáctica, novela sentimental). Ha publicado cuatro libros y más de cien artículos en revistas especializadas sobre estos temas

Fotos: Javier Cánepa

lunes, 19 de noviembre de 2012

Signos tipográficos en peligro

Federico Kukso publicó el original artículo que sigue en el número de la revista Ñ del 10 de noviembre pasado. Según la bajada que acompaña la nota, “como ocurre con las especies animales, los signos de puntuación también nacen, viven y mueren. ¿Las nuevas tecnologías impulsan la desaparición del ‘¿’ y el ‘¡’ ?”. Lo peor es que no es chiste.

La extinción menos pensada

Como el sonido lejano de la alarma de un auto, el dato se repite tantas veces que ya se volvió invisible. Olvidamos que está ahí: cada día se extinguen unas 150 especies de animales en el mundo. Según la Lista Roja de Especies Amenazadas de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, el 41% de los anfibios, un 33% de los corales, un 25% de los mamíferos y un 13% de las aves están en rumbo directo a decirle adiós, y para siempre, a la Tierra. El orangután de Sumatra, el leopardo de las nieves y la tortuga baula se encuentran a punto de transformarse en simples figuritas del álbum de los recuerdos de la naturaleza. Y no sería nada extraño si, dentro de un par de décadas, el gorila de montaña, el atún rojo y el rinoceronte de Java fueran confundidos con el hipogrifo, el Odradek y demás ejemplares de El libro de los seres imaginarios borgiano.

El golpe –ecológico, ético, biológico–, claro, es fuerte. Pero eso no implica que sea el único. Las especies de animales no son las únicas que se extinguen. Se extinguen, también, las lenguas: de los 6.809 idiomas que se supone hay en el planeta, desaparece uno cada 15 días, sin contar con que en la Argentina ya se esfumaron el atacameño, el ona, el gününa küne y el vilela. Y, por si fuera poco, se extinguen también los símbolos. Y entre ellos, aunque parezcan eternos e intocables, aquellos de un gremio especial: los signos de puntuación, aquellos semáforos de la lengua que ayudan a que no nos tropecemos ni atragantemos con las palabras.

Algunos, incluso, desaparecen sin que muchos supieran siquiera que alguna vez estuvieron ahí, listos para ser usados. Por ejemplo, uno llamado “interrobang”. Indicador de sorpresa, algo así como “?!” –del “¿¡en serio!?”– pero fusionados en el mismo símbolo, fue inventado en los sesenta por el publicista neoyorquino Martin Spekter. Arañó la fama cuando se coló entre las teclas de las máquinas de escribir Remington en 1968 pero no tardó en hundirse en el olvido.

Algo similar ocurrió con otro signo no menos curioso llamado “snark”, una especie de signo de interrogación invertido, como reflejado en un espejo, ideado en el siglo XVI por el impresor inglés Henry Denham como mecanismo para advertirle al lector que una pregunta era retórica. El snark, sin embargo, sufrió en carne propia la indiferencia y nunca fue comprendido ni utilizado masivamente por entonces, cuando la imprenta daba sus primeros pasos y los nuevos lectores –que lentamente se acostumbraban a leer en silencio– imploraban el establecimiento de una puntuación estándar, aquella que recién comenzó a tomar forma en 1566 cuando el impresor italiano Aldo Manuzio publicó el primer libro de normas de puntuación, su Orlhographiae Ratio (Sistema de ortografía), que incluía el punto, la coma, los dos puntos y el punto y coma.

En realidad, Manuzio no fue un pionero gramatical: al primero que se le habían ocurrido estos indicadores fue a Aristófanes de Bizancio –uno de los grandes bibliotecarios de Alejandría– en el año 200 para combatir lo que desde los antiguos textos griegos y por varios siglos después se conoció como scriptio continua , la costumbre de escribir ininterrumpidamente en mayúscula, sin espacio y sin puntuación. Una verdadera tortura para el lector.

Pero volviendo al snark, como varios signos que nunca llegaremos a conocer o a utilizar, su vida fue fugaz, pese a que en 1899 tuvo una segunda oportunidad al ser resucitado por el poeta francés Alcanter de Brahm como señal de sarcasmo o de ironía.

Y así llegamos a nuestros días, tiempos tan globalizados como acelerados, en los que los signos de puntuación no dejan de nacer, vivir y, también, morir. Los símbolos, se sabe, no mueren de causas naturales. Se extinguen cuando los carteles publicitarios cargados de errores y omisiones se vuelven la norma y no la excepción. Se esfuman cuando el escribiente –en chats y mensajes de texto– les suelta la mano y pierde su fe en ellos, cuando comprende en un arrebato silencioso de rebeldía gramatical que puede vivir su vida sin ellos. Y también cuando las profesoras de castellano tiran la toalla y se cansan de marcar en un examen –con birome roja o a lo sumo verde– su ausencia.

Así podría pensarse una “lista roja” de signos de puntuación amenazados encabezada en estos momentos por dos signos que coquetean con la extinción: los signos de interrogación y exclamación de apertura –“¿” y “¡”–, exclusivos del español. En el caso del “¿” fue introducido por decreto recién en 1754 en la segunda edición de La ortografía de la Real Academia Española para indicar bien desde el comienzo que se trataba de una pregunta. La adopción no fue de un día al otro: tardó casi un siglo en colarse en los libros y siempre hubo rebeldes que se negaron a usarlo como el poeta chileno Pablo Neruda.

La biografía de su compañero de oración, el “?”, es curiosa: un investigador de la Universidad de Cambridge llamado Chip Coakley halló recientemente la versión más antigua de este símbolo –conocida como zagwa elaya – en un manuscrito siríaco, un dialecto del arameo, la principal lengua literaria de Medio Oriente entre los siglos III y VIII: consiste en dos puntos, uno encima del otro.

Aún así, ahí no nació la costumbre de indicar textualmente una pregunta. En forma independiente, distintos signos de interrogación surgieron en todo el mundo: los griegos utilizaban el punto y coma; los egipcios, los tres puntos; los armenios usan una especie de círculo abierto que se ubica entre la última y la penúltima letra de la palabra de la pregunta. Y durante la Edad Media los escribas indicaban el carácter interrogativo de una oración al poner la palabra quaestio al final de la frase. La tediosa tarea de escribir un libro a mano hizo que los copistas abreviaran esta palabra: primero se convirtió en “qo” y luego comenzaron a colocar la “q” arriba de la “o”. No tardó mucho para que la “q” mutase en un garabato y la “o” en un punto. El llamado punctus interrogativus había llegado para quedarse aunque recién en el siglo XVIII adoptó la forma actual que conocemos y usamos.

Y ahora, su compañero de oración –“¿”– y su pariente exclamativo –“¡”– se volvieron intermitentes. A veces están y a veces no. Sus asesinos son la velocidad de las cosas, la aceleración del saludo por el celular, el mensaje de “feliz cumpleaños!!!” dejado en un muro de Facebook, el contagio de costumbres gramaticales inglesas, o simplemente la informalidad, aquella que impulsa en Twitter el uso de “tu” sobre el “vous” en francés entre desconocidos, el “du” sobre el “sie” en alemán, el “to” sobre el “shoma” en farsi.

Nadie sabe exactamente cuándo sucederá ni dónde pero de un momento a otro signos como el “¿” y el “¡” morirán para convertirse en ese preciso instante en el objeto de deseo de paleolingüistas, cazadores de signos, coleccionistas de notas al pie de la historia.

Aunque no podría decirse si esta extinción esté bien o mal. A fin de cuentas, no leemos ni escribimos como antes. En casi dos generaciones, cambiaron los soportes a una velocidad inimaginada. Y, tal vez, los signos de puntuación también evolucionen y se adapten a su nuevo medio ambiente. “O no?”.

viernes, 16 de noviembre de 2012

Una crítica a los "momentos de exaltación lingüístico-moralizante"

El traductor argentino Martín Schiffino escribió en El Trujamán del día de la fecha la presente columna, que en un comentario a la discusión sobre español vs. Castellano elogió enfáticamente Andrés Ehrenhaus (“Nariz”). Y como este blog a Andrés no le hace faltar nada, aquí se reproduce (la columna de Schiffino, claro).

En contra del castellano neutro

Uno de los deportes de sillón de la Argentina ―lo digo como argentino que practica ese tipo de deportes, aunque no éste― es quejarse de las traducciones ibéricas. Editores, críticos, traductores, fustigan a los traductores españoles por escribir en ese imposible castellano «de allá» (también conocido como «gallego»). La variedad que se le contrapone es «castellano neutro» o, en momentos de exaltación lingüístico-moralizante, «castellano ecuménico».  Y la medida que se preconiza es simple: erradicar las expresiones marcadas, para no herir los finos oídos de los demás hispanohablantes. ¿Cuál es la consecuencia de lo anterior? Un castellano que no representa a ninguna comunidad puntual, pues así como sacamos españolismos hay que sacar mexicanismos, chilenismos, etc.

No es algo completamente utópico; un castellano así se usa en las traducciones de las Naciones Unidas, y es obvio que sirve para comunicar cuestiones de geopolítica, economía o medio ambiente. Más peliagudo es mantenerse en el plano neutral al traducir una página literaria de cierta complejidad, cuidando registros de lenguaje, referencias locales, frases hechas, proverbios y demás inris. Tratar, tratamos todos, con resultados mejores o peores, en general honrosos, gratos al oído, muy límpidos y, hay que decirlo, muy normativos, algo a lo que ayudan correctores de un rigor encomiable. Eso no impide, sin embargo, que al leer una novela traducida al neutro se tenga muchas veces la impresión de estar escuchando una sinfonía a través de un teléfono. Linda la musiquita. ¿No se le podría dar un poco más de volumen? Y el problema no está, claro, en el timbre impalpable de los violines originales, ni en la inefabilidad con que el director extranjero movió la batuta. Está en el teléfono.

Mis objeciones a lo neutro son dos. Para empezar, hay una diferencia muy grande entre una lengua y un habla. Cualquier escritor más o menos bueno presta un oído a la primera y el otro a la segunda, y cuando un lenguaje literario es interesante, no digamos innovador, aprovecha los armónicos de ambas (ejemplos, cuantos quieran: Woolf, Céline, Faulkner, Proust, Colette, Valle Inclán, Svevo, Ocampo). A ningún escritor se le critica que utilice la diversidad sonora que oye a su alrededor. ¿Por qué los traductores, que a fin de cuentas usan el mismo material, tendrían que apagar un oído? En una excelente versión que leí hace poco de Un amor, de Dino Buzzatti, el traductor español Carlos Manzano demuestra un fino oído para la potencia emocional de los insultos, usando palabras del habla de la península. De haberse optado por un registro neutral, se habría neutralizado el impacto del texto.

La segunda objeción es más bien ideológica. Al defenderse el castellano ecuménico se cae en la sonsa corrección política y sus insoportables remilgos diplomáticos. De momento, dejemos de lado el hecho de que, con un dialecto que no representa a nadie, pocos quedan conformes. Lo peor es que la corrección política aparece en un contexto de insatisfacción más económica que lingüística: cómo traducen los españoles sería un dato menor si las editoriales de España no se llevaran una tajada desproporcionada del mercado editorial de habla hispana. Se puede decir incluso que el mercado impone una variedad dialectal. Pero no confundamos categorías: el problema es el mercado, no el dialecto. Al exigirse ecumenismo lingüístico, lo que en la práctica pasa por aplanar diferencias y variedades dialectales, se le da más herramientas al monopolio que se quiere evitar. Lo ideal sería un mercado más ecuménico, y de paso más apertura para aceptar la diversidad del castellano, empezando por el propio. No vendría mal, por ejemplo, que las editoriales argentinas utilizaran un poco más el idioma que se habla en ellas. ¿Hasta cuándo vamos a seguir traduciendo de tú? 

jueves, 15 de noviembre de 2012

Dos libros que miran al futuro

Paola Jasmer, en el número 52 del Periódico de Poesía, correspondiente a noviembre de este año, reseña Traductores y traducciones en la historia cultural de América Latina, de Andrea Pagni, Gertrudis Payás y Patricia Willson ( México, UNAM, 2011) y La traducción literaria en América Latina, compilado por Gabriela Adamo (Buenos Aires, , Paidós, 2011)., y nosotros colgamos ese comentario a continuación.

Dos libros sobre la traducción literaria en Latinoamérica

El pasado miércoles 26 de septiembre, en el marco del XXI Encuentro Internacional de Traductores Literarios, se llevó a cabo la presentación de dos libros que, a pesar de haber surgido bajo distintas condiciones y como resultado de diferentes iniciativas y cuestionamientos, buscan enriquecer el debate sobre la traducción en Latinoamérica. ¿Qué traducimos?, ¿para quién traducimos? y ¿desde dónde traducimos? son preguntas que surgen invariablemente durante la práctica de la traducción y que definen necesariamente su estudio. Los libros presentados por Patricia Willson y Lucrecia Orensánz parten de estas preguntas para establecer un diálogo con el lector que conduce a reflexiones sobre el vasto número de condicionantes que influyen en el proceso por medio del cual la traducción tiende puentes tanto entre culturas separadas por la barrera de la lengua, como entre naciones que comparten una misma.

Patricia Willson resaltó que Traductores y traducciones en la historia cultural de América Latina tiene su origen en una serie de ponencias presentadas durante las Jornadas Andinas de Literatura Latinoamericana del 2008, por lo que el trabajo de compilación que realizaron ella, Andrea Pagni y Gertrudis Payás fue también uno de coordinación y edición. El resultado es una serie de artículos  que, a pesar de abarcar un vasto rango de temas desde diferentes puntos de vista, comparten un mismo interés en ubicar la traducción no sólo en el país en el que se produce, sino también en el contexto histórico-cultural que la rodea, ya que, como afirman las coordinadoras: “Reconocer la historicidad de la traducción y su vinculación con un discurso social contribuye a una visión no esencialista de esta práctica. De allí la necesidad de explorar el campo en el que se generan y se han generado las traducciones”.

Esta visión histórica es precisamente lo que distingue a esta compilación, permitiéndole trascender el campo de los estudios literarios y de traducción para establecer vínculos con otras disciplinas. La traducción, vista bajo el lente de la historicidad, se revela como un instrumento poderoso en el que los simulacros, las omisiones y los criterios de selección de textos ponen en evidencia su capacidad de influir de manera determinante en la construcción y consolidación de la identidad nacional. Con colaboraciones de Patricio Fontana y Claudia Roman (Argentina), María Gabriela Iturriza (Venezuela), Milena Grass Kleiner (Chile), Paula Andrea Montoya Arango y Juan Guillermo Ramírez Giraldo (Colombia), entre otros, Traductores y traducciones en la historia cultural de América Latina es una lectura indispensable para traductores, historiadores, académicos y público en general interesado en adquirir una visión profunda sobre el modo en el que la traducción alimenta y se alimenta de condiciones sociales, políticas y culturales para dejar en la historia marcas imposibles de borrar.

Por su parte, Lucrecia Orensánz resaltó el recorrido geográfico que efectúa La traducción literaria en América Latina para ofrecer una visión comprensiva de las condiciones que en la actualidad definen y orientan la práctica de la traducción en Latinoamérica. En un primer momento, la compilación dirigida por Gabriela Adamo se ubica en el extremo sur del continente y parte de Argentina para dirigirse poco a poco hacia el norte, hacia México, y en su camino se detiene diligentemente en Chile, Venezuela, Colombia y Centroamérica; sin embargo, en su segunda parte, la compilación lleva al lector en un recorrido inesperado por rutas en las que la práctica de la traducción en América Latina se intersecan con otros caminos que llevan a España, Brasil y Japón.

Los artículos que integran esta compilación se distinguen por su carácter empírico, es decir, parten de la experiencia individual de sus autores para alcanzar reflexiones sobre la situación que se vive en cada país y la forma en la que el español, al mismo tiempo idioma e industria, se relaciona con instituciones académicas, aparatos culturales, fuerzas económicas y políticas y, sobre todo, con una industria editorial que cada vez cobra más fuerza frente a la actividad editorial europea.  De esta manera, despojados de la solemnidad (aunque ciertamente no de la seriedad) de los estudios teóricos, los artículos presentados por Anna Gargatagli, Florencia Garramuño y Andrés Ehrenhaus (Argentina), Armando Roa Vial (Chile), Martha Pulido y María Victoria Tipiani Lopera (Colombia), Edda Armas (Venezuela), Carlos Cortés (Costa Rica), Lucrecia Orenzáns (México) y Anna-Kazumi Stahl (Estados Unidos) ofrecen una lectura amena, interesante y, por momentos, divertida que, a pesar de señalar los retos a los que se enfrenta la traducción en la actualidad, también se muestran optimistas con respecto a lo que cabe esperar en el futuro. Algunos artículos, como el de Lucrecia Orenzáns titulado “La traducción literaria en México (a principios del siglo XXI)”, ofrecen un panorama tan detallado de las condiciones que actualmente rodean al ejercicio de la traducción que su lectura se vuelve imprescindible para todo aquél que se interese por navegar en las corrientes institucionales, académicas y profesionales en las que se desenvuelve esta práctica.

Cabe aquí mencionar que ambos libros, a pesar de estar plantados uno en el pasado y el otro en el presente, comparten una mirada que se dirige hacia el futuro, un futuro que se verá condicionado por una gran cantidad de factores, entre ellos, compilaciones como las que ahora nos ocupan, pues es a partir de análisis como los que presentan Traductores y traducciones en la historia cultural de América Latina y La traducción literaria en América Latina que podemos hacernos conscientes de no sólo los retos a los que nos enfrentamos, sino del amplio abanico de posibilidades que la traducción ofrece, ha ofrecido y seguirá ofreciendo para una América Latina siempre afanada en la construcción de una tradición literaria y cultural.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Uno de cada cuatro hispanoparlantes, mexicano


El secretario de educación Pública, José Ángel Córdova
Villalobos presenta el Diccionario Escolar


El 1 de noviembre pasado, Ana Cecilia Méndez Cortés publicó en Milenio.com la siguiente nota a propósito de un diccionario mexicano que prescinde por completo de los puntos de vista de la Real Academia.

Un paso más en el desafío de la AML
a la hegemonía de la RAE

(Ciudad de México) • Con la colaboración de la Secretaria de Educación Pública y la Comisión de libros de Texto Gratuitos, la Academia Mexicana de la Lengua Española presentó esta tarde el Diccionario Escolar dirigido a estudiantes de secundaria, el primero que se realiza fuera de la Real Academia Española.

El tiraje, redactado por José Moreno de Alba, Felipe Garrido y Rocío Mandujano, alcanza en su primera edición el número de 1 millón 800 mil ejemplares en papel y de 400 mil ejemplares en soporte electrónico.

Este diccionario cuenta con 14 mil 686 palabras en 633 páginas, donde se rescatan palabras utilizadas en diversas regiones del país. Los diccionarios se entregarán a 1 millón 800 mil alumnos de telesecundaria y a bibliotecas de secundarias generales y técnicas con la integración de un disco compacto.

Durante la presentación del Diccionario Escolar, el secretario de educación Pública, José Ángel Córdova Villalobos, destacó que la habilidad lectora y español son los retos a superar en la prueba ENLACE.

“Nos damos cuenta que no pueden leer rápidamente o entender lo que está leyendo. Para ello se han distribuido 70 millones de libros en todos los planteles de educación básica y para que al estar leyendo tengan a su lado un diccionario repartiremos estos ejemplares”, indicó el secretario.

El secretario destacó que el español es la segunda lengua más hablada en todo el mundo y que uno de cada cuatro hispanoparlantes es mexicano. Además destacó que de nuestras lenguas autóctonas se van incorporando nuevas palabras, que este diccionario logra rescatar.

Córdova indicó que el diccionario es un esfuerzo que hace el gobierno de Felipe Calderón para brindar un apoyo a los estudiantes de telesecundarias, que responden al 21 por ciento de la matricula total de todas las secundarias en México.

“1 millón 300 mil estudiantes están en telesecundaria. Estamos orgullosos porque los estudiantes de las telesecundarias son los que en la prueba ENLACE han ido mejorando más”, dijo.

Además recordó que la SEP apoya la reforma laboral ya que “permitirá que muchos estudiantes que están en edad de trabajar lo puedan hacer mientras están estudiando”.

Jaime Labastida Ochoa, director de la Academia Mexicana de la Lengua, explicó que el diccionario escolar es un enorme alcance en la formación de los estudiantes que hacen uso de la lengua española tal y como se habla y escribe el español del país.

“Es necesario subrayar que el diccionario que ahora se pone en manos de estudiantes de telesecundaria constituye un hecho histórico porque ofrece con un lenguaje sencillo un conjunto de palabras que denotan cómo se habla el español de México”, dijo.

Labastida Ochoa dijo que el texto de este diccionario es “insólito” en el sentido de que es el primero totalmente redactado por una corporación americana y no por la RAE. El diccionario, explicó se ha a disposición de las academias hermanas de américa para que, con los cambios que cada una solicite pertinentes, se comiencen a redactar diccionarios regionales y nacionales para cada uno de los países de América.

Este diccionario está en los portales de la SEP, la Academia Mexicana de la Lengua y Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuito.

Al evento acudieron el Director General de la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos, Miguel Agustín Limón Macias, y el Director adjunto de la Academia Mexicana de la Lengua, Felipe Garrido, además de la profesora Eugenia Lucas Valerio, Directora de la Escuela Secundaria Número 30 y alumnos.

martes, 13 de noviembre de 2012

Que me disculpen, pero no hablamos “español” sino “castellano americano”

Mempo Giardinelli
Mori Uriburi le mandó esta columna del escritor argentino Mempo Giardinelli a Marietta Gargatagli y ella, a su vez, se la envió al Administrador de este blog. Se publicó originariamente en el diario Página 12 del 24 de octubre pasado y se reproduce aquí con mucho gusto porque no podemos estar más de acuerdo.

Vargas Llosa, el español y el castellano

Escribo este texto desde la admiración y el afecto que sentí toda mi vida por la obra de Mario Vargas Llosa. Lo he leído con fervor de aprendiz, he sentido su amistad en algunas ocasiones y aunque estuve y estoy en desacuerdo con casi todas sus posiciones políticas, siempre lo defendí de ataques e incomprensiones. Es un escritor excepcional, un maestro de la lengua.

Y por eso mismo siento que lo persigue un equívoco, igual que a muchos de sus admiradores en el mundo: la constante y creciente idea de que nuestra lengua es el español. Que no lo es.

Hace unos días él fue galardonado en México con el Premio Carlos Fuentes, al que otros aspiramos con inmodestia, y las declaraciones de jurados y comentaristas en diversos medios de lo que bien puede llamarse el establishment periodístico internacional subrayan “la contribución que desde el español ha hecho para el enriquecimiento del patrimonio de la humanidad”, como dijo el director de la Real Academia Española, José Manuel Blecua.

El mismo Vargas Llosa se manifestó “muy agradecido y conmovido” porque si bien no esperaba más premios después del Nobel, este galardón es un nuevo, enorme reconocimiento a la figura inolvidable de Carlos Fuentes, uno de los más exquisitos escritores que dio nuestra lengua.

Claro que entonces la pregunta que surge es de cuál lengua. Y si el propio Don Mario celebra al “idioma español” porque “ha dado una literatura creativa, novedosa, que es traducida y conocida en otros mundos lingüísticos”, entonces cabe la discrepancia.

Que me disculpen, pero no dejaré de insistir que en nuestra América nosotros no hablamos “español” sino “castellano americano”, el mismo que prefiguró Andrés Bello hace 200 años. Y acerca del cual el año pasado publiqué en estas mismas páginas, y a propósito de la inauguración del Museo de la Lengua en la Biblioteca Nacional, un artículo titulado “La lengua que hablamos”.

La cuestión no es baladí. Hay una profunda diferencia ideológica en el asunto, que hiede a neocolonización. Porque no se trata de discutir si es –como en efecto es– el segundo idioma más estudiado en el mundo después del inglés y el tercero más usado en Internet. No, la cuestión es que llamar aquí a nuestra lengua “español” es una forma contemporánea de cambiar el significado del idioma que nos une y nos expresa. Y digo contemporánea porque desde siempre, por generaciones, el nombre de nuestra lengua para hablar, leer y escribir, o sea el nombre del idioma de nuestra literatura –Bello dixit– fue castellano: “Se llama lengua castellana (y con menos propiedad española) la que se habla en Castilla y que con las armas y las leyes pasó a América, y es hoy el idioma común de los Estados hispanoamericanos”.

Fue por razones políticas y económicas muy recientes que España inició una sutil reconquista cultural americana. Desde hace unos veinte años, lenta y machaconamente, se nos fue imponiendo el nuevo nombre de nuestro idioma. El avance de empresas como Telefónica y otras en América, en los 90, más la creación del Instituto Cervantes como avanzada política cultural de España en el mundo –lo cual para mí es incuestionable; no es eso lo que discuto–, estuvo al servicio de erosionar el prestigio del vocablo “castellano”. Y, además, ayudó en esa tarea la fácil traducción del gentilicio a las lenguas de los países desarrollados de Europa.

Desde luego que a esa reconquista de América también la facilitó la transnacionalización de las grandes casas editoriales argentinas, compradas casi todas por poderosos holdings españoles. Lo cual tampoco es cuestionable en sí mismo, quede claro. Pero sucedió, y hoy es inevitable ver que el desplazamiento de la identidad de nuestra lengua, a la par de la brutal crisis económica, social y cultural que vivimos hace una década, contribuyó a esa estrategia no inocente.

El castellano americano que hemos hablado por generaciones recogió tradiciones y fortaleció identidades en toda nuestra América. Esa lengua, de raíz castiza pero enriquecida con cocoliches, dialectos y el uso peculiar de millones de extranjeros, creó finalmente una cultura que se desarrolló y definió con un idioma común: el castellano de nuestra América. Rioplatense, andino, caribeño, pero castellano.

Así se escribió y así es leída la riquísima literatura latinoamericana. La que llegó a ser universalmente apreciada gracias a Borges, Neruda, Rulfo y Carpentier, entre muchos otros, y también gracias a Fuentes y Vargas Llosa, pero como producto del castellano americano y no como literatura en español.

El asunto tampoco es nuevo. Durante el primer gobierno peronista en los colegios secundarios argentinos se estudiaba “Lenguaje Nacional”, y luego se estudió “Castellano” a secas. Pero desde los cambios que impusieron ciertas modas pedagógicas neoliberales y las editoriales españolas, en los 90, se impuso en nuestros ministerios y nuestras universidades un absurdo que padecen ya varias generaciones de estudiantes argentinos: una inexacta e imprecisa materia llamada “Lengua”, hoy popularizada a la par de la creencia de que hablamos “español”.

Bienvenidos sean los galardones literarios para maestros como Mario Vargas Llosa. Pero también digamos que sus obras son nuestras y son ejemplares porque, precisa y básicamente, las escribieron en el castellano americano que hablan y leen nuestros pueblos. No en español.

Bueno sería que ellos mismos, que lo saben, lo reconocieran.