miércoles, 5 de febrero de 2025

"La traducción literaria es una tarea en esencia artesanal, humana"

"Tres traductoras argentinas desmenuzan los retos de transformar versos en obras universales, explorando forma, ritmo y contexto." Eso dice la bajada de la nota de Celeste Sawczuk, publicada en InfoBAE, el pasado 10 de enero.

El arte de traducir poesía: cómo se interpreta uno de los géneros literarios más difíciles

Traducir es mucho más que trasladar palabras de un idioma a otro. Es una forma de creación, un acto de interpretación que exige un profundo conocimiento de la lengua, la cultura y el espíritu del texto original. Pero, entre los diversos géneros literarios, hay uno que plantea un desafío único: la poesía. ¿Cómo se traduce un poema sin traicionar su ritmo, su musicalidad, su sentido profundo y, al mismo tiempo, hacerlo vibrar en una lengua diferente? Para muchos, traducir poesía es uno de los ejercicios más complejos de la literatura.

En una entrevista exclusiva con Infobae, tres traductoras argentinas especializadas en poesía –Vanesa Fusco, Micaela Van Muylem y Eleonora González Capria– comparten sus experiencias en este delicado oficio. Desde cómo enfrentan las ambigüedades del lenguaje hasta los dilemas culturales que surgen al interpretar un poema, sus voces iluminan un trabajo que, aunque muchas veces invisible, es esencial para que la literatura viaje entre culturas y generaciones. Para Van Muylem, traducir poesía no es simplemente traducir palabras, es reescribir un universo para otro lector.

Para Fusco, este oficio no solo requiere conocimientos técnicos, sino también una sensibilidad única para captar los ritmos, la musicalidad y las múltiples capas de significado que habitan un poema. “Es un sinfín de cuestiones que se tienen en cuenta casi simultáneamente, y por eso muchas veces un poema de 100 palabras puede llevar el mismo tiempo que un capítulo de una novela”, añade.

Con estilos y trayectorias diversas, las tres traductoras revelan los procesos, los desafíos y las recompensas que implica dar nueva vida a las obras poéticas.

El arte de traducir poesía: un trabajo de precisión y pasión
Para Vanesa Fusco, traducir poesía es enfrentarse a un rompecabezas donde cada pieza debe encajar con precisión. “Lo primero que hago es leer el poema varias veces, en silencio y en voz alta, para escuchar la música y la sonoridad de las palabras”, describe Fusco, quien insiste en la importancia de captar el ritmo y las figuras retóricas del original. Si el poema tiene métrica y rima, su primer objetivo es mantener estos elementos siempre que sea posible, sin traicionar el sentido. Sin embargo, no duda en reconocer que, cuando el significado prima sobre la forma, termina optando por el verso libre: “Cuidando de todos modos la musicalidad del original”, añade.

Además, Fusco subraya que el contexto del poema y el público al que está dirigido son determinantes. Traducir un poema infantil, por ejemplo, requiere que la forma tenga prioridad, ya que “es la repetición de patrones, lo que permite que los adultos puedan leerlo en voz alta con un ritmo que los chicos sigan, o que los propios niños tengan una lectura más amena y predecible”.

Por otro lado, tanto Micaela Van Muylem como Eleonora González Capria coinciden en que traducir poesía no es simplemente encontrar equivalentes lingüísticos, sino también preservar las emociones y los universos del autor original. González Capria, que además de traducir, escribió el poemario Revientacaballos y es editora en la revista especializada en el género: Hablar de Poesía, lo resume con claridad: “No considero que la forma o el sonido sean una cáscara o un adorno. Tratar de trasladar ese trabajo de la forma y el sonido al idioma de destino es una de las tareas más arduas de la traducción de poesía”.

Las diferencias culturales y su impacto en la traducción
“La traducción es un constante tira y afloje entre el original y los lectores de la traducción”, señala Fusco, refiriéndose a las diferencias culturales y lingüísticas que inevitablemente surgen. Para ella, algunos elementos culturales específicos enriquecen la experiencia del lector, pero cuando estas diferencias entorpecen la comprensión, es necesario adaptarlos.

Un ejemplo claro de esto ocurrió cuando tradujo la novela en verso Treinta me habla de amor de Alessandra Narváez Varela, cuyo bilingüismo (inglés-español) era esencial en el texto original. “Tuve que resignificar ese recurso y decidir qué podía quedar en inglés sin que fuera un obstáculo para la lectura”, relata.

Por su parte, Van Muylem resalta que la traducción no solo es un acto de adaptación, sino también de aprendizaje continuo. “La poesía viaja rápido y fácilmente gracias a las plataformas digitales, y el intercambio entre culturas es mucho más fluido”, comenta. Desde su experiencia, Van Muylem compartió que, sin embargo, este diálogo constante entre lo propio y lo ajeno plantea dilemas únicos: ¿Qué se mantiene? ¿Qué se transforma? ¿Qué se pierde en el camino?

Desafíos únicos: traducir poesía infantil y experimental
En el caso de la poesía infantil y experimental, los retos se multiplican. Fusco confiesa que uno de los mayores desafíos es mantener tanto el sentido como la forma en poemas que, además, suelen estar ligados a ilustraciones inamovibles. En la entrevista con las traductoras, coincidieron que es “un rompecabezas” en el que todo debe encajar con naturalidad, y que es necesario prestarse a la lectura en voz alta para no generar incoherencias en el poema.

La poesía experimental, por otro lado, lleva la creatividad a límites aún más complejos. Van Muylem cuenta un caso específico mientras traducía a la poeta alemana Mara Genschel, cuyo poemario “Siete mujeres” incluía tachaduras y un número, “30.000”, que en Argentina remite inevitablemente a los desaparecidos. “Ese número iba a cambiar la lectura del poema en nuestro país, por lo que decidí consultarlo con la autora para no perder la intención original”, comparte. Este tipo de decisiones -señala- subrayan la importancia de trabajar en diálogo con los poetas cuando es posible.

El impacto de la traducción en la poesía y las culturas
“La traducción abre mundos”, afirma Fusco, recordando cómo esta práctica permite que lectores de una lengua accedan a la riqueza de otras culturas. “La poesía expresa emociones, sentires y experiencias que, aunque a veces parecen lejanas, pueden resultar sorprendentemente cercanas”, reflexiona. González Capria coincide, destacando que la traducción no solo conecta culturas, sino también épocas. “Hasta el día de hoy se siguen haciendo nuevas versiones de clásicos de hace siglos porque las traducciones evolucionan junto con las sociedades”, comenta Fusco.

En definitiva, las tres traductoras ven en su trabajo una labor universal que fomenta la comprensión y el intercambio cultural. Como dijo alguna vez el Nobel José Saramago, “los escritores hacen la literatura nacional, y los traductores hacen la literatura universal”.

El papel de las nuevas tecnologías en la traducción literaria
Las nuevas tecnologías y la inteligencia artificial plantean uno de los debates más candentes en el campo de la traducción. Aunque reconocen la utilidad de herramientas digitales para tareas específicas, como investigar contextos o explorar sinónimos, las traductoras rechazan la idea de delegar la creación literaria en manos de una máquina. “La inteligencia artificial reproduce patrones, pero la poesía rompe esos patrones. Por eso, traducir poesía seguirá siendo una tarea humana”, sostiene Van Muylem.

Para Fusco, “la traducción literaria es una tarea en esencia artesanal, humana”. El desafío no está en reemplazar al traductor humano, sino en utilizar las herramientas digitales de forma responsable y como apoyo, nunca como sustituto.

martes, 4 de febrero de 2025

"¿Qué política se desprende de la traducción?"

La siguiente es una columna de Damián Tabarovsky, publicada en el diario Perfil, de Buenos Aires, el pasado 5 de enero. Trata sobre el criterio de "novedad" y su evidente caducidad.

El estado del presente

Hay una frase de  Marina Tsvietáieva que ya la he citado en al menos tres o cuatro artículos. Son pocos. Hay que repetirla de nuevo: “A propósito de los que supuestamente llevan un retraso de uno o tres siglos, citaré un solo ejemplo: el del poeta Hölderlin, que por los temas que trata, por sus fuentes e incluso su vocabulario, es un poeta de la antigüedad, es decir, llegó a su siglo XVIII con un retraso no de un siglo, sino de dieciocho. Hölderlin, que solamente ahora comienza a ser leído en Alemania, es decir después de que han transcurrido más de cien años, ha sido adoptado por nuestro siglo, y ciertamente no es antiguo. Tras haber llegado a su siglo con un retraso de dieciocho, se ha revelado contemporáneo de nuestro siglo XX. ¿Qué significa este milagro? Significa que en el arte es imposible llegar tarde; que no importa de qué se nutra, ni qué busque resucitar, el arte es por sí mismo avance. Que en el arte no hay retorno, que es movimiento continuo, es decir, irreversible”.

¿Cómo puede ser que un texto escrito en otra lengua, en otra época, en otro lugar, sea actual, aquí, para nosotros? Una primera respuesta es lo que podemos llamar “tentación esencialista”: los grandes textos perduran por siempre. Esta idea –que defienden autores como Harold Bloom o Steiner– es, además de conservadora, errónea. Es cierto que existen grandes textos, pequeños textos, textos mediocres. Pero siempre es el horizonte de la época el que otorga el sentido al texto, el que “decide” si lo vuelve grande o pequeño. El horizonte de la época es siempre el ahora, el presente. La tentación esencialista reposa en el mito de la sustancialidad de los textos, en que los textos cargan con un sentido que no se modifica con el tiempo. A diferencia de la mermelada, los grandes textos vendrían sin fecha de vencimiento (entre la mermelada y la literatura hay una continuidad que todavía no ha sido del todo estudiada). Pero, sobre todo, la tentación esencialista reposa en el mito del futuro. En la inteligencia del lector del futuro. En la apuesta de que lo que no se entiende en el presente en el futuro se entenderá. Como es evidente, en su tiempo no se entendió Finnegans Wake o a Raymond Roussel, y hoy son casi lugares comunes, lecturas “superadas”. ¿Por qué pensar que el lector del futuro va a ser más inteligente, culto, sensible, que el lector actual? Si los textos radicales de una época con el tiempo se vuelven triviales, es precisamente porque la lectura de ese lector del futuro se volvió trivial. Ni el pasado añorado, ni el futuro deseado. El presente es el único horizonte para la literatura y, por lo tanto, para la traducción.

Por supuesto que también hay políticas de la traducción. La ejercen las editoriales, el Estado, los traductores, los medios, la universidad. Cada una de esas instituciones marca su impronta, efectúa una potencia, y no sería demasiado difícil rastrear sus estrategias, sus conflictos, sus intereses. Porque si existe política de la traducción, eso implica que la traducción tiene un componente político. ¿Qué política se desprende de la traducción? ¿Qué política hacia la lengua, el idioma, el presente? Siempre pensé que la literatura, cuando es radical, politiza zonas del discurso que aparecen como apolíticas o políticamente neutras. Una traducción es ante todo una opinión sobre el estado del presente.

lunes, 3 de febrero de 2025

"Suficiente información le hemos regalado a nuestro enemigo"

Para comenzar el año del blog bien arriba, esto: "El avance de la inteligencia artificial amenaza con volver obsoleta una de las prácticas más especializadas." Es lo que dice la bajada de la columna de opinión del novelista y traductora Ariel Magnus, publicada en la sección Ideas, del diario La Nación, de Buenos Aires, el pasado 11 de enero.

La traducción humana, un oficio de siglos que corre riesgos de extinción

De niño sentía fascinación por los oficios que desaparecen. El de deshollinador, sobre todo. Pero también el de arreador de velas en un barco, o el de copista. No me entraba en la cabeza que se esfumara, más que la empresa o el puesto, la labor en sí. Quizá le debo a este estupor haber elegido un oficio conceptual, al margen de los vaivenes de la técnica.

Quise ser escritor desde antes de saber lo que era el futuro y me educaron para ser periodista, pero cuando tuve la oportunidad de al fin elegir no dudé en volcarme a la traducción literaria. Saber idiomas y no usar esa prerrogativa para acercar libros foráneos a lectores propios me parece mezquino, además de que traducir es la mejor forma de adueñarse de los autores que a uno le gustan. Escribiendo novelas podía irme mejor o peor, mientras que con la traducción nunca me faltaría el pan, calculé. A fin de cuentas, los idiomas son artefactos que usamos hace miles de años, no pasarán de moda como las lámparas a gas.

El primer piedrazo a estas ideas iluminadas me alcanzó hace unos cinco años, con Google Translate. Lo probé, casi en broma, con la traducción de una biografía de redacción monótona, que además debía terminar rápido. Un par de párrafos alcanzaron para dejarme pasmado. Claro que la máquina pifiaba de lo lindo, pero en un 70-80% la traducción era decente, y a quién le molesta ver reducida su labor al restante 20-30%. Me alejé de la tentación como de una droga, pensando que con textos académicos eso algún día acabaría funcionando, pero nunca con los de corte literario.

Esa ilusión algo pedante se vino al suelo con la irrupción de la inteligencia artificial. Nadie que la haya puesto a prueba con un texto más o menos complejo habrá dejado de notar que estamos ante otra clase de máquina traductora. No solo entiende más –o simplemente eso: entiende–, sino que también sabe darle estilo a su traducción, corregirse, buscar variantes. Hay que tener muchas ganas de fingir demencia para no admitir que, si estamos ante sus primeros pasos, en breve nos llevará una distancia irrecuperable a los traductores de a pie.

Y esto incluye el nicho que creíamos a salvo de cualquier injerencia automatizada. Que la literatura pasatista y de género dejará en breve de plantearle dificultades a la máquina parece indiscutible. Pero tampoco la que se precia de más elevada –mucho menos desde que eso equivale a escribir con alarde de parquedad morfológica y sintáctica– va a necesitar de un deepl o un chatgpt o un claude especialmente calibrado para despachar su traducción. En minutos. Sin omisiones involuntarias ni typos. Por un módico abono anual. A todos los idiomas en los que estén entrenados.

El robot comete dislates y es de esperar que lo siga haciendo. Pero no menos nos equivocamos los humanos y hacerlo de manera menos evidente hasta puede ser una desventaja. Porque de lo que se trata en una traducción comercial es de que funcione en el idioma de llegada. Si algo está evidentemente mal, más fácil para el editor detectarlo y corregirlo.

El intermediario lento y oneroso, ese mal necesario de los libros extranjeros, está a punto de quedar tan obsoleto como un fogonero en un tren eléctrico. Si ya desde antes no era necesario, para un crítico, conocer el idioma original para opinar sobre la calidad de una traducción, qué problema se puede hacer ahora un editor, por muy monolingüe que sea, en trabajar sobre un texto como si no fuese (buscase ser) la transcripción lingüística (y cultural) de otro. Hasta hace unos meses, decíamos que no bastaba con saber bien dos idiomas para ser traductor de uno al otro; hoy, gracias a la calculadora semántica (la definición es de Mariana Dimópulos), ya sobra con dominar medianamente uno solo.

Estamos ante la crónica de una muerte anunciada para los traductores, o en todo caso ante el fin del mundo tal como lo conocíamos, pero el resto de la humanidad, ¿qué habrá perdido? En términos técnicos, me temo que poco y nada, ya que es de esperar que estas máquinas dominen a la perfección las variantes antiguas y modernas de todas las lenguas, no bien hayan incorporado la suficiente cantidad de archivos de texto y audios y hasta video.

En cuanto al aspecto digamos moral de la traducción, podría reducirse a la siguiente dicotomía: ser fiel al original vs. hacerle la vida fácil al lector. Hasta ahora, se trataba de una decisión que tomaba el traductor. ¿Por qué no imaginar que a partir de la IA empiece a tomarla el lector? Así como anuncian que en breve podremos elegir, no entre diferentes películas ya filmadas, sino la que nos gustaría que se produzca exclusivamente para nosotros en ese momento, no resulta impensable que sea también el lector el que elija, no solo la variante específica en que quiere traducido el libro, sino cómo debe proceder la máquina en las encrucijadas. Hasta se podría salvar a los traductores que reivindican la intuición agregando el comando: “Traduce según tu pálpito.”

Salvo a los teóricos del género, a nadie le importa nuestro trabajo. Gracias si el lector registra que el autor del libro que tiene en sus manos no lo escribió en ese idioma (lo que paradójicamente puede ser considerado una marca de traducción exitosa). Claro que siempre existirán los nostálgicos que sigan justipreciando el denuedo de un cerebro natural, pero me pregunto cuánto podrá sobrevivir ese sentimentalismo a las ecuaciones costo-beneficio, que además implican la cantidad de libros que se publican. De un autor extranjero, en la editorial más boutique, será más económico poner a disposición del público local toda su obra que tener que elegir uno o dos botones de muestra. Y frente a la mesa de novedades –física o virtual– el ávido lector tendrá que elegir entre llevarse esa obra completa, traducida por una máquina, o gastar lo mismo en uno o dos libros con tracción a cefaleas y hernias cervicales.

¡Y todo esto justo cuando habíamos llegado a figurar en la tapa de los libros! ¡Justo cuando habíamos formado nuestras propias academias y asociaciones, y teníamos nuestro cuadro tarifario y nuestras becas, y en muchos casos cobrábamos mejor que los autores! Porque fue ayer que se logró sacar del oscuro callejón del trabajo a destajo uno de los oficios más antiguos del mundo (de tipo intelectual, se sobreentiende), una labor de la que han dependido religiones y filosofías y a cuya mala praxis le debemos tantos conflictos y guerras (lo que prueba la trascendencia de hacerla bien). Es como si lo hubiésemos intuido. En retrospectiva, este auge del oficio, tras milenios de invisibilidad, semeja esa mejoría de la muerte que experimenta el enfermo terminal antes de sucumbir.

¿Exagero? Ojalá. Nada me gustaría más que estar pasándome de apocalíptico y que lo que parece un bebé de bípedos, que ya entiende mucho y lo entenderá todo, en realidad sea una cría de monos, que hasta aquí llegó y nunca se adentrará en los libros de autoayuda de Darwin.

Para el caso de que siga avanzando, queda descartado de plano cualquier colaboración. Ya suficiente información le hemos regalado a nuestro enemigo. Trabajar a partir de ahora codo a codo sería afilarle deliberadamente la sierra con que nos terminará de serruchar el piso. Mejor guardar la esperanza de un pacto de no agresión mutua. A fin de cuentas, todavía hay personas que confeccionan ropa a mano, se afeitan con navaja y juegan al ajedrez con amigos. Otro dato alentador, al menos para mí, es que, como descubrí ya de adulto, los deshollinadores siguen existiendo, aunque ya no anden con sus escaleras al hombros, ni cubiertos de hollín.