“Glotopolítica. Definir el idioma argentino preocupó a
Borges y a la lingüística local. Mientras, el Instituto Cervantes evalúa la
“corrección” de lo hablado.” Así reza la bajada de este artículo, firmado por
la novelista y traductora Mariana Dimópulos,
publicado por la revista Ñ, el 11 de
octubre pasado.
Apropiaciones de la lengua española
¿Qué
hablan los argentinos? Su idioma tiene un nombre, el castellano, pero no es
igual al que se usa en otros países. Al igual que en otros países, al menos
desde el surgimiento de los estados-nación, su lengua ha sido objeto de
especulaciones, de debates, de regulaciones. Hasta de sospecha de inexistencia.
Así lo denunciaba Borges, por ejemplo, en un texto temprano: algunos creerán
que el idioma de los argentinos es un embeleco, un engaño que de ninguna
realidad es sostén. El no era uno de los incrédulos, por supuesto, y apelaba,
además de a la ironía, al corazón y a la esperanza para remediarlo. Ante todo,
a la esperanza de la lengua literaria –y argentina– que él mismo planeaba
inventar.
Eso que Borges ejercía en una conferencia de 1927 hoy es
estudiado por la lingüística y ha adquirido, hace poco, su denominación
técnica: glotopolítica. Al menos desde la Revolución Francesa ,
ese medio no único pero fundamental de comunicación se había convertido en un
objeto de gobierno y de planificaciones. Pero hace algunos años la lingüística
puso su atención en que esa no era la única forma ni de operar sobre la lengua
ni de hacer política sobre ella. Las instancias de lo político eran múltiples,
e iban de lo más normativo hasta lo más inofensivo al parecer: las ideas de los
propios hablantes. En el caso del castellano, desde la tarea directiva, por
ejemplo, de la Real
Academia Española, hasta la convicción, casi cien años
después de la proclama de Borges, de que aunque no se dude de la existencia del
idioma de los argentinos, sí se lo condene. Porque puestos ante la pregunta ya
no del qué hablan, sino de cómo lo hacen, la mayoría de ellos responderá:
hablamos mal.
La primera apropiación de la lengua para cada hablante no
tiene lugar en la casa, sino en la escuela, si es que por apropiación
entendemos ser conscientes de nuestro instrumento, aprender a escribirlo y a
conocerlo. Pero la escuela no está exenta de los tironeos de los diversos
actores que, estudiados por la glotopolítica, afectan, condicionan y definen el
idioma. Antes, su vehículo era la palabra del maestro y su figura de autoridad.
Pero tal como lo muestra María López García en Nosotros, vosotros, ellos (Miño y Dávila), hoy esa figura ha quedado
desplazada por los manuales escolares y su protagonismo. Y lo que nos enseñan,
de ahí el notable descubrimiento del libro, es que nuestra lengua, el idioma de
los argentinos, se define en los bordes y en la excepción. El voseo, por
ejemplo, es presentado como un rasgo “exclusivo y apartado de las formas
normales”.
Nada se dice de nuestro sistema de posesivos ni de nuestros
modos de enfatizar (un rioplatense dirá “detrás mío” y dirá “está re-bueno”).
El “vosotros” sigue consignado en todas las tablas, aunque lo utilice sólo el
diez por ciento de los hablantes mundiales del español. Se crece en una lengua
que es propia a medias, formalizada en una mezcla de directivas confusas y
convivencia de paradigmas. El resultado no alienta a seguir estos pasos: “un
hablante inseguro de su lengua y del uso que hace de ella”.
Oído en los arrabales
Si a
principios del siglo XX en Buenos Aires el debate se daba entre la lengua del
arrabal y un purismo lingüístico basado en una falsa imitación de la dicción de
España, hoy la glotopolítica –que acaba de celebrar su primer Congreso
Americano– indica que los actores han cambiado. Con la transformación de España
y el enorme desarrollo literario de América latina a lo largo del siglo, las
instituciones clásicas de normativa se vieron obligadas a renovarse. La Real Academia
Española ha dejado de fijar, limpiar y dar esplendor –como decía su blasón– a
una lengua que se le escapa y se expande. El giro de la estrategia responde a
un principio de realidad y a una necesidad económica, la de controlar el
mercado del libro en lengua española mediante la industria editorial por un
lado, y mediante la enseñanza internacional de la lengua por el otro, a través
del Instituto Cervantes. El gobierno y las instituciones españolas depusieron
las armas de la regla y levantaron las de la concordia: el castellano es ahora
entendido como una “lengua de encuentro”, y este encuentro debe ser, ante todo,
para ellos rentable.
La norma, entonces, queda velada en la cordialidad de lo
vendible y lleva, cuando abandona el sello de la Península , el de la
neutralidad. Desde la televisión hasta la literatura traducida en América, el
“neutro” se ha vuelto preocupación de todo aquel que ponga en circulación
contenidos en castellano. Es una nueva inquietud que ha adquirido el debate;
nuestro borde ya no es ni el castizo ni el arrabal. Lo que nos amenaza es la
neutralidad, que encarna una nueva discusión entre la lengua nacional, como
identitaria, y el castellano como ilusión del intercambio irrestricto entre
quienes lo hablen. El neutro resulta una forma –buena y mala– de globalizarnos.
“La necesidad de homogeneizar es funcional al desempeño activo del mercado en
la regulación de los medios de comunicación”, entiende López García. Pero
también hay, detrás de la entelequia de un castellano neutro, la expresión de
un miedo de los hablantes a quedar –la pesadilla del mundo de hoy– perorando a
solas.
La historia de la lengua enseña que todos los idiomas tienden
a la dialectización absoluta; es decir, que las fronteras naturales y políticas
harán, tarde o temprano, que los que hablaban la misma lengua acaben a lo largo
de los siglos por hacerlo en idiomas distintos. En el mientras tanto del
castellano, usado en un vastísimo territorio por casi quinientos millones de
personas, conviven el deseo clásico de la identidad como lengua de un
estado-nación, en tanto espejo de los ciudadanos, y la voluntad de comunicación
transnacional. Pero esta voluntad entraña, como muestra López García en el caso
particular de los argentinos, la denegación de nuestra propia variante en su
versión más triste: la de su desconocimiento. La glotopolítica ha enseñado que
no toda la norma es la que se enuncia como tal; el poder simbólico de un agente
de la lengua, aunque no se anuncie como regla, la estará estableciendo. Y en
caso de ausencia de regulación del Estado, esa norma será impuesta por la
industria editorial, por los medios, por la escuela a través del dominio del
manual escolar.
Variedad rioplatense; habla coloquial
Este
cambio está afectando también a los saberes lingüísticos. La antigua diferencia
entre lengua (como ideal) y habla (como realidad cotidiana) que había
instaurado el padre de la disciplina, el suizo Saussure, está en duda. El peso
va cayendo hacia el habla, hacia el estudio del uso efectivo de una lengua en
un territorio dado. Es decir, la descripción tiende a hacerse normativa. De ahí
que Nosotros, vosotros, ellos cierre con una reparación: la tentativa de
describir para la escuela –para ese maestro inseguro que confunde variedad
rioplatense con habla coloquial– eso que es el idioma de una buena parte de los
argentinos.
En su proclama de 1927, Borges mencionaba el léxico, la
cadencia y la afectividad de la frase como características particulares de
nuestra lengua. No mencionaba el voseo. Su literatura inventó una elegancia
que, vista con atención, se propuso minimizarlo. Una lengua propia pero a
medias. Que fuese una proclama da razón a las de hoy: la lengua es una disputa
de muchos actores, que van de la maestra al poeta, pero no se resuelve con una
fórmula. Lo propio está tan amenazado como atravesado y enriquecido por lo
ajeno, y nada se dirime de una vez y para siempre. Pero esto no puede ocurrir a
oscuras, esto hay que hacerlo visible.