Mostrando entradas con la etiqueta Juan Bonilla. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Juan Bonilla. Mostrar todas las entradas

lunes, 7 de diciembre de 2020

Preguntas a autores, traductores, editores y agentes (3)

Poeta, novelista y ensayista, el colombiano Darío Jaramillo es uno de los escritores más importantes de la lengua. Por su parte, Juan Bonilla, además de poeta, narrador y periodista cultural, es uno de los más notables escritores españoles de la actualidad, merecedor del último Premio Nacional de su país en la categoría novela. Ambos accedieron a responder las preguntas que el Club de Traductores Literarios de Buenos Aires les ha enviado a autores, traductores, editores y agentes. 

Darío Jaramillo

–¿Qué sentido tienen los agentes literarios? 
–Mi opinión la expresó hace casi un siglo el titulo de un texto de Raymond Chandler sobre los agentes: “el diez por ciento de tu vida”. La del libro actual es la historia de un una cadena de produción y venta llena de eslabones que no agregan nada. El primero, totalmente superfluo, el agente 

–¿En qué consiste la tan mentada fidelidad entre autores y editores? 
–En general, se trata de hallar una ética que regule esas relación, y creo que es una ética puramente comercial, si cabe, en consideración de que los editores por regla general están en el baile por intereses pecuniarios. Eso, en general. Pero en mi caso concreto mi editor es un amigo mío y mi relación con él, si ha de aplicársele alguna ética, es la de la amistad, que incluye lealtad, franqueza, amor por los libros y, sobre todo, la facilidad para ponerse cada uno en el pellejo del otro. 

–Considerando que a los autores les corresponde entre el 10% y el 8% del precio de tapa de los libros que publican, y a los traductores entre el 4% y el 1%, cómo se justifica que a las librerías les toque entre el 40% y el 35% y a las distribuidoras entre el 30% y el 25%, reservándose el resto a las editoriales. ¿Se puede sostener esa proporción? ¿Por qué sí o por qué no? 
–Los distribuidores no aportan ningún valor agregado y, en gran parte, los libreros tampoco. Si algo bueno dejó la pandemia fue el principio de una conexión directa entre editores y lectores, gracias a las ventas por computador. Las librerías son un buen escenario de exhibición, pero tendrán que reinventarse. Los clubes de lectura son un buen primer paso. Si se eliminara la distribución y los editores le vendieran al consumidor final y a las librerías, la cadena bajaría un 40 % de sus costos; el problema siguiente sería trasladar algún porción de ese porcentaje a los lectores. 

–¿Qué pasa con las traducciones cuando los autores cambian de editorial y se decide usar una traducción nueva? 
–Me gusta mucho que haya varias traducciones de los textos. La reivindicación de los traductores es que se mantenga el principio de que su remuneración, al contrario de la de los autores, esté desligada de las unidades vendidas. 


Juan Bonilla 

–¿Qué sentido tienen los agentes literarios? 
–En un sistema como el español –de España, me refiero–, donde, más o menos, nos conocemos todos, no haría apenas falta los agentes literarios, de manera que su principal utilidad se proyecta hacia el extranjero. Es verdad que una agencia es capaz de negociar mil veces mejor que uno, no hay que engañarse, pero aquí cuando digo uno me estoy refiriendo sólo a mí, habrá quien sea un hacha negociando sus condiciones y no necesite de una agencia para tales trámites. Mi experiencia es esa: la agencia que me representa se ocupa de algo que yo no podría hacer, como es negociar el precio de venta de lo que escribo (siempre que lo que yo pensaba conseguir era X, la agencia obtenía X+5) y buscar editores en el extranjero. 

–¿En qué consiste la tan mentada fidelidad entre autores y editores? 
–Yo publiqué mis primeros libros –uno de relatos y otro de poemas– con Pre-Textos. El de relatos hizo algo de ruido y varias editoriales me ofrecieron comprarme una novela. Una editora, Silvia Querini, de Ediciones B, me citó en el Café Gijón de Madrid y me dijo: mira, sé que tienes ofertas y no me gustan las subastas, esto es lo que te ofrezco, piénsatelo. Y me dio un contrato en el que figuraba una suma admirable. Yo me hospedaba en casa de Manolo Borrás, y al volver de ese encuentro me dijo: ¿qué te ofrecen? Le mostré el contrato. Se sacó la pluma del bolsillo de la chaqueta y me ordenó: fírmalo ahora mismo. Lo hice. Han pasado 25 años de eso, y aún publico con Pre-Textos cuando puedo -mi último libro de relatos lo publiqué con ellos. Supongo que es una forma de fidelidad, pero es una palabra que no viene a cuento: es sencillamente que los libros de Pre-Textos me encantan. Supongo que por fidelidad debemos entender la relación de décadas que mantuvo Miguel Delibes con Destino o la de Eduardo Mendoza con Seix Barral: en ambos casos, fíjate bien, a la fidelidad las acompañaba el éxito de ventas, lo que es un punto que facilita mucho las fidelidades. 

–Considerando que a los autores les corresponde entre el 10% y el 8% del precio de tapa de los libros que publican, y a los traductores entre el 4% y el 1%, cómo se justifica que a las librerías les toque entre el 40% y el 35% y a las distribuidoras entre el 30% y el 25%, reservándose el resto a las editoriales. ¿Se puede sostener esa proporción? ¿Por qué sí o por qué no? 
–El sistema es una locura, sí. Pero, más allá de esos porcentajes, nuestro principal problema, no nos engañemos, es que no hay un colchón de lectores suficientemente mullido, y sin eso es muy difícil alcanzar cualquier tipo de profesionalización como la que se da en otros lugares donde se pagan hasta las frases promocionales que se colocan en las fajas. Si en España hubiera, no sé, 10 millones de lectores habituales, el peso de esos porcentajes no nos parecería tan escandaloso como, seguramente, es 

–¿Qué pasa con las traducciones cuando los autores cambian de editorial y se decide usar una traducción nueva? 
–Ni idea, supongo que se pierden hasta nunca jamás si el autor original tiene derechos porque el traductor es propietario de su traducción, pero no del original. Lo idóneo, sin duda, sería que la nueva editorial comprara la traducción ya hecha. La retraducción, como vemos algunas veces, es un nombre bastante cursi para lo que podría ser mero plagio –y si no lo es, como supongo que será en la mayoría de los casos, dada la imposibilidad de probar que nuevas traducciones no tuvieron a la vista las antiguas, condenaría a alguna multa a todo aquel que no citara las traducciones previas– no perdemos nada por citar, vivimos en una casa de citas. Nunca he entendido esa manía de no citar traducciones previas: si los traductores no respetan a los traductores, ¿cómo van a esperar que alguien los respete?

jueves, 2 de noviembre de 2017

Una versión española del canon (4)


Juan Bonilla (Jerez de la Frontera, 1966) es un poeta, cuentista y novelista español, ganador del Premio Biblioteca Breve en 2003 y del Premio Bienal de Novela Mario Vargas Llosa en 2014. Verdadero erudito en cuanto a la literatura de ambas márgenes del Atlántico, es también un importante periodista cultural y traductor. Entre sus últimas versiones, destacan las de la obra de Edward Abbey. 

Ésta es mi lista

Casi todos los libros importantes que leí en la adolescencia o juventud (entendiendo por importante aquello que se importa, aquello que uno no produce por sí mismo y necesita buscar fuera, y entendiendo por adolescencia o juventud ese espacio de tiempo en que uno rastrea en pos de un gusto propio, no impuesto por academias o dogmas heredados) se publicaron, se tradujeron en América, por americanos. Ahora miro la lista y me digo: qué horror. Porque muchos de estos libros no los he releído, pero tengo la sensación de que si los releyera no encontraría en ellos ni la mitad de la magia que mi memoria les asigna. La verdad es que lo que sí encontraría en ellos es el joven que fui, alguien agradecido de alcanzar esas provincias de la felicidad, el desasosiego o el misterio gracias a traductores del lado de allá (a quienes tantas veces se fusiló con complacencia del lado de acá mediante el muy profesional criterio de cambiar una palabra aquí, cuatro expresiones allá). Esta es mi lista:

Lolita. Vladimir Nabokov. Traducción de Enrique Pezzoni, con el nombre de Enrique Tejedor
Pezzoni tradujo la obra maestra del siglo XX en mi opinión. Pero es que además tradujo nimphette por nínfula y consiguió que esa palabra se colara hasta en páginas porno y en el Diccionario de la lengua. No sé si hay algún otro traductor que llegara a tanto, a pesar de lo cual recientemente se editó una nueva traducción de Lolita que era un claro fusilamiento de la versión de Pezzoni –ábrase por cualquier página para comprobarlo– sin que nadie citara en esa edición firmada por Francesc Roca a Pezzoni. 

La linterna sorda. Jules Renard. Traducción de Genaro Estrada.
 Compré la edición por lo bonita que era la cubierta, publicada en México en los años veinte. Me encantó Renard, su ingenio, la maravilla de sus bocetos y aforismos, la manera de definir a alguien con una sola frase: "Eres de los que piden café hirviente y deja que se enfríe antes de tomarlo". El traductor era un poeta al que luego descubrí en el pelotón de los vanguardistas.

La escuela de las mujeres. André Gide. Traducción de Antonieta Rivas y Xavier Villaurrutia. 
También en México, ni idea de quién era Gide antes de zambullirme en aquella obra que sin ser la mejor de las suyas sí fue la obra en la que lo descubrí. LOs traductores también eran personajes imponentes del populoso mundo cultural mexicano.

Hojas de hierba. Walt Whitman. Traducción de Jorge Luis Borges. 
Yo ya había caído hipnotizado por Borges y buscaba cualquier cosa en la que hubiera puesto la mano. eL CONTENGO MULTITUDES de Whitman es un eslogan que si tuviera ese vicio me hubiera tatuado en alguna parte.

Trópicos, Henry Miller. Traducción de Mario Guillermo Iglesias. 
Casi me avergüenza reconocer que Henry Miller fue durante mucho tiempo mi escritor de cabecera, pero es la verdad, yo era adolescente y él el perfecto novelista para un adolescente de la España de los ochenta...aunque lo hubiesen traducido en el Chile de finales de los cincuenta. Una de las magias de la literatura, abolir el tiempo y el espacio.

Poemas, Emily Dickinson. Traducción de Silvina Ocampo. 
Ni idea de cuándo se publicó la primera edición de estas versiones. Yo las leí en 1985 en una edición española. Luego he leído ocho o diez versiones más de los poemas de Dickinson, y hasta los originales: ni siquiera estos me parecen tan verdaderos como aquellos en los que la descubrí. 

Cantos de Maldoror, Lautreamont. Traducción de Aldo Pellegrini. 
Creo que es el libro que más tardé en encontrar de todos los que buscaba. Desde que leí un texto de Ruben Darío diciendo que era el gran libro del malditismo necesité asomarme a sus aguas, pero en la época encontrar un libro no era tan fácil como hoy, mucho menos viviendo en provincias como yo vivía. Por fin en una librería de Cádiz, di con un ejemplar preparado por el gran antólogo de los surrealistas. La leyenda del libro me gustó más que el propio libro, del que sin embargo no he podido en todos estos años sacudirme unas cuantas imágenes terribles.

Las uvas de la ira, John Steinbeck. Traducción de Hernán Canevaro. 
Me bebí esas seiscientas páginas, el ritmo, la fuerza del dolor, la plaga de la injusticia. Ni idea de quién era el traductor pero gracias.

Cuentos, Edgar Allan Poe. Traducción de Julio Cortázar.
Era uno de los pocos libros que había por mi casa. Ni reparé en quién era el traductor hasta mucho más tarde. 

Simiente japonesa. Francisco A. Loayza. 
Publicado en Japón, en el español de un peruano instalado en Buenos Aires, el libro es de aquellos en los que el traductor pasa a ser autor: versiones preciosas de cuentos tradicionales japoneses que son una maravilla de principio a fin.


miércoles, 25 de junio de 2014

¿Cómo tanta gente, etc.?

Juan Bonilla
Aunque no ocupe el espacio que esperpentos tales como Pérez Reverte se roba en los suplementos culturales, Juan Bonilla, flamante premio Vargas Llosa de narrativa, es uno de los mejores escritores españoles de la actualidad y, en muchos sentidos, un tipo brillante. Poeta, cuentista y novelista, es también un gran ensayista y un periodista de primera. Se lo puede leer con frecuencia en su columna Biblioteca en llamas, que se publica en el diario El Mundo, de España, de donde ha sido tomado el texto que sigue. 

Matilde Urbach revisited

–Sales en las Obras Completas de Borges–, me dice un amigo, y a bote pronto me parece una broma, pero resulta que no, o sea, resulta que sí, que salgo, en una nota a pie de página a Le Regret de Heraclite.  Uf, digo, va siendo hora de dar explicaciones.

Hace un montón de años, cuando yo era un indocumentado y creía que Borges era lo único que le había sucedido al Universo después del Big Bang, se me ocurrió la gracia de buscarle bibliografía a Matilde Urbach, protagonista de un famoso dístico de Borges que dice:

Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca
 aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach.

No es que me impidiera dormir no tener idea de dónde se sacó Borges a ese personaje, pero me picaba la curiosidad, y para no tener que rascarme, decidí inventarme una procedencia, como si yo fuera un investigador en la cosa Borges. Se me ocurrió leyendo las reseñas que Borges escribió para la revista El Hogar recopiladas en un tomo publicado por Tusquets. Allí había una reseña sobre una novela titulada Man with four lives de William Joyce Cowen. Borges contaba el argumento de la novela y desestimaba su pobre solución después de haber sabido mantener el vértigo de un enigmático personaje que era asesinado una y otra vez por el mismo capitán inglés. Me dije: de aquí sacó a Matilde Urbach. Y ya está. Escribí un artículo contándolo, me inventé que Bioy Casares me había dado la pista, que Javier Marías me consiguió la novela de Joyce Cowen, que la protagonista de la novela era Matilde Urbach, que el hombre de las cuatro vidas –que en realidad eran cuatro gemelos– era el que en algún momento de la novela, al partir a la batalla, decía: "Yo que sólo he sido un hombre, puedo enorgullecerme de ser al menos el hombre en cuyos brazos desfallecía Matilde Urbach". La gracia es que el hombre que decía eso no sabía que no era el único, pues sus otros tres hermanos también creían ser el único en cuyos brazos desfallecía Matilde Urbach. Y sanseacabó. El artículo recibió palmaditas en la espalda, lo recogí luego en un libro, se multiplicó en páginas de internet poco a poco, hasta llegar a colarse ahora como referencia en las Obras Completas de Borges, donde una nota al pie de la página donde está el poema de Borges, informa de la procedencia del nombre de Matilde Urbach utilizando mi artículo/cuento.

Cuando se presentó esa edición, a cargo de Rolando Costa, el diario Clarín destacaba que por fin se revelaban algunos secretos de la obra de Borges, y por poner un ejemplo, escribían:  "un recurso que Borges usaba mucho era inventar escritores. Y atribuirles escritos. Es el caso de Gaspar Camerarius, a quien le atribuye estos versos: 'Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca/ Aquel en cuyo amor desfallecía Matilde Urbach'. Hubo biógrafos que especularon con que Matilde era un amor del escritor, una pasión desbordante. Pues no, era un juego de Borges: se trababa apenas del personaje de un libro casi desconocido que reseñó alguna vez." En fin.

También, claro, mi hallazgo, mi invención, mi chiste, sirvió para que algunos listos listísimos de los que pululan por la República de las Letras, donde se creen auténticos monarcas, hicieran pasar el descubrimiento como si fuera suyo, lo que no deja de ser enternecedor. Y más aún, para que otros, borgianos de verdad de la buena, no como yo, que sólo era borgiano epidérmico, usaran de trampolín el descubrimiento para llevarlo más lejos, a un precipicio de pedantería que hubiera hecho sonreír a Borges y a mí me hace partirme de la risa. Por ejemplo, el novelista Juan Francisco Ferré, en su blog La vuelta al mundo, escribe (lamento interrumpir su discursito con comentarios puestos entre corchetes):        

Los borgianos epidérmicos –es decir, los borgianos profesionales, esos que exhiben en público su presunta condición de legatarios creativos del maestro sin poseer otro título para ello que un conocimiento superficial de su obra– se han desgarrado y desgastado las neuronas [no será tanto, hombre, Ferré, desgarros ninguno]  buscando el sentido y la fuente del poema. Sus hallazgos han sido siempre triviales. [Y a pesar de la triviliadidad de esos hallazgos, Ferré los va a utilizar enseguida, o mejor dicho, sólo va a utilizar un hallazgo, el mío].   Por supuesto [claro, cómo no, por supuestísimo]   que Borges estaría ajustando las cuentas con humor incomparable[gracias por lo que me toca en eso de incomparable]  a una novela menor –'Man with four Lives' de Joyce Cowen– que considera fallida [y esto Ferré, ¿cómo lo sabe? ¿cómo sabe que ajusta cuentas con la novela de Joyce Cowen? ¿Lo ha descubierto él solito o se habrá servido de algún hallazgo epidérmico, al que naturalmente no cita porque pa' qué?] . Y que la anécdota amorosa, algo perversa, de una mujer alemana –la epónima Matilde Urbach [ah, vaya, Ferré ha leído la novela de Cowen, menos mal, ha visto y comprobado que la protagonista se llama Matilde Urbach, qué bien, qué riguroso]  que habría podido amar a cuatro hombres distintos bajo la misma apariencia, creyéndolos el mismo hombre en ocasiones sucesivas, no podía sino fascinar al Borges más travieso y juguetón, a pesar de suponer una alambicada alegoría del impersonal amor a la patria en tiempos de guerra y el cruento sacrificio de cuerpos viriles a ese generoso amor germánico. Pero no menos importante para Borges [por supuestísimo otra vez], como lector decepcionado del artefacto de Cowen, es el uso de la fingida pluralidad de los personajes y la irrisoria reiteración de las circunstancias como excusa para gastar una broma filosófica de alcance certero en contra de las concepciones clásicas del tiempo, la linealidad del arte narrativo y, en suma, de la literatura de ficción como correlato de las versiones más adocenadas de la realidad. La verdadera originalidad de 'Le Regret d´Héraclite' [la verdadera y única, cabría decir, como formulada por Ferré que es] se cifra en su postulación de una cesura o hiato [¡cesura o hiato, date 'cuen!'] entre el yo trascendental y el yo contingente del sujeto [todos somos contingentes, sólo tú eres trascendental] tal y como Paul de Man dilucida la cuestión, en su impagable análisis de los mecanismos de la ironía, a partir de la novela Lucinda de Friedrich Schlegel. Si se lee la microficción poética de Borges después de esta reflexión de De Man [a ver, un momento, espera, voy a leerla]   ya no quedarán dudas sobre el designio del primero en el momento de concebirla.[Uy, no sé, todavía me quedan dudas, dudas epidérmicas, claro] .

La primera pregunta que se me ocurre es: ¿cómo tanta gente se limitó a repetir lo que un mengano decía en un libro que no tenía nada de académico y donde había igual un cuento sobre un programa de televisión en el que la gente se disparaba en la cabeza que una serie de invectivas contra el arte abstracto? Ni idea. ¿Cómo nadie fue a la novela de Joyce Cowen para comprobar si lo que decía el articulista era verdad o ficción, sobre todo después de recogerla en un libro en cuya misma solapa ya se hablaba de la mezcla de una y otra? Entiendo que en 1996 no fuera fácil procurarse un ejemplar de la novela, (esa dificultad precisamente era la que me permitía inventarme que Javier Marías me la había conseguido), pero desde hace ya un montón de años cualquiera que quisiera certificar que Matilde Urbach procedía de una novela de Joyce Cowen no tenía más que gastarse los 15 dólares que piden en la red por un ejemplar sin sobrecubierta . Eso es lo que he hecho yo ahora, (me he gastado cuarenta dólares, pero es que la sobrecubierta es lo mejor de la novela y no quería perdérmela). Me he dicho, después de que alguien, en México, me contara que una escritora de allí me citaba como descubridor de la identidad de Matilde Urbach: bueno, hasta aquí llegó la broma. Yo en aquella época hacía muchas bromas de este tipo, me inventaba una cita de Somerset Maugham para justificar el título de un libro, o le adjudicaba a San Agustín una greguería que se me había ocurrido a mí. Cosas así. Lo de Matilde Urbach era una gracieta. Recuerdo que José María Conget escribió un relato que me dedicó para inventarle una nueva procedencia a Matilde Urbach. Recuerdo que José Luis García Martín, para inventar su propia versión de quién era ese personaje, citaba mi texto y decía: es una ficción en un libro en el que los artículos son ficciones y las ficciones artículos. Pero a García Martín deben de leerlo menos que a mí, porque mi texto siguió circulando como si de veras tuviera altura académica, citable. Debe ser el único texto publicado en El Correo de Andalucía que ha llegado a esas cimas. Recuerdo que Fernando Iwasaki siempre que me presentaba a alguien lo hacía diciéndome: este es el hombre que se ha inventado a Matilde Urbach. Recuerdo, en fin, que para nombrarme cónsul en Xerez del Reino de Redonda, Javier Marías (ríe si sabes) me impuso el nombre de "Urbach".

Confieso que entre los días que han separado el momento de pedir la novela y el momento de recibirla, me hice la ilusión de haber acertado a intuir que Borges sacó de verdad de esa novela a Matilde Urbach. Es decir, me decía a mí mismo: a lo mejor, así, por casualidad, por pura intuición, acertaste a descubrir que, en aquella reseña de El Hogar, Borges daba pistas sobre el lugar donde encontró a la famosa protagonista de su poema. Y enseguida me reñía a mí mismo: no seas bobo, sería demasiada suerte. Aunque cosas más raras me han pasado, también es verdad. Como hace ya 20 años de todo aquello, registraba mis recuerdos para estar seguro del todo de que no vi en algún rastreo, en alguna biblioteca, el nombre de Matilde Urbach en la novela de Cowen. Me veía a mí mismo la única vez que hablé 10 minutos con Adolfo Bioy Casares, trataba de recomponer la conversación, incrustar en ella el nombre de Matilde Urbach, pero también enseguida me volvía a reñir: el artículo era invención de principio a fin, una ocurrencia para hacerme el gracioso y disfrazar mi ignorancia de alta erudición y colar como estudio lo que era un chiste sin esperar que nadie me tomara en serio

Por fin llegó la novela. La cubierta, en efecto, es bonita. El texto, bastante peor incluso de lo que sugiere Borges, pues  si bien se presenta como un texto de horror al que al final se le da una explicación racional ridícula, lo cierto es que está escrito con una prisa y una falta de énfasis que parece responder a las exigencias de la novela de kiosco –género al que por formato no pertenece. El propio texto de contratapa parece ideado para excusar esas prisas de la prosa: "No hay tiempo para crear atmósferas –dice– se trata de una historia de acción". La protagonista –aquella a la que mi artículo identificaba como Matilde Urbach– se llama Audrey. Está enamorada de un hombre, al hombre lo matan cuatro veces, tres veces reaparece, la explicación final que tanto decepcionó a Borges y apenas a nosotros porque ya la sabíamos, resulta de todo punto ridícula. En ningún momento, claro, oye la frase que yo hacía recitar a uno de sus amantes y que, en mi artículo, era el origen del poema de Borges. Lo mejor del volumen son las bonitas ilustraciones bélicas de Lynd Ward. Pero naturalmente todo eso es lo de menos ahora. Lo de más es reconocer el 'fake', toda vez que, estaremos de acuerdo, un 'fake' es tanto mejor como tal cuanto más tiempo tarde en ser reconocido como 'fake'. Se podría decir que hay fakes que tardan mucho en ser reconocidos como tales por la sencilla razón de que no les importa a nadie, y en eso también estaremos de acuerdo. Pero es que Matilde Urbach sí parece importar a borgianos profundos, como Ferré, que da por bueno el hallazgo de un borgiano epidérmico, como yo, y desde luego debería haberle importado al propio editor de las Obras Completas de Borges, a quien agradezco mucho que se fiara demasiado de mí, pero a quien recomiendo que la próxima vez me pregunte antes de engalanar con una nota a pie de página el maravilloso e inolvidable dístico de Borges.


lunes, 17 de diciembre de 2012

Juan Bonilla se toma la molestia

Juan Bonilla es uno de los más interesantes escritores españoles actuales. Poeta, narrador y ensayista, ha comenzado a publicar Biblioteca en llamas, un blog en el diario El Mundo.es . Su primera intervención, que por su pertinencia se recomienda especialmente y que puede verse aquí, trata sobre la Navidad. Así que ya saben: jingle bells, jingle bells.