En su último número, la revista Jot Down publicó una larga entrevista con el prolífico poeta, traductor y librero español Antonio Rivero Taravillo, donde habla de su labor como traductor de literatura irlandesa, del estado actual del mundo del libro y de muchos otros temas de interés. Fue realizada por el también escritor Alejandro Luque."El mundo del libro es muy opaco: nadie pone los números sobre la mesa, nadie dice lo que gana"
Nada más abrir la puerta de su apartamento, el semblante de Antonio Rivero Taravillo (Melilla, 1963) refleja las buenas noticias: su visita al oncólogo esta misma mañana le informa de que el tratamiento contra el cáncer que padece está surtiendo sus efectos, aunque es consciente de que parte de un diagnóstico muy serio y no puede bajar la guardia.
En el salón de su casa, rodeado de libros y con la luz de Sevilla entrando generosamente por los ventanales, no resulta fácil escoger solo un puñado de temas de conversación, pues son muchos los palos que ha tocado a lo largo de su vida: prolífico poeta y novelista, biógrafo, traductor, director de revistas como
El libro andaluz o
Mercurio, responsable de la sucursal sevillana de La Casa del Libro en una época interesantísima… Quizás lo mejor sea empezar hablando de lo importante —la salud—, pasar luego a su pasión más conocida —
Irlanda y su cultura— y dejar luego que la conversación vaya tomando su propio rumbo.
—¿Cómo le ha cambiado la vida la enfermedad?
—Esto fue el clásico mazazo, no invento nada. Pero en tres o cuatro días lo vas asumiendo, y simplemente te das cuenta de que hay unos raíles que son los del protocolo médico que se prescribe. Y a partir de ahí, seguimos con la mayor firmeza posible. ¿Cambio de hábitos? Ahora hago mucho más ejercicio, la dieta la cuido mucho, no bebo alcohol, pero me encuentro estupendamente en ese sentido. El cuerpo y la mente se fortalecen. En cuanto a los efectos de la medicina, en el verano estaba tosiendo constantemente, me faltaba fuelle para hablar, mientras que ahora voy mucho más fluido, y eso me retroalimenta la sensación de que voy mejorando. Y claramente cuerpo y mente están relacionados.
—Le ha inspirado incluso poemas, por lo que he podido ver.
He escrito muchos poemas al respecto. Tengo incluso un poemario completo sobre todo esto. Partes de un cambio radical, por primera vez en tu vida le ves los colmillos al lobo. Y eso crea un escenario completamente distinto. Y aprecias a la gente que piensa en ti, das gracias por todo. La sensación que predomina es la gratitud. Cuando voy a oncología veo a gente en situaciones lastimeras y me siento un privilegiado. Todo es relativo, pero en una situación grave, como la mía, hay gente que está mil veces peor. Las prioridades se reordenan y te conviertes en una persona, si no distinta, con un nivel de conciencia diferente.
—¿Se da uno cuenta de la cantidad de tonterías que le quitan el sueño a la gente «sana»?
—Sí, te das cuenta de que las cosas importantes son pocas y a menudo no se valoran. Las prioridades son básicamente tu familia, la gente que te quiere y lo que a ti te llena. Y piensas que basta de perder el tiempo en tonterías, de prestar atención a cosas superfluas. Yo comprendo que según el estado de cada cual, las atenciones se dirigen hacia diferentes asuntos, pero… No puedo decir que esté contento de lo que me ha pasado, pero aparte de que parece que voy por el camino de la superación, también voy aprendiendo. Es una experiencia. Y me gustaría mandar un mensaje de ánimo a la gente que lo padece: esta es una casuística muy amplia, pero hoy la medicina está muy avanzada y en la mayoría de los casos la evolución es favorable.
—Todo esto tampoco le ha impedido viajar, le vi con la viuda de Seamus Heaney… Por su filiación irlandesa quería preguntarle, aunque tengo entendido que su primer amor anglosajón fue Edimburgo. ¿Es así?
—Sí, yo ya había estado en Inglaterra antes, y luego me dieron una beca para ampliar estudios en un curso de verano en Edimburgo, con literatura inglesa y escocesa, que no había mucha ocasión de estudiar aquí. No existían aún los Erasmus, faltaba poco tiempo. Pero allí hubo una sacudida con la tradición, con el paisaje, un mundo con el que yo ya tenía una relación grande a través de la música celta y la literatura. Viajar por paisajes epifánicos, por las Tierras Altas y las islas, con aquella naturaleza impresionante… Me dio un gran empuje. Pero Irlanda fue mi verdadera pasión.
—¿Qué cree que tiene esa isla que atrae a tanta gente, y tan distinta?
—Voy a agarrarme a algo que dijo Luis Alberto de Cuenca en una conferencia sobre Homero. Vino a concluir que Homero nos puede servir para pasar del mundo del logos, de la razón, al del mito. Y eso es lo que pasa con Irlanda: en un mundo tan mercantilizado, en el que lo práctico impera, allí las relaciones humanas son mediterráneas, aunque sea un país Atlántico, y la persona es el centro de la sociedad; y se mantienen vivas las tradiciones no como algo arqueológico, sino en el día a día, porque la gente piensa en mito, con muchas capas de significado lógicamente; eso para mí es importante, y para mucha gente. Irlanda es un conjunto de cosas cuyos sumandos hacen que el resultado sea uno de los países más atractivos del mundo.
—Usted asumió, además, todo el kit: devoto de la música, de la literatura, de la cerveza… ¿Qué le queda?
—Hay una fórmula, un dicho, según el cual los anglonormandos que llegaron a Inglaterra eran más irlandeses que los propios irlandeses. Hibernis ipsis Hiberniores. Se convirtieron a un estado en el que asumieron todo lo irlandés y le dieron a lo autóctono una especie de protagonismo fortalecido. Yo sí, compro el paquete entero, aunque lógicamente con el tiempo no lo ves igual. En el tema político, por ejemplo, soy mucho más descreído. En los años 80 estaba más cerca de posiciones republicanas irlandesas. Todo tiene su momento. Era injustificable todo lo que tuvo que ver con la violencia, pero también es verdad que los mitos de los que hablé antes muchas veces tienen lecturas diferentes. La vida quizá no sea logos ni mito, sino un equilibrio.
—¿Quiere decir que el mito carga muchos fusiles?
—Por ambas partes, en los protestantes igualmente. Los llamados orangistas se están refiriendo a algo que tiene varios siglos y que es una especie de tiempo fuera del tiempo, hablan de antepasados y de hechos de armas que pertenecen a una Irlanda muy diferente de la actual. Y los católicos muchas veces están también con referentes muy atrás en el tiempo. Los mitos está bien tenerlos, pero si se descompensa mucho la cosa la convivencia se vuelve difícil.
—El cine, ¿también ha ayudado bastante a consolidar esa fascinación?
—Claro, el cine es un vehículo por el cual Irlanda se ve y se oye. John Ford, de quien he escrito a menudo, es una figura cardinal.
El hombre tranquilo, por ejemplo, pinta una Irlanda un tanto falseada, idílica, con colores absolutamente brillantes. Aunque también me gusta el Ford en blanco y negro de La salida de la luna, que son tres historias y en alguna de ellas repite con variaciones episodios de El hombre tranquilo. Pero Irlanda ha sido bastante bien reflejada en el cine, y es alentador comprobar que en las últimas fechas se están produciendo muy buenas películas allí. El fenómeno
The Quiet Girl (
An cailín ciúin), por ejemplo: yo la vi en Dublín el año pasado y en broma dije que la chica que tenía al lado estaba llorando en gaélico. Se daba esa especie de sinestesia por la que las lágrimas brotan del entendimiento del gaélico.
—¿Es una casualidad que aquellos PIIGS de la crisis de 2008 se localizaran en el ámbito mediterráneo (España, Portugal, Italia, Grecia) ampliado a Irlanda?
—De hecho, sucedió así, Irlanda fue muy sacudida por aquella crisis. Fue el aterrizaje forzoso, violento y con víctimas de la situación del Celtic Tiger, una inflación de la economía que los hizo convertirse en nuevos ricos. De la noche a la mañana tuvieron que redimensionar la economía, y eso supuso unos recortes enormes, muy superiores a los que hubo en España, y la inversión se redujo. Ahora la economía está boyante, es un país muy caro, pero ya se han quitado muchos de esos tics de esa riqueza sobrevenida y son más sensatos.
—Mi pregunta iba por si hay afinidades de carácter con esos países meridionales.
—Sin duda, sin duda. Irlanda es un país mediterráneo en el Atlántico, como apunté: por el catolicismo, por formas preindoueuropeas que prevalecen, anteriores en todo caso a la romanización, que ni siquiera llegó hasta allí. Y hay una especie de corriente atávica que une a Irlanda con lo más primordial de estos países. Está, por ejemplo, la preponderancia de lo rural. Y hay una correspondencia de los temperamentos muy clara. En Irlanda, como digo, no ha estado Roma ni se ha producido la revolución industrial o la reforma. Es verdad que Roma sí ha estado en Italia, es una perogrullada decirlo, pero esa sensación de vida en consonancia con la naturaleza, más sosegada, en la cual la gente y no el Estado es lo importante; esa manera que tienen los mediterráneos de sortear el carácter monolítico de lo estatal o del sistema, se ve muy bien en Irlanda. Hay una picaresca en otros países que también se corresponde con cierta forma de picaresca irlandesa. Y sobre todo estar en el mundo para vivir la vida y no para someterse a un engranaje que es el del capitalismo, digamos.
—¿Eso, aunque los irlandeses, como grandes emigrantes, han establecido grandes comunidades en Estados Unidos, por ejemplo, donde mantienen con gran fidelidad sus rasgos culturales?
—Sí, en Estados Unidos la población de origen irlandés es enorme. Curiosamente, muchos de los puestos de trabajo que encontraron fue en los bomberos, en la policía, en el ejército. Eso no quita que al mismo tiempo sean indisciplinados. Dejan de ser robots para ser más afables y humanos. Eso se ve también en alguna película de John Ford, con el policía bonachón, que hace que prevalezca el contacto humano sobre la norma. Eso se ve igualmente muchas veces en los protagonistas de los wésterns de Ford: hay un conflicto entre lo que hay que obedecer y esa especie de libre albedrío que el individuo ejerce. Fíjate, en el siglo XIX, bastantes irlandeses que formaron un batallón en el ejército de Estados Unidos en la guerra con México, al final se pasaron a las filas mexicanas por la afinidad de religión y de carácter, quiero subrayarlo, y lucharon contra los yanquis. Eso es muy irlandés.
—¿Le han preguntado muchas veces por el posible parentesco entre ETA y el IRA? ¿Los ve próximos?
—Aunque no se pregunte, ha estado a menudo en el ambiente. El IRA por supuesto es muy anterior a ETA y obedece a una correlación de fuerzas muy distinta. El IRA actual procede de una alternativa a la represión británica y sobre todo a los grupos paramilitares protestantes, y entre unos y otros crearon una sensación de apartheid en los Condados del Norte. De algún modo ETA y el nacionalismo vasco, para justificarse y para encontrar referentes que sancionen su discurso, se han mimetizado deliberadamente con los irlandeses, pero son fenómenos muy distintos. Los muertos son las víctimas de ambas bandas, pero ETA quiso buscar un prestigio en su terrorismo mimetizándose con Irlanda y con el IRA.
—La solución de ambos conflictos, ¿tampoco se parecen?
—No, por una razón: el IRA y los asesinatos en Irlanda del Norte acabaron mucho antes, en los acuerdos del Viernes Santo, porque ambas partes habían llegado a un grado de saturación: hubo tantas víctimas en ambas partes, había un hartazgo general tan grande, que aquello no tenía forma de continuar porque la gente deseaba la paz. En el País Vasco, la terminación de ETA viene casi veinte años después, y creo que se habría terminado antes si hubiera habido realmente una pequeña guerra civil a pequeña escala. Pero en el País Vasco prácticamente las víctimas las ponía casi exclusivamente un bando, que era el de todos salvo una minoría muy exigua, y esa minoría, por más que tuviera encarcelados, no tuvo sobre sí la presión de que los estuvieran machacando, y no sintieron en consecuencia que tuvieran que dar pasos hacia la paz.
—Usted ha conocido a grandes personajes irlandeses, entre ellos a Seamus Heaney, que hemos mencionado antes. ¿Qué huella le dejó?
—Lo vi varias veces, y de él me impactó su cordialidad y su sencillez, siendo quien era. Me encontré con él antes y después del Nobel, y seguía siendo la misma persona, solo que como Nobel ya muy abrumado por los compromisos. En Córdoba se dio una situación milagrosa, de la cual tengo un poema. Heaney estaba leyendo en el Alcázar de los Reyes Cristianos, en una sala llena a rebosar, un poema sobre St. Kevin y el mirlo. Y en el momento en que lo estaba leyendo, en los jardines cantaba un mirlo. Esa especie de coyuntura en la cual había un poema que hablaba de un mirlo y el mirlo se hacía presente alrededor, para mí fue, en términos joycianos, una epifanía…
—No estaba contratado el mirlo por Cosmopoética…
—No estaba contratado [risas]. Yo creo que quizá podíamos pensar que los humanos habían calculado el horario para que Heaney leyera en el momento en que el mirlo solía cantar.
—Ha estudiado gaélico. ¿Tiene sentido hacer un esfuerzo tan grande para una lengua con una población de hablantes tan reducida? —La mayoría de la gente no lo habla, aunque lo han estudiado casi todos. Es una lengua minoritaria, en efecto, pero tiene una gran literatura. La literatura es enorme, sobre todo en sus comienzos, hasta la época de 1200-1300, y luego hay una revitalización importante en el siglo XX y el XXI. Es una literatura que merece la pena, muy poco conocida; yo he traducido algunas cosas, me gustaría hacer más. Pero es duro saber que en realidad nunca la dominarás del todo, y cuando pasa un poco de tiempo pierdes vocabulario y agilidad. Yo no lo hablo, siempre digo que lo estudié como una especie de lengua muerta, ya que lo hice en épocas anteriores a internet. Lo leo, lo escribo y lo traduzco.
—Pero la lengua está viva, ¿no?
—Sí, hay por una parte zonas rurales, que se llaman Gaeltacht, que son de una consolidada presencia del gaélico y lo tienen como vehículo normal de comunicación, pero también hay gente muy concienciada en algunos lugares, incluidas las grandes ciudades, que lo hablan como resistencia cultural. Curiosamente, una ciudad donde hay bastantes hablantes del irlandés es Belfast: en un entorno hostil, como seña de identidad lo han potenciado, y está bastante vivo en la sociedad católica de allí.
—Ya que ha traducido muchas cosas, tanto del inglés como del gaélico, ¿diría que traducir exige tanto aprender bien un idioma como dominar el propio?
—Sí; al igual que con el idioma extranjero, uno no llega nunca a dominar el propio, es un acercamiento como el de Aquiles y la tortuga. Para mí es fundamental tener solvencia en la escritura de la lengua propia. Y curiosamente por eso casi siempre he preferido traducir poesía que prosa. La prosa la escribo, en general es una prosa funcional, pero no soy un autor de ficción. Sin embargo, empecé escribiendo poesía, he escrito y he traducido mucha, porque la poesía a su vez es un idioma. Traducir del «idioma poesía» en cualquier lengua a poesía en tu idioma está más cerca de lo que parece, porque hay unos códigos compartidos que facilitan la labor.
—Lo más reciente que ha entregado, ¿es un Hamlet?
—Sí, hace dos o tres años hice un
Hamlet que luego corregí, y lo publicará Renacimiento. Hombre, Hamlet es lo que es, una obra maestra, y como reto me supuso un gran acicate hacerlo. Lo traduzco en verso, porque aproximadamente el setenta y cinco por ciento de la obra está en verso, y considero que hay que transmitirla con esa característica. Si todo va en prosa, no se aprecia lo que era, o hay una falsificación. El verso se emplea por algo, porque da un realce a los diálogos, y a los monólogos también —el famoso comienzo del acto III—; en prosa nunca tiene esa elegancia ni esa memorabilidad que es consustancial a la poesía. Para mí,
Shakespeare es sobre todo un poeta, no un mero dramaturgo. Se nos olvida a menudo, por las traducciones que no lo suelen manifestar, que la mayor parte está en verso.
—De todos modos, conozco a gente con un nivel alto de inglés que confiesan que no pueden con Shakespeare. No basta con hablar la lengua, hay que subir un escalón, ¿no?
—Sí, normalmente para leerlo y traducirlo necesitas muchas notas, porque el lenguaje ha evolucionado mucho en estos siglos. Y por otra parte, porque él está siempre haciendo juegos de palabras, acuña algunas que no existían en su momento, es un gran creador de neologismos, y por otra parte se escapan referencias de la vida de aquella época, del siglo XVI y XVII, que no tienen ya correlato hoy. Para no perderte tienes que apoyarte en buenas ediciones anotadas. Y un inglés no me extraña que no se sienta pisando terreno firme, porque, en cualquier párrafo que veas, las desinencias de los pronombres o los verbos ya son distintos. En vez de you, thou. Aparte de que se ve como algo arcaico, muchas palabras no significan lo que significaban en aquel momento.
—Desde que usted empezó, ¿ha cambiado mucho el oficio de traductor? Al menos la población de traductores se ha disparado…
—Afortunadamente siempre he traducido cosas que he propuesto, o que me apetecían y ha surgido la ocasión de hacerlo. Últimamente lo hago menos: no me gusta, o no lo necesito, traducir de forma alimenticia. Por una parte, veo a muchas personas jóvenes muy bien capacitadas, porque son de familias bilingües o por sus estudios universitarios; por otro lado, también hay muchísima gente que está escribiendo bien en español, y eso se tiene que notar. Pero, además, aunque en teoría cada vez más gente podría leer la lengua general, porque cada vez hay más gente que habla idiomas, en España eso no sucede, porque preferimos leer traducciones. Y es comprensible, porque te encuentras más cómodo, pero en muchas ocasiones lo que te pierdes es mucho. Profesionalmente hablando, es un oficio muy mal pagado, si se tiene en cuenta el tiempo necesario para hacer un buen trabajo. Habría que potenciar las ayudas, del tipo que fueran.
—Por acabar la conversación sobre su lado anglosajón, ¿usted vivió el Brexit como un drama?
—Bueno, yo no tengo lado anglosajón, sino irlandés…
—Pero escribió aquel Viaje sentimental por Inglaterra, ha escrito mucho sobre el tema, traducido autores…
—Eso es verdad, no puedo abominar de ello. El Brexit es una gran estupidez. Lo han padecido estos años, lo están padeciendo y lo van a padecer más. Por una xenofobia y un complejo de superioridad de los ingleses (más que del resto de los británicos) se han metido en un callejón sin salida: si no querían inmigración, que ya tenían mucha de Pakistán, Jamaica y otras colonias, con una población ajena al que era fenotipo del inglés hasta principios de siglo XX… Se quitan inmigrantes de otras partes de Europa, cierto, pero me parece que han hecho un pan con unas tortas. Y, por otro lado, en el comercio, en las relaciones de todo tipo, van para atrás. El mercado inmobiliario también se ha resentido: no es lo mismo que personas de otras procedencias puedan asentarse aquí, que solo las que ya estaban. Reduce el mercado y es más difícil vender una casa.
—¿Y en lo literario?
—En eso, que es lo que más me importa, en España se ha producido un fenómeno por el cual los autores británicos tenían ochenta años de vigencia de los derechos de autor, pues al ser europeos se les asimilaba a los españoles, setenta años más diez, pero al salirse de este sistema todos los británicos han perdido diez años de validez de sus derechos. No es que sea muy importante en la macroeconomía, pero en la literatura sí lo es. A muchos se les ha privado de esa remuneración, a ellos o a sus herederos.
—Hablemos de sus acercamientos biográficos. Su trabajo sobre Cernuda fue su primer gran éxito, ¿qué supuso para usted?
—La biografía de Cernuda para mí fue importantísima, porque fue el comienzo de una etapa en la que empecé a trabajar por cuenta propia, y el espaldarazo del premio Comillas fue fundamental. Ten en cuenta que el premio estaba bastante bien dotado (ahora se paga mucho menos, como casi todos los premios), la distribución fue estupenda, la repercusión muy buena. Pero, además, como era una obra de envergadura, y quise dedicar un primer tomo a los años de España y el siguiente al exilio, Tusquets me contrató directamente el segundo tomo cuando no estaba escrito, y me dio un anticipo también decente (hoy en día, de ciencia-ficción), que por otra parte me lo gasté todo en viajes, pero la biografía se beneficia de que está trabajada in situ. Un biógrafo tiene que manejar archivos, hemerotecas, bibliotecas. Pero tan importante como eso, para ponerte en la piel del biografiado, es impregnarte del ambiente y ponerte en su lugar. Para mí fue importante recorrer diferentes sitios cernudianos, y ahí completé todo. A partir de ahí, entré en el circuito de autores conocidos, con cierta repercusión, sobre todo entre autores de biografías.
—Siempre pienso en Cernuda como un valor bursátil que durante mucho tiempo cotizó a la baja, mientras que ahora hay otros que han caído. ¿Qué le ha pasado a Cernuda?
—En términos bursátiles, Cernuda es el patrón oro, es un valor refugio, y al contrario, prácticamente desde mediados de los años 50, tímidamente, y sobre todo a partir de los 60, no ha decaído en ningún momento. Diferentes generaciones lo han adoptado, y por un motivo u otro, como hay varios Cernudas complementarios y no se agotan, se puede decir que cada generación o persona va a encontrar en Cernuda algo que le puede apelar. Y es el más estable de todos los del 27, con diferencia. No digo que sea el mejor, probablemente Lorca y él estén en el grupo de cabeza, pero él, cuando yo empecé a tener conciencia de su poesía en los 80, desde aquel momento se ha mantenido, y hoy su poesía no se ha rebajado un ápice.
—Cuando habla del más estable, ¿se refiere entre los escritores o entre el público en general? Yo tengo la sensación de que en los últimos años Sevilla, por ejemplo, sí ha recuperado a Cernuda para sí, después de tenerlo un poco olvidado.
—Claro, nosotros vivimos en Sevilla y ahí hay una deformación. Aun así, para el lector de poesía Cernuda es inexcusable. Puedes pasar perfectamente sin leer a Jorge Guillén o Vicente Aleixandre, pero Cernuda está ahí. Por diferentes motivos, que te resumiré en dos: uno, por la constante evolución de su forma y estilo. Va recorriendo etapas de una forma muy amplia en cuanto a rasgos estéticos. Y por otra parte, porque sus temas, que son quizá tres o cuatro, son suficientes para que haya esta pluralidad de intereses que conecten con generaciones o individuos distintos. Y en el conjunto de España, y de Iberoamérica, observo que la voz de Cernuda es bien atendida.
—¿Cómo va la casa museo del poeta, ya que usted va a encargarse de su contenido?
—Yo estoy desvinculado, asesoré a la anterior corporación. Sé que han convocado en febrero el concurso para la licitación de las obras. La idea era comenzar antes del verano la obra, pero no sé cómo irá el proceso. Soy algo pesimista porque, aunque va para adelante, se va retrasando todo mucho. Y temo que el proyecto original, que me parecía bastante sólido, se devalúe. Al menos nos vamos acercando al día que se inaugure. Vicente Aleixandre, el pobre, sigue con su casa que no va a llegar a buen fin.
—Usted se ha ocupado de otras figuras, como Cirlot, pero también de José Antonio Primo de Rivera, que sorprendió mucho. Usted intentó despojarlo de cierto apropiacionismo franquista que distorsionaría su figura, y lo resalta como un modernizador de España. ¿Qué le atrajo de él?
—Lo del esfuerzo modernizador lo matizaría. Como dije antes, no soy un autor de ficción. He escrito supuestas novelas que son más bien ensayos biográficos o biografías noveladas. Publiqué biografías canónicas con todos los perejiles de lo que puede ser la clásica biografía anglosajona, pero también me di cuenta de que ciertos personajes requerían otros enfoques, una aproximación más humana. En este sentido, las herramientas de la novela permiten meterse en sus pensamientos, reproducir diálogos, licencias que para el lector conllevan tres dimensiones, frente a una biografía normal, que sería bidimensional. La tercera dimensión la proporciona la descripción de ambientes, los diálogos y todas las herramientas que la ficción ha ido incorporando: monólogos interiores, etc. Entonces, José Antonio Primo de Rivera siempre me ha interesado. Es una persona con carisma, y por otra parte difícil de ubicar. Se puede decir que es el fascismo, pero para mí decir eso es un reduccionismo. Es otra cosa. Y es un personaje absolutamente novelesco. Y tiene también las características del mito, la persona que muere a los treinta y tres años, con ciertas similitudes con la vida de Jesucristo, con una vida privada y tres últimos años de su vida que se concentran en la actividad de cara a los demás… Luego también estuvo en ese paso tan importante de un régimen a otro, de la monarquía a la República, y toda esa turbulencia de la guerra civil. Y confieso que siento simpatía por él, como ha atraído —y no estoy inventado nada— a muchas personas, intelectuales que no eran tontos. Muchos se han separado del movimiento político, le han puesto todas las pegas que había que poner, pero el personaje, la persona, sigue siendo atractiva hoy. ¿Qué plantea José Antonio? Volviendo al tema de la modernidad, en mi opinión un equilibrio entre la tradición española (que no nacionalismo, él decía que este era «el individualismo de los pueblos», una cosa muy limitadora) con ciertos elementos regeneracionistas o modernos. Ahora bien, él nunca llegó a tener sedimentada su ideología, porque evoluciona muy rápidamente. Y es verdad que viene de una derecha española que con el fenómeno de Mussolini se zarandea, de esa imitación del fascismo, pero va a otra parte. No es el clásico líder fascista, quizá por su catolicismo, que le impide tener esa idea de supremacía del Estado que tiene Mussolini, o el carácter racial para los nazis. En el gran conjunto de movimientos alternativos a comunismo y capitalismo de los años 30, diferentes países buscan una vía, y la de José Antonio es para mí la más amable de ellas. Porque evoluciona, y el del año 35 y 36 es un José Antonio muy social, cuyo discurso está totalmente enfrentado a la derecha. Pero política al margen, lo que me interesaba era un personaje absolutamente novelesco. Es curioso, pero estamos en 2024 y hay muchas personas que lo siguen admirando.
—Cuando dice que tiene seguidores, pienso por ejemplo en Vox, que lo está reivindicando. ¿Eso es reeditar el intento de apropiación del franquismo, o es una reivindicación legítima?
—Vox es una amalgama muy heterogénea. Bajo esas siglas o palabra latina conviven muchas corrientes distintas. Yo imagino que habrá gente ahí que procede de las diferentes falanges (Falange ha estado siempre muy fragmentada, hay familias desde la extrema derecha hasta las autogestionarias, las llamadas auténticas, los hedillistas, que se podría decir que, como ciertas alas del peronismo, eran de izquierdas), pero tiene gente muy liberal en lo económico (Falange no es liberal), hay gente cercana al Opus Dei (Falange no tuvo sintonía con él y, ya con Franco, los restos de Falange absorbidos por el Movimiento fueron beligerantes en su contra al ver que cada vez ostentaba más poder)… Falange tenía veintisiete puntos doctrinales, que fueron los que imprimieron su discurso. Y uno de ellos hablaba de la separación Iglesia-Estado. Cuando eso se planteó, hubo una especie de escisión, a José Antonio le respondieron varios, los más conservadores del movimiento, que eran muy meapilas, y vieron aquello como una afrenta. Vox puede tener puntos de coincidencia, como otros partidos: si Falange, lo creas o no, habla de la plusvalía para el trabajador, o de una reforma agraria, es antípoda de Vox. No basta con que se use la bandera o se hable de identidad nacional. Para que haya una consonancia tienes que hacer la superposición de un programa sobre otro y ver hasta qué punto coinciden. Y Vox con Falange tiene que ver más bien poco. Tiene que ver con una especie de franquismo sociológico, equivalente a lo que sería Alianza Popular en los años 70 y pico. Para mí ni siquiera es fascista: esa palabra se usa con una ligereza muy peligrosa, una simplificación muy falaz. Pero bueno, tampoco me interesa mucho hablar de Vox. En mi novela El ausente, hablo de un José Antonio que rompe las costuras y no se deja clasificar, de modo que trataría de evitar esas etiquetas.
—La exhumación del Valle de los Caídos, ¿podría ser un nuevo colofón a su historia?
—Sí, podría serlo. La exhumación fue propiciada por la familia, y me parece una cosa muy inteligente, para darle un tratamiento digno y privado. Y si me apuras, en lo político, para evitar que se convierta en carnaza de diferentes disputas. Otra cosa es la memoria histórica, que no tengo mayor interés en discutir, pero sobre la guerra civil y José Antonio se han vertido muchas falsedades, a veces por la inquina y otras por la pereza intelectual. Sí me gustaría subrayar, como decías antes, que Franco no tiene nada que ver con José Antonio. Que estuvieran ambos en el Valle de los Caídos es algo que Franco promovió, soñando que él estaría allí tras su fallecimiento, como en una suerte de destino compartido. Su muerte oficial, como todos sabemos, se retrasó para el 20 de noviembre para crear esa carambola mágica.
—A usted tampoco es fácil etiquetarle: además de escritor y traductor fue librero, en un momento en que todo estaba cambiando muy deprisa, se abrían grandes cadenas de librerías, arrancaban proyectos editoriales muy sugerentes, y usted fue testigo de todo eso. ¿Cómo vivió aquel boom anterior a la crisis?
—Profesionalmente para mí fue un gran reto y una gran gratificación. Yo venía de una librería pequeña, de idiomas, muy delimitada, y aquello fue el aldabonazo de un cambio enorme. Era el comienzo de una expansión de grandes librerías, que en realidad luego cambiaron de rumbo. Pero era muy alentador que la gran librería de España, Casa del Libro, tuviera librerías a su imagen y semejanza por España, aunque a menor escala. Lo que pasa es que esa fórmula, muy poco tiempo después, se reorientó. Entró una nueva dirección que quiso hacer tabula rasa de lo que había, y el perfil cambió bastante. Ya no fue tanto una librería de fondo como una librería más apegada a lo comercial, de alta rotación. En todo caso, para mí fue pasmoso, en primer lugar, por haber sido seleccionado para dirigir la de Sevilla.
—¿A qué gente vio nacer en el ámbito editorial, y a qué gente ha visto caer?
—Muchas. Aquellos años 2001-2002 fueron el comienzo de muchísimas editoriales que luego han sobrevivido. Por aquellos años comenzó Páginas de Espuma, con el estupendo Juan Casamayor, que me visitó cuando empezaba. Y poco después surgieron la gente de Contexto (Nórdica, Impedimenta…) y como ellos muchos más. Contexto es la punta exitosa del iceberg, pero hubo una gran generación de nuevos editores en aquel momento. Lo que también vi a pasos agigantados fue cómo se producía la concentración editorial en los dos grandes grupos. En muy pocos años vi cómo editoriales que tenían un canal comercial eran absorbidas, y la interlocución ya era otra. Y al poco, buena parte de su catálogo quedaba fuera de la circulación: la absorción se producía porque interesaban ciertos títulos o posicionamientos, pero no la pervivencia del catálogo. Luego también se dio el surgimiento de editoriales medianas como Salamandra, aupada por el fenómeno Harry Potter, pero no solo por él, porque tuvo grandes aciertos en lo que el público lector más exigente quería. Una época de gran cambio y efervescencia, que se resume en la consolidación de un sistema de duopolio, y por otra parte de eclosión de muchos independientes, donde se suelen publicar los títulos más interesantes.
—Andalucía vivió también un pequeño boom, al amparo de una fuerte política de subvenciones, que hizo que algunos sellos foráneos incluso se empadronaran en el Sur. ¿Eso bueno, aunque la mayoría de aquellas editoriales no se sostuvieran? ¿Tenían que haber venido las subvenciones acompañadas de otras cosas?
—Lo ideal, como en tantas otras cosas, es un punto medio ponderado. Yo, cuando dirigí la revista El Libro Andaluz, conté más de 80 sellos y casas editoras en Andalucía. Pocos años después, tras la debacle del 2009, eran treinta y tantas las asociadas. Eso es una escabechina enorme. Había muchas ayudas a la edición que realmente era el meollo del negocio de aquellas editoriales, porque con tiradas ajustadas ya tenían resuelta la parte económica del asunto, y eso era demasiado poco exigente. Después se han eliminado estas ayudas y ahora realmente no se está apoyando el tejido editorial, al menos en comparación con lo que hubo hace 15 años. Habría que tratar de no fomentar la picaresca del que edita al calor de la subvención, o solamente por ella, pero proyectos interesantes quedan muchas veces desprotegidos. Y una cosa obvia: Andalucía, con su población y las localidades que tienen biblioteca, deberían garantizar que títulos importantes tuvieran una adquisición de 500 ejemplares cuanto menos, lo que daría viabilidad a esos libros. No todos tienen el mismo interés, pero para eso debe haber una valoración profesional y ajustada. Actualmente, sin embargo, veo un erial respecto a lo que fue. Ejemplo: en 2006, Andalucía fue la invitada en la Feria de Guadalajara. El despliegue era enorme, y en ciertas librerías de Ciudad de México todavía encuentras fondos que se quedaron allí, porque era más caro traerlos de vuelta. Hoy sigue habiendo muy buena edición, pero es precaria en lo económico por esta falta de inyecciones públicas.
—En sus memorias de librero, recuerda un episodio por el que debo preguntarle casi por alusiones: el del exministro Manuel Pimentel y su editorial Almuzara. Un editor que se benefició ampliamente de aquellas ayudas, y al mismo tiempo no pagaba a numerosos autores, traductores, etc. Pero en sus páginas se muestra muy benévolo con él…
—A ver, aquel pinchazo, la creación de la plataforma #PimentelNoMe Paga y todo eso fue posterior al periodo que yo cuento, que es mi dirección de la Casa del Libro. No soy ignorante de lo que me estás diciendo, lo recuerdo perfectamente. En mi opinión, Pimentel pecó de hybris, tuvo cierta soberbia cuando, teniendo poca experiencia, quiso ser una especie de José Manuel Lara II, lo cual hay que pensárselo dos veces. Eso de crecer de forma tan desordenada tuvo el resultado que tuvo. Posteriormente, como persona inteligente y capaz, plegó velas y reordenó el grupo, pero en aquel momento, y yo he visto varios casos de crecimiento desordenado, le pasó una factura altísima. Creo que, si no lo digo en el libro lo digo ahora, sí me parece un poco peliagudo escribir un Manual del editor cuando solamente llevaba tres o cuatro años editando. Eso puede servirte a ti como apuntes para tu gobierno interno, pero enseñar a otros cuando estás aprendiendo todavía, y estás por llevarte bastantes palos aún, me parece —siendo amable— prematuro. Ha hecho un gran trabajo, pero aquellos errores y faltas de pago creo que se debieron a que se metió donde no sabía de forma temeraria.
—Lo cierto es que aquel episodio puso sobre la mesa la descabellada idea de que escritores, traductores, diseñadores, toda la gente que rodea al mundo del libro, pretendiéramos cobrar. Yo tardé cuatro años en conseguirlo con Pimentel, vía sentencia judicial firme. Pero la actitud de muchos era: «Encima de que te publico y te pongo en el escaparate, ¿quieres ganar dinero, ingrato?». Empezó a cundir la sensación de vulnerabilidad y desprecio hacia estos trabajadores.
—Claro. El del libro, en realidad, es un mundo muy opaco. Nadie pone los números sobre la mesa, nadie dice lo que gana. Y beneficiándose de que hay mucha gente pagada de sí misma, que tiene una idea un poco deformada de lo que vale y quiere tener la satisfacción de publicar, hay editores que se aprovechan y no pagan. No solamente al autor, sino a otros elementos de la cadena. La traducción, además de mal pagada, ha tenido también unos toreos por parte de los editores… Y editoriales, supuestamente prestigiosas, casi todas tienen cadáveres en el armario que, de salir, serían llamativos.
—¿Ha mejorado la situación, o va a peor?
—Hubo un tiempo en que había tarifas oficiales recomendadas por la Asociación Colegial de Escritores en su rama de traductores. Pero una cosa perniciosa totalmente, la ley de la competencia, en realidad impide eso: no se puede fijar una tabla de emolumentos, todo debe ser negociado por las partes. El resultado es que, en la mayor parte de los casos, se están pagando tarifas de hace 15 años. En la prensa también hay cosas congeladas, se llegó a un tope y quien cobre lo que cobraba, que se dé con un canto en los dientes, porque todo ha ido para abajo. La traducción se paga mal, si piensas en el IPC estás cobrando ahora tarifas inferiores a cuando empezaste. Pero volviendo a las editoriales, deben ser más transparentes con los autores. Es una especie de artículo de fe dar crédito a las liquidaciones, porque, ¿qué vas a hacer? Tienes que asumir que te están diciendo la verdad, no tienes herramientas para verificarlo. Y de ahí a que te paguen… Algunas ni siquiera te mandan la liquidación. He trabajado con muchas y he tenido todo tipo de experiencias, pero en general la sensación no es buena.
—Esa percepción de que las masas solo consumen basura, ¿la tuvo usted como librero?
—No. Si al público le ofreces calidad y variedad, siempre va a responderte, aunque haya gente que busque otras cosas. El problema es que la calidad a veces se soslaya y solo encuentras el gran mercado del libro comercial. Creo que las librerías deben aportar ambos extremos del espectro, y es importante mantener una oferta amplia. De todas formas, en España se publica mucho y bueno, ¡ojalá el mercado español pudiera absorber todo lo que se publica! Tú vas a una buena librería, y la cantidad de libros buenos que ves es enorme, pero no hay una masa crítica de lectores que permita que eso sea rentable.
—Acabemos hablando de poesía. ¿Se considera usted como Thomas Hardy, una revelación tardía para el género?
—No, al contrario que Hardy, escribo desde los dieciocho años. Lógicamente al principio con muchos titubeos, pero relativamente pronto. Mi primer libro es de 2002, lo que pasa es que he escrito mucho y he publicado una muy pequeña parte de ello. Mi reto en los próximos años sería ponerme al día de lo que tengo, para que no difiera tanto lo que tengo escrito de lo que saco.
—Entre los amigos es motivo de especulación cuántos libros tiene en el cajón.
—¿Te lo digo?
—Por favor.
—A día de hoy, terminados, no publicados, cuarenta y tantos de poesía. Ahora estoy escribiendo mi libro número sesenta. Y tengo cerrados muchos que quiero publicar, de tarde en tarde los presento a premios y van saliendo de forma desordenada… Tampoco me importa mucho, porque la poesía no es biografía, es otra cosa.
—¿Tiene una disciplina, horarios…?
—Al contrario: la poesía en sí es una técnica y una destreza que se ejercita, como el gimnasio. Es una rutina, tú tienes que interiorizar sus mecanismos como la respiración a la hora de hacer ejercicio. En poesía debes manejar la forma, porque es tu herramienta, y ese caudal lo llenas con una inspiración que no sabes bien de dónde viene. Ahí sí hay disciplina, pero no conozco a nadie que se siente a escribir versos de forma sistemática. Muchos poemas me vienen leyendo algo, a veces una palabra ilumina una neurona, y surge el poema. Es verdad que todas las semanas escribo dos o tres poemas.
—En redes es de la portada de Babelia donde solo aparecían escritoras… ¿Es activamente polémico?
—No, no, yo estoy en Twitter y apenas lo uso, porque no me gusta el lenguaje bronco ni la confrontación, por eso por lo general lo tengo orillado. Y lo demás, pues simplemente doy mi opinión y ya está, pero sin afán de polemizar. Sí es verdad que ya tengo una edad y una postura ante la vida, que no me callo lo que pienso y lo que siento. Lo importante es que no te tergiversen, las cosas se pueden hablar y discutir, y nada más tonto que morderse la lengua. En asuntos de poesía rara vez pongo una nota crítica, comparto poemas, casi siempre tengo un tono jocoso, pero hay cosas que me tocan las narices, como un discurso dominante, que se manifiesta en ciertas tendencias supuestamente poéticas y que son más bien fenómenos comerciales y modas dictadas por la corriente hegemónica.
—¿Se refiere al feminismo?
—No, no, si aludes a aquella portada, ahí había una persona que en mi opinión es muy mala poeta. No voy a decir quién es, pero esa persona está ahí no por el carácter de su obra, sino porque pasaba por ahí en el momento adecuado y por sus relaciones. Eso ya me chirría. Por otra parte, entiendo que cualquier selección es arbitraria, y no pasa nada. Pero mucha gente se calla, y yo no lo hago. Las operaciones mercantiles no son fenómenos poéticos, llámense las colecciones de pésima poesía para adolescentes o la moda de la poesía femenina metida con calzador (aunque hay excelentes poetas mujeres, y yo soy el primero que las lee, las admira y las ha traducido y publicado). Me incomoda la canonización por fenómenos sociales más allá de la calidad de la obra.