Motivado por el artículo
de Luciano Saliche (subido a este
blog el viernes 16 de junio pasado), Andrés
Ehrenhaus –que, a no olvidarlo, además de traductor es un excelente
narrador, con varios libros publicados y mal distribuidos, que vale la pena
conseguir– se dedica en esta entrada a reflexionar sobre los intereses
superpuestos de editores, autores, traductores y correctores.
El
tamaño de mis derechos
Vaya como preámbulo
que, profesionalmente hablando, soy o me considero, en este orden, traductor,
autor, editor, corrector y le da en el poste para que no sea librero. Hablo, en
esta ocasión, como autor pero echando mano de la experiencia común acumulada en
todos esos planos, a menudo interpuestos y solapados, del sector del libro. Podría
extender mi argumento ontológico todavía más allá: puesto a ser cosas, soy
también hijo de un minusculérrimo editor que, en los albores del misticismo
sesentista, fundó (y fundió poco después) la editorial Mundonuevo. No digo esto
para darme lustre sino porque creo que calzar o haber calzado los zapatos del
otro siempre ayuda a entender por qué y para qué lado renguea(mos). De entrada
–y sobre todo en lo que respecta al valor que se le otorga o supone a las
obras– digamos que existe poca o ninguna divergencia entre los editores (ya se
trate de grandes conglomerados, prósperas editoriales medianas o pequeños
editores a pulmón) y libreros frente a la inefable variedad de opiniones del
sector autoral, incluyendo aquí por supuesto a los traductores y al escalafón
aún más desprotegido y diezmado de los correctores. La razón es simple: las
editoriales y librerías son empresas ante todo y se inscriben claramente en la
lógica del mercado, mientras que los autores y demás generadores de contenidos
son en parte trabajadores intelectuales y en parte artistas, y su lógica es tan
confusa y varipointa como la inestable proporción de esas partes.
De donde se desprende
una evidencia. Si queremos que el debate acerca del valor real de las obras (es
decir, el valor del trabajo –o, mejor, del trabajo intelectual + la mano de
obra– de esos híbridos de obrero y artista que somos los autores) tenga una
incidencia concreta en la conciencia de todos los actores de la industria del
libro y se derive en una regulación (natural o legal, pero siempre coherente)
que garantice la pervivencia de los generadores de contenidos, no solo
tendremos que tratar de convencer a los empresarios y ofrecer argumentos
sólidos que no escapen a su lógica económica sino también –y quizás antes– a
los propios autores, que no saben bien a qué lógica adscribir. Cuando digo
empresarios me refiero a todos pero, en especial, a los bienpensantes, a los
editores y libreros vocacionales, a los que defienden, casi (o sin casi) a
expensas de su propio bolsillo la cultura del libro y la lectura y, por
consiguiente, la buena literatura.
Sin duda, lo primero
que tiene que saber un autor es que desde el instante en que decide poner en
circulación su obra la está convirtiendo, al menos en parte, en mercancía. No
querer aceptar esto es, hoy por hoy, no ya un rasgo de inocencia sino de
sinuosa ingenuidad. El editor y el librero lo saben pero no lo explicitan hasta
el final y bajo presión. En su fuero íntimo, es decir, en su contabilidad
diaria, lo tienen en cuenta desde el primer momento y calculan el impacto de
esa parte mercantil de la obra en todo el proceso de su explotación. Porque,
¿cuál es el objetivo de una empresa? Ganar dinero. En el caso del editor,
fabricando objetos para venderlos al mayor; en el caso del librero, vendiendo
esos objetos al menudeo. Da igual que esos objetos sean libros, pilares
simbólicos de la cultura universal: a la hora de hacer cuentas, tienen un costo
y una plusvalía, y si no arrojan beneficios suficientes, la empresa se funde. ¿Y
cuál es el objetivo del autor? Ah, amigos, eso es justamente lo que no está tan
claro. ¿Quiere vivir de su trabajo como cualquier otro hijo de vecino o le
basta con la sensación metafísica de que su obra trascenderá su muerte por
inanición?
Porque ahí está la
madre de dorrego. El autor trabaja duramente para conseguir que su obra reúna
las condiciones mínimas necesarias para ser algo más que un texto plano y
carente de interés literario. Pone horas de sudor en cada página, más horas de
sudor que gramos de inspiración. Pero incluso aunque solo pusiera genio, aunque
fuera un iluminado capaz de escribir como los dioses sin perlarse la frente
demasiado, la escritura igual le llevaría tiempo y esfuerzo (intelectual,
mental, integral, o como se le quiera llamar), un tiempo y un esfuerzo que para
el editor, el distribuidor, el librero y también para el usuario o lector se
contabilizan, de manera más diáfana cuando son propios y no ajenos, en dinero.
¿Por qué, entonces, ha de resultarle sucio
ese dinero al autor y solo al autor? ¿Qué kryptonita lleva dentro el dinero
para que los supermanes de la literatura le teman tanto? Por un lado, la
vergüenza o la culpa de desearlo. Al autor ese dinero quizás le de asco pero
sin duda no solo lo anhela sino que le hace falta. Para vivir. O sea, para
vivir de su trabajo. Como vive el taxista del taxi, el empleado del empleo, el
profesor de la docencia. Por otro lado, el temor de que ese anhelo –y no la
inspiración etérea– sea el verdadero motor de su arte. El autor teme que el
interés económico sea la cadena que lo sujete al tártaro –o al mercado– y no el
medio para comprar las herramientas con las que romper esa cadena. Lumpenizado
se siente más libre. Prefiere morir de hambre que envenenado por la kryptonita.
Es decir, seguirá poniendo su trabajo y su esfuerzo al servicio del
enriquecimiento de otros antes que asumir su lugar real en la estructura
económica a la que ni siquiera lumpenizándose podrá escapar.
Gracias a este
dilema prefeudal del autor (el dinero es sucio, yo me debo al arte, etc.), el
empresario puede aplicar su discurso neocapitalista con la eficacia de un
trueno. El doble rasero moral no lo impone la industria cultural, ya viene de
la mano de los propios lumpenizados, como un hijo bífido. El editor solo tiene
que apretarle las tuercas: el negocio del libro es difícil, los márgenes son
estrechos, apenas se gana nada, todo se lo lleva el distribuidor, o el librero,
o los costos fijos, o los impuestos, yo me juego entero con cada apuesta nueva,
si la editorial pierde perdemos todos y ustedes los autores los primeros, etc.
El discurso encaja a la perfección en la nebulosa ética del autor, más aún si
es novel y su primera obra le tiembla en las manos. Cada argumento del editor,
que es un joven emprendedor lleno de sueños y buenas intenciones, reverdece la
kryptonita y convence más aún al autor de que la industria editorial colapsaría
si los autores tuvieran la osadía de querer cobrar por su trabajo. Gracias que
alguien se lo publica. O sea, gracias. Gracias.
Pero apliquemos la
lógica inversa. A esta altura estamos de acuerdo, imagino, en que una
editorial, una librería, son empresas, negocios, y que su salud y pervivencia
depende de los beneficios que extraigan de la actividad que desarrollan. Como
el tamaño sí que importa y no es lo mismo un gran conglomerado editorial que un
sello de una sola persona, digamos que una gran editrial es un negocio grande y
una editorial pequeña es un pequeño negocio –o minúsculo, si se quiere. Con su
minúscula contabilidad, su minúsculo trajín, su minúsculo rendimiento, pero
negocio al fin. Ruinoso… tal vez. Pero negocio. Nadie ha obligado al minúsculo
editor a dedicar su tiempo, esfuerzo y dinero al miserable e improductivo
negocio de la edición.
El pequeño editor suele
ser lo que se dice vocacional: siente el llamado del libro, quiere aportar algo
nuevo a una industria cultural caduca y mezquina, tiene proyectos innovadores,
ideas frescas, una concepción del negocio menos sujeta –quiere creer– a los
beneficios inmediatos que al bien simbólico que su labor genera. Para eso
necesita savia nueva, gente, autores que compartan su visión de la literatura,
que estén dispuestos a apostar, como él, antes por proyectos culturalmente
coherentes que por inversiones defensivas y seguras. Autores que entiendan de
la enorme dificultad del negocio del libro, de la estrechez de los márgenes,
etc., etc, y que entiendan que su minúsculo negocio vocacional e innovador no
podría soportar el costo de tener que pagarles, pero que a cambio los tratará
bien, como si fueran de la familia, como si el negocio fuera también de ellos,
aunque no los beneficios, por supuesto, porque eso equivaldría a la ruina,
etc., y nadie quiere que eso suceda, todos estamos juntos en este barco, etc.,
etc., y el arte y la cultura están en juego, sobre todo en estos tiempos de
salvajismo neoliberal.
El autor acepta el
reto encantado. ¿De qué vivirá mientras tanto? Eso es harina de otro costal. No
puede agobiar al pobre pequeño, minúsculo incluso, editor vocacional con sus
miserias personales. Rimémber: la kryptonita acecha, el dinero acaba con la
inspiración. Vivirá… de instalar baños. Ahí no hay un futuro de gloria quizás
pero al menos sí un presente de porotos en la olla. O eso cree él. Aprende el
oficio (dedicándole tiempo y esfuerzo) y al tiempo consigue su primer cliente.
Va a la casa. Es un departamento lindo pero modesto, decorado con buen gusto,
lleno de libros y macetas con plantas de interior. Hasta hay uno o dos gatos.
Sin embargo, lo que más le llama la atención al neoplomero obligado es la
cantidad y, sobre todo, la calidad de los libros que ocupan paredes, rincones, repisas,
mesas. El cliente es un tipo joven, simpático, agradable, educado, conversador.
Le ofrece un té, o un café, o quizás un mate, y se ponen a charlar un poco de
todo pero más que nada del baño, que es el motivo de la ocasión. El baño no
está mal del todo, es chico pero funcional –o digamos que funciona– y lo más
grave que tiene es que desentona con el estilo de la casa. Es un baño insípido,
oscuro, triste incluso. Y el cliente quiera algo luminoso y de onda, dentro de
lo que cabe. Así que se ponen más o menos de acuerdo en cuanto a los materiales
(que no sean caros ni los mejores, le pide el cliente, pero dignos, modernos si
cupiere) y los tiempos y ahí mismos, relajados y mateando, hacen números.
Aproximados, pero números al fin y al cabo.
El presupuesto, que
el neoplomero, sufrido y sufridor donde los haya (no en vano es autor, o lo
era), apretó todo lo que pudo, provoca en el cliente una serie de muecas de
contrariedad y fruncimientos de ceño. Hum, dice, esto para mí es demasiado.
Entiendo que haya que pagar los materiales, el transporte, etc., porque de eso
no se escapa nadie… Fijate, le dice en un repentino improntu de sinceramiento,
yo estoy más o menos en la misma, entendés, yo también estoy atado a la cadena
implacable de los costos tangibles, ahí no hay quien zafe, el papel, la
imprenta, la luz, internet… porque yo soy editor, sabés, capaz que te diste
cuenta por la cantidad de libros; pequeño, modestísimo, pero voy tirando como
puedo, y entiendo que hay cosas del presupuesto que son inamovibles, pero
otras, cómo te voy a decir, hay otras partidas o conceptos que son mucho más
variables, flexibles, entendés, y vos lo sabés bien, porque ahí, en ese
presupuesto a grosso modo que hiciste, está el margen que vos le sacás a tu
laburo y, no sé, creo que es exagerado, máxime porque no entendiste, quizás, la
idea, el planteo que hay detrás de todo esto, porque yo te estoy dando total
libertad para que rehagas el baño a tu manera, para que actúes con total
libertad, como si fueras un artista y no un simple plomero, un trabajador que
asciende a un plano superior de creación y de libertad que, en cualquier otra
casa, sería impensable, entendés, y acá, en cambio, podés dejar tu firma, que
también te serviría de promoción, porque yo le diría a todos que el baño es
obra tuya, que sos un crack, un genio, el leonardo de los plomeros y
azulejistas, y eso a vos te conviene mucho más, en todos los planos, ojo: no
solo para tu orgullo personal sino, a la larga, para tu negocio, que sacarme a
mí unos mangos de más, cuando podríamos entendernos porque ya veo que vos sos
un tipo sensible, la cacé de entrada, con vos se puede charlar, no como con los
otros plomeros que vinieron y no entendieron nada, viste. Lo que te propongo es
un poco como lo que yo hago con mis autores, los nóveles sobre todo, que
entienden que hay que compartir el riesgo de la apuesta si todos queremos que
esto flote y no se hunda, me entendés.
El neoplomero, que
lo estuvo escuchando con atención, le da una última chupada al mate y se lo
devuelve. Está frío y lavado, dice. Es interesante lo que contás, sigue, porque
yo antes era autor, escribía relatos breves, novelas cortas, conseguí que me
publicaran alguna cosa, sin pagarme, por supuesto. Ni adelanto ni regalías,
nada. Todo con la mejor onda, eso sí. Pero guita, nada de nada. Por eso me hice
plomero, azulejista, instalador de baños, de aire acondicionado, lo que sea. Y
vos sos mi primer cliente. Pero el que no entendió nada sos vos. Si no podés
pagarte un baño nuevo, bancate el que tenés. Nadie te lo va a hacer gratis, ni
siquiera tu mejor amigo o tu papá. Y yo menos. Cuando puedas pagar todo,
incluyendo mis horas de trabajo y mi formación, por ahí te lo hago. Y otra
cosa: si no podés pagar el trabajo de tus autores, no pongas una editorial. Una
editorial es una empresa y vos como empresario sos un desastre: querés
sacar beneficios de un modelo de neoesclavismo liberal que es la verdadera
lacra de la cultura. Sos capaz de agachar el lomo frente a las imposiciones de
las multinacionales de la comunicación, que te meten doblado el precio del
hardware, el software, la conexión, la electricidad, etc., sin siquiera darte
cuenta de tu obsecuencia y no dudás en extraerle hasta la última gota de
plusvalía al que te hace editor: el autor. Si no hubiera obras, ¿qué
publicarías?
Se puede vivir sin
literatura, así que se puede vivir perfectamente sin edición. Sin baño es más
difícil, ¿cierto? Por eso tarde o temprano vas a acabar pagándole al plomero la
factura y al autor, en cambio, vas a tratar de seguir recortándole el tamaño de
sus derechos. Sobre todo si le tiene pánico a la kryptonita y acepta sin
pestañear el doble discurso de la mercancía.