También del número especial de Ñ dedicado a la traducción es este artículo firmado por Marietta Gargatagli donde, tomando el Ulises de James Joyce traducido por José Salas Subirat como excusa puede historiar el desprecio de cierta ¿clase ilustrada? española por lo que sucede en los otros dominios de la lengua.
La traducción neutra no es una pipa
José Salas Subirats tradujo el Ulises de Joyce entre 1940 y 1945, en la equívoca paz argentina de la Segunda Guerra Mundial, como si el escepticismo de ese tiempo encontrara la metáfora perfecta en el escepticismo de ese preciso y extraordinario libro. Es raro que la primera traducción de una obra clásica sea la definitiva, pero así fue. Lo mismo ocurrió con las primeras versiones de John Dos Passos, William Faulkner, Virginia Woolf o cierto Franz Kafka, los autores, junto con Joyce, que más influyeron en la mejor prosa del siglo xx. Podrán volver a traducirse, reproducir con ilusoria precisión matemática el original, rodearse de rotundos aparatos críticos, pero nada será parecido al encuentro inicial de esas escrituras con los escritores que entonces eran el porvenir, los de América.
El pasado imperfecto no contiene el futuro que todavía no llegó y nos oculta qué podrán hacer nuevos lectores con los nuevos Joyce o Faulkner o Kafka traducidos después. Esas incógnitas no existen con el primer Ulises. Sabemos perfectamente qué pasó. Lo editó Rueda en Buenos Aires en 1945, lo reprodujo Diana en México en 1947, pasó de biblioteca en biblioteca y quedó incorporado para siempre a la experiencia de la lengua narrativa de América Latina, entonces todavía un work in progress.
A la manera paródica de Roberto Arlt, el castellano de Salas Subirats no reproducía de forma naturalista el habla de ninguna parte: era un idioma que no existía (ni existe) y justamente por su fisonomía desplazada podía adoptar la apariencia de un griterío contemporáneo, una suerte de voz o aullido completamente nuevo que definía y reproducía de modo profundo y definitivo el Ulysses original. Salvo en algunos diálogos y no siempre de forma coherente, los personajes repetían palabras reales porque eso, como observó Carlos Gamerro, convenía a la representación: había que marcar la diferencia entre la voz narradora, más áulica, de las voces de la calle, donde cabían los políticos de esquina, los fulleros o los predicadores. Pero incluso ese argot no tenía un solo origen y si alguien se dedicara a hacer cómputos vanos no tardaría en comprobar que de las casi cuatrocientas mil palabras del libro, las exclusivamente locales no superan el dos por ciento. Prodigios de la escritura: una traducción puede ser funcional a una lengua, a una tradición, a una literatura, sin que sea necesario descargar sobre los lectores las peculiaridades verbales de la tribu, el barrio, la ciudad o, desde luego, el país.
No porque sea incomprensible: el castellano es un idioma perfectamente comprensible de los Pirineos a Guinea Ecuatorial y las islas Chafarinas, de las tierras más australes de la Argentina al río Bravo y los desiertos de Sonora y de Chihuahua. La transformación de irlandeses o franceses o norteamericanos en los abundosos y dicharacheros y fraseológicos habitantes de las Chafarinas, por poner un ejemplo, no resultaría impenetrable. Sólo que proceder de esa manera desvirtúa el carácter ficticio de lo ficticio. Lo destruye.
Es fácil traducir “al modo más natural de decir algo” basándose en la mera experiencia personal o sostenidos por la creencia de que la mera experiencia personal contiene una centralidad universal. Lo laborioso es que un discurso parezca natural sin serlo: que un personaje parezca de Denver sin decir una sola palabra propia de Denver. O, como es el caso, que este Ulises parezca muy argentino aunque se llame maritornes o criada a la sirvienta en lugar de mucama o muchacha o sirvienta. Y etcétera.
A este modo de traducir en la Argentina se le llamó neutro y nada tiene que ver esta denominación con ese engendro presente y comercial llamado castellano neutro o, según la función, traducción neutra que, a lo Frankenstein, aspira a juntar formas de varios lugares para dar la impresión de un idioma ecuménico.
La neutralidad de la escritura
Existe la idea, aunque llamarlo idea es exagerado porque se trata más bien de una rutina comercial, que lo que desuniformiza la lengua castellana (y por tanto arruina el negocio) es que los hablantes persisten en la molestia práctica de no llamar a las cosas por el mismo nombre.
Hasta no hace muchos años se dio por hecho, ¡incluso hubo quienes pusieron estas afirmaciones por escrito!, que el castellano de España (rebautizado como “español” como parte de una operación política del tardofranquismo) era la forma neutra que podía resolver las diferencias llamadas dialectales. Sin defender esta curiosa e inane fantasía, muchos artífices, ignoran o persisten en ignorar que sus libros —y por tanto sus traducciones— publicadas en Madrid o Barcelona se venden por toneladas en América Latina. Aunque haya profesionales que no compartan el principio de que el dialecto central norteño peninsular es una suerte de versión óptima del idioma, lo cierto es que al escribir obras en esta modalidad que se destinan en su casi totalidad a la exportación están contribuyendo a la peregrina idea de que un lenguaje extenso y compartido tiene un solo propietario y gestor: ellos.
Las cosas no se llaman igual, no.
En verdad, las cosas no se llaman del mismo modo. Sin embargo, los lectores argentinos (o los chilenos o los mexicanos o todos) no esperan que en una traducción extranjera figuren las palabras que se utilizan en su entorno. No. Más bien se horrorizan de los resultados de corregir esa ridícula creencia. Porque para paliar los daños de lo que creen que pasa, algunos editores, sobre todo quienes inundan el mercado con variada y a menudo inconsistente literatura nórdica, creen que contratando un corrector que cambie chupa por campera el destinatario del texto respirará satisfecho. Todo lo contrario. Como nadie paga bien a los correctores, en la misma página aparece chupa, campera, follar, me mola, me pone y joder chavala boluda. Un engendro. No es esto. Lo que el lector argentino (o chileno o mexicano o todos) sabe por experiencia de las traducciones argentinas, chilenas, mexicanas o todas que hay dos conductas respecto del léxico y esperan encontrarlas (en vano). Una: la palabra inevitable (raramente frecuente), por ejemplo, que en los relatos argentinos los caballeros lleven siempre medias. Ni calcetines ni calcetas, porque el término que se utiliza en el medio verbal del traductor no tiene ningún equivalente. Dos: las palabras evitables (casi todas) que se pueden sustituir por sinónimos neutros. Por ejemplo: las múltiples formas de decir aburrido: tedioso, hastiado, harto, opiado, podrido, esgunfiado, estufado, hinchado, mufado, patilludo y seco. ¿Esperaría un lector americano culto cualquier otra que no fueran las tres primeras? No, porque sabe que las que siguen son estrictamente locales. ¿No existe este mismo saber entre los traductores, los profesionales de la escritura y los editores peninsulares? Como debe entenderse que la respuesta rotunda es sí, porque la diferencia sociolingüística entre lengua y variación dialectal es una experiencia universal y temprana (¿a los siete años?), sólo cabe la desagradable afirmación de que estos ejercicios léxicos de gilipollas y pijos son voluntarios y también desdeñosos. Los avala el desdén mismo de la rae a lo largo de los años y el triste papel asignado a las llamadas academias nacionales. Porque ¿dónde está escrito que investigadores de la lengua se tengan que ocupar del nombre de sus escarabajos peloteros y no puedan elegir y definir cualquier palabra del inmenso repertorio conceptual de todo el saber, de todas las ciencias y disciplinas que se cultivan en sus países, en sus universidades e instituciones, en sus sociedades cultas y laicas? Esa distribución de tareas, la arrogante confusión entre ordenar un idioma y venderlo, el desprecio manifiesto por los lectores o los otros hablantes no describe a un ganador. Aluden a figuras prepotentes cuyo papel cómo árbitros culturales nadie toma en serio.
No se escribe del mismo modo
Sea como sea, tampoco el léxico es lo que define todo la lengua neutra. ¿Qué hicieron los traductores argentinos cuando, en los años treinta, comenzaron a traducir la prosa de Aldous Huxley, André Gide, Louis-Fernidand Céline, Virginia Wolf, Norman Mailer, Vladimir Nabokov, Graham Greene y a todos los escritores relevantes del siglo?
Algo bastante simple en realidad. Utilizar la lengua culta de América de modo, como siempre, ligeramente conservador. La prosa de Argentina que utilizaba en la literatura, en el ensayo, en el periodismo. Un modelo verbal que había preservado muchos rasgos de la escritura clásica y que, quizás por la distancia de España no había conocido la decadencia del idioma del siglo xviii, tal como puede verse en modelos del siglo xix: José Martí, Manuel González Prada, Domingo Faustino Sarmiento, Simón Bolívar. Se trataba una lengua más cercana a la oralidad, más económica en el plano sintáctico y donde la materia visible del discurso la representaba el significado conciso o plural de las palabras y no los nexos o los entretenimientos circunstanciales para llegar a él porque se confiaba en la inteligencia del lector. A esos movimientos sintácticos deben añadirse otros rasgos, algunos aprendidos en la propia actividad de la traducción: disponer los adjetivos (sobre todo si son únicos y no perturban el ritmo de la prosa) detrás de los sustantivos eliminado el halo rancio y subjetivo de la anteposición; sustituir los adjetivos por el efecto calificador de sustantivos y verbos; repetir palabras, sin que se note y sin función enfática, porque el lector no necesita que le arrojen a la cabeza el diccionario de sinónimos; elegir palabras y expresiones por su sonoridad agradable y desechar las horribles, como sobaco, polla o cojones; no renunciar a los extranjerismos: affaire, chic, shorts, sweater, camp, si esos extranjerismos forman parte de la expresión normal de los hablantes; no utilizar frases hechas salvo que esas expresiones fijas se hayan convertido en enunciados de la lengua general sin marcas específicas y no se los pueda sustituir por una palabra, lo que también se llama catacresis; escribir con la naturalidad de la lengua actual, siglo xxi, pero sin certidumbres, con la distancia irónica del que sabe que las palabras no siempre dicen lo que dicen ni dicen lo mismo para todos los lectores ni siquiera para uno mismo. Esta Este castellano no sólo es comprensible en todo el ámbito americano, es lo que, por definición, nombra la neutralidad continental.
La lengua de la traducción es la cuestión esencial de la traducción literaria. Lo más difícil pero, desde luego, lo más duradero. Resulta fácil copiarla, como se verá, pero sólo porque hay quienes siguen creyendo que una pipa es una pipa.
Epílogo
En España, los comentarios denigratorios de la traducción de Salas Subirats duraron años, incluyendo el presente. El comentario más común renegaba de “los mil argentinismos que molestan en una traducción destinada a ser leída tanto en México como en España”. Como los argentinismos en masa no existen (como puede verificar cualquier lector) la versión de la editorial argentina se publicó dos veces en España, con un éxito económico que también incluye el presente. Anotada por Julián Ríos e ilustrada por Eduardo Arroyo, el Ulises de Salas apareció en Círculo de Lectores de Barcelona en 1991 con una frase elogiosa que dice así: “La obra de Joyce, en la versión de José Salas Subirats que hemos seleccionado, mereció la aprobación de Jorge Luis Borges, primer traductor de un pasaje del Ulises al castellano”. Si fuera Paul Groussac diría que en las palabras anteriores las únicas verdaderas son “la obra de Joyce”, pero no soy Paul Groussac.
En 1996, los mil argentinismos volvieron a publicarse en “la masacre que un tal Chamorro (Planeta) cometió corrigiendo la versión de Salas Subirat” (Juan José Saer), con el resultado siguiente: cada cinco o diez páginas, este señor que figura como traductor de Dublineses de Guillermo Cabrera Infante, sustituyó algunas palabras de la lengua general que tiene uso en la Argentina por palabras que sólo se usan en España. Desconocemos los motines que hubo en México cuando leyeron (y publicaron) el primer Ulises, pero sí es posible dilucidar la operación de corregir este libro. Se reduce a lo siguiente: una traducción argentina que era ¡ilegible! cuando se editaba en la Argentina ahora resulta muy legible vendida en España.