Segunda parte del artículo de Andrés Ehrenhaus, comenzado a publicar el 17 de septiembre pasado.
Traducción,
autoría, autoridad.
Hacia una
fundamentación dialéctica
del Proyecto
de Ley de Traducción Autoral
3. Lugares de autoridad
Así, la autoridad del autor
(que parecerá una perogrullada pero no es ni un pleonasmo ni una tautología) no
pertenece tan solo al campo metafísico o retórico sino que se sustenta y
manifiesta asimismo en terrenos bastante más concretos. Desde el momento en que
el autor, una vez generada la obra, decide ejercer plenamente sus derechos y
responsabilidades, adquiere autoridad pública sobre su cosa creada y las
implicaciones y repercusiones que de esa exposición se deriven. La puesta–en–el–mundo
de la obra, con todas sus consecuencias, autoriza al autor y lo convierte en
autoridad. Y quien dice autor dice traductor, ¿verdad? Sin embargo, y a pesar
de la insistencia de las leyes del mundo en recordarle al propio mundo que el
traductor es, a todos los efectos, un autor munido de los mismos derechos –en
lo relativo a su obra– que los del autor de la obra original de la que aquella
deriva, el mundo tiende a perder la memoria al respecto, tiende a contemplar
con perezosa miopía al traductor y acaba perdiendo de vista su silueta, siempre
inquietante, siempre desenfocada, siempre más próxima a las dudas que a las
certezas, siempre más próxima al Otro que al sí mismo. Pero más preocupantes
que las reticencias del mundo o los lectores a aceptar esta realidad factual son las de quienes
forman parte de la realidad laboral
de la profesión: editores, críticos, libreros, académicos, los propios
traductores.
A ello contribuyen varios
factores. De algún modo, el sistema mediante el cual la obra se hace pública ha
avasallado la autoridad del autor, a tal punto que a veces esas obligaciones y
responsabilidades (lingüísticas, culturales, epistemológicas) se nos presentan
apelmazadas, hechas un amasijo, apretujadas por el empuje de la maquinaria
industrial y comercial que ocupa, en muchos casos, el lugar de quienes recurren
a ella para dar a su obra valor de cosa–ahí. Para entendernos: hasta que
Gutenberg no puso en marcha su imprenta, el autor era también un artesano y
creación e industria eran inseparables; a partir de entonces, la maquinaria
tuvo que idear sistemas de cesión (y a menudo de enajenación y apropiación) de
la obra original para poder reproducirla, de tal modo de alimentarse antes a sí
misma que al propio proveedor de “materia prima” –y quizás sea en este truco de
prestidigitación, que pretende y a menudo logra disfrazar de producto natural
lo que ya de por sí es una elaboración compleja y única, donde se obra el giro
que permite la suplantación del autor por la industria. Y a nadie escapa que el
traductor es un autor frágil, precisamente porque su condición de autor de obra
derivada, de obra subsidiaria de otra, impone una distancia virtual extra entre
él y su obra que, con enorme frecuencia, acaba cayendo, aunque sea de manera
forzada o “trucada” en la órbita de la máquina, cuyo campo gravitatorio es bastante
mayor (a modo de ejemplo rápido: es más fácil que se cite –técnica pero también
coloquialmente– la editorial que acaba de publicar o ha publicado una
traducción que al propio traductor). Aun así, es decir, aun a pesar de que la realidad de la traducción dista mucho de
ser la ideal (a los ojos ciegos de la ley), a pesar de la frecuente figuración
de enajenación total de la obra a manos de la industria, es esa puesta de la
obra en el mundo –y todo lo que conlleva– la que autoriza al autor, verbigracia, al traductor. Ni la formación ni la
acreditación ni la pertenencia a tal o cual entidad fiscalizadora le confieren
indefectiblemente esa autoridad, que en el caso de los autores de obras
originales parece indiscutible (¿quién le va a discutir a Roberto Arlt –por
poner un ejemplo paradigmático también– su autoridad como autor?). En eso,
tanto la realidad como la instancia simbólica que prescribe lo real (la
traducción–ahí) coinciden.
No se me malinterprete: no
es mi intención abundar en la tediosa polémica acerca de la conveniencia o la
factibilidad de que la traducción se enseñe y aprenda en la academia; más bien,
todo lo contrario. Puesto que se enseña y, con frecuencia, aprende a traducir
en la academia, discutir su factibilidad es un acto de pura necedad; discutir
su conveniencia, un anacronismo absurdo. Nada que redunde en la capacitación y
el crecimiento profesionales debería rechazarse de plano, venga de donde venga,
y si es de instancias sobradamente solventes y contrastadas, menos aun. Como
tampoco tiene sentido negar la validez de una formación teórica sólida, de un
amplio conocimiento de toda suerte de materias y disciplinas, de una
perspectiva cultural tan alta como ancha; en definitiva, de buenos maestros y
vigorosas y siempre renovadas referencias. El traductor autoral está condenado
a formarse sin solución de continuidad, a prepararse para todas las batallas, a
tocar, como en el flamenco, todos los palos, y para ello todos los recursos son
dignos de consideración. No negaré, tampoco, sino todo lo contrario, la
importancia no siempre manifiesta o reconocida de la investigación y los
estudios de traducción para la buena marcha de la profesión. Sin un sólido y
vigoroso aparato crítico, sin teóricos e investigadores capaces de revisitar y
repensar la profesión desde perspectivas históricas, lingüísticas,
sociológicas, sin instancias dedicadas a articular el tejido consuetudinario,
apremiante y proteico, y darle un sentido más amplio, la profesión carecería de
marcos de referencia y cajas de resonancia ajenos a la lógica selvática del
mercado. Dignificar la traducción, otorgarle la visibilidad justa y necesaria,
pasa inevitablemente por ahí. Y este trabajo también corresponde, en gran
medida, a la academia.
En nuestro país, son varias
las instancias oficiales donde se imparten clases de traducción, ya sea como
carrera de grado, como asignatura complementaria o como capacitación para
posgraduados. A la ya mencionada carrera de Traductor Público, que pertenece al
currículo de la Facultad
de Derecho de la UBA,
se añaden, entre otros, los Traductorados en Inglés y en Francés de la UNLP, los Traductorados
Públicos de la UCA,
USAL (que tiene un grado de Traducción Científico–Literaria, como el ISPA de
Rosario), UM, UB, UNLA, UNCA, UNLAR, CAECE de Mar del Plata, UAP, UNR, UCASAL o
Universidad del Comahue, el grado de Traducción e Interpretación de la Universidad de
Córdoba, los Traductorados en diversos idiomas del IES en Lenguas Vivas “J.R.
Fernández” y las maestrías y posgrados de la UNC, UBA, etc. Esta variedad da cuenta, sin duda,
del arraigo y, a la vez, la proyección de estos estudios. No obstante, ni
salamanca ni natura prestan (léase garantizan) lo que sólo el duro y honesto
trabajo generador logra poner en juego. En tanto autor, la validez del traductor como profesional en ejercicio
dependerá de su capacidad para generar obras capaces de ser–en–el–mundo antes
que de su educación y su titulación académicas. Porque autor y obra están
indisolublemente ligados y no se conciben el uno sin el otro del mismo modo
que, sin público, la obra tampoco es obra–en–el–mundo.
4. Donde no hay obra
Detengámonos ahora una vez
más en el punto álgido, volvamos a la arena candente en la que se celebra el
gran levantamiento de ronchas: ¿qué ocurre con la traducción que, más allá o
más acá de lo que le exija la instancia simbólica, nace sin voluntad de obra,
se niega o resiste a serlo; qué pasa con el traductor que, al no reivindicar
una obra, tampoco se considera autor? Como pudo apreciarse en el repaso que
hicimos más arriba, para la legislación al uso el traductor (no–público–no–jurado)
es siempre un autor, la traducción es siempre una obra. Pero ya vimos también
que esto no siempre es así en la realidad,
que la cosa–traducción no siempre es
una obra “de creación”. Es algo que salta a la vista: cualquier persona que
aborde el tema con un mínimo de sensatez sabrá distinguir de manera automática
y hasta natural la traducción autoral de la traducción que, en la realidad, no genera derechos de autor.
En principio, esta distinción “natural” nos lleva a atribuir la condición
autoral a quienes se dedican a eso vago y amplio conocido como “traducción
literaria”, en tanto que la no autoral correspondería a quienes se dedican a
eso también vago y amplio conocido como “traducción científico–técnica”:
parecería, visto así, que son las materias, los “contenidos”, los que decantan
la cuestión e inclinan la balanza hacia la “obra derivada” en un caso y hacia la “mera traducción” en el otro. Algo
similar a lo que sucede en fotografía, donde la huella autoral parece depender
más de la materia capturada que de la captura en sí. Eppur…
Regresemos, en nuestra
búsqueda de criterios objetivables, a la letra de la ley. Tal vez escarbando
allí demos con indicios de por qué lo que resulta evidente y natural a simple
vista, por qué lo que fenomenológicamente resulta discernible de manera tan
clara, no se ve reflejado de manera igualmente clara en las normas,
recomendaciones, convenios y, por fin, en la jurisprudencia universales. Si
retomamos el primer artículo de la 11.723, en el que se definía que “las obras científicas, literarias y artísticas comprenden
los escritos de toda naturaleza y extensión” (en coincidencia casi textual con los de
la mayoría de las leyes internacionales en la materia) encontraremos, en su
segundo párrafo, la siguiente y casi esotérica aclaración: “La protección del derecho de autor abarcará
la expresión de ideas, procedimientos, métodos de operación y conceptos
matemáticos pero no esas ideas, procedimientos, métodos y conceptos en sí.”
Entiendo, entonces, que si esas ideas (et al.) se expresan, es decir, si se
ponen, digamos así, negro sobre blanco, entonces se las considera protegidas
por el derecho de autor; en cambio, si existen de algún modo inexpresado, bien
en el acervo general o bien en el cerebro de quien sea, no hay modo de
protegerlas porque no se han materializado. El derecho de autor requiere, por
tanto, de una materialización de esas
ideas (et al.), de una puesta en cosa–ahí –tanto si esta expresión se hace
mediante un soporte físico como si se hace al aire ante un público testigo. Es
el testimonio del receptor el que da cuenta de la materialización. ¿Porque,
supongo quizás demasiado arriesgadamente, esa materialización cobra una forma única y exclusiva, aunque
reproducible?
¿Se deduce de aquí,
entonces, que es la “forma” que adquiere el contenido y no –como parecía
derivarse de la distinción a simple vista entre autoral y no autoral– el
“contenido puro”, es decir, la idea (et al.) no expresada, lo que debe
protegerse? ¿Esa forma que a duras penas podemos definir insatisfactoriamente
como “literaria”, “original”, ¨personal”, “artística”, “intelectual”,
“creativa”, y que late entre el soporte y la idea, es decir, que es la “manera”
de expresar y no el “medio” de expresión? Si el medio es el mensaje, está claro
que lo que protege el derecho de autor no es ese mensaje sino la forma
particular, condicionada por el medio o no, en que el mensaje se materializa.
Así, podríamos intentar a partir de esta aclaración inicial de la ley 11.723
una primera objetivación de lo que es autoral y lo que, en la realidad (pero
ahora también, indirectamente, en la ley) no lo es y aventurar que la
distinción está más asentada en el cómo
se expresa que en el qué se expresa.
Es evidente, y también lo es para el ojo inexperto o lego, que la traducción
autoral se ocupa, a la larga, más del cómo que del qué. De entrada, porque en
el cómo viene implícita la lengua original y no necesariamente en el qué.
¿Podemos decir entonces que la traducción autoral pide una formación más
centrada en las maneras de expresar, mientras que la traducción no autoral
debería centrarse más a fondo en las materias y conocimientos que pretende
expresar que en los modos en que puede expresarlos? Y aún más: ¿no es así como
está organizada y orientada la formación académica al uso?
La legislación en
propiedad intelectual parece desentenderse de los contenidos puros; la
academia, en cambio, parece desentenderse de las formas de expresión. En la realidad, el divorcio se sirve frío (de
todos modos, como bien dice Gabriel Celaya en Inquisición de la poesía, “Nadie, ni siquiera una persona que sólo
quiere informar, habla neutra y mecánicamente. Toda voz es expresiva, pone una
vibración en el aire y convierte el organismo entero en un diapasón”). Pero de
todo esto se sigue, quizás un poco forzadamente, que es lógico y esperable que
la autoridad que el traductor–autor adquiere (con suerte y buen viento) sobre
todo en la puesta–en–el–mundo de su traducción radique, para el traductor–no
autor, en la formación centrada en los contenidos. Ojo nuevamente: no estoy
hablando de gramática, de corrección gramatical, ortográfica, sintáctica, etc.,
sino de retórica en su sentido más extremo. El traductor–autor debe tratar un
texto enfermo (de expresión, si se quiere) con cuidado de no curarlo; el
traductor–no autor debe tratar un texto sano con cuidado de no enfermarlo. Y
subrayo que en todo momento, haciéndome eco de la letra (¡universal!) de la
ley, no entiendo al traductor–autor como sinónimo de “literario” o “ligado a la
estética” sino como traductor de obras
científicas, literarias y artísticas. Aquí, volvería a ser cínico pretender
que alguien puede traducir de manera rigurosa y honesta un ensayo científico o
filosófico sin tener nociones sólidas de lo que en ese ensayo se cuece; también
lo sería suponer que esas nociones sólo
las proporciona la formación académica.
Pero hay otros
considerandos respecto de la traducción que no se tiene a sí misma por obra o
que, si lo es de derecho, no se adscribe ni somete –sí, señor, en la realidad– a la propiedad de su eventual
autor. En la LPI
española (y quien dice en la española dice en la mayoría de las que se han
promulgado en las últimas décadas a lo largo y ancho de Latinoamérica) hay
rendijas por las que la propiedad intelectual y los derechos que la sustentan
podrían difuminarse. Hilando fino, eso sí. Por ejemplo, en su Artículo 8º
leemos textualmente: “Se considera obra colectiva la creada por la iniciativa y bajo la coordinación
de una persona natural o jurídica que la edita y divulga bajo su nombre y está
constituida por la reunión de aportaciones de diferentes autores cuya
contribución personal se funde en una creación única y autónoma, para la cual
haya sido concebida sin que sea posible atribuir separadamente a cualquiera de
ellos un derecho sobre el conjunto de la obra realizada. Salvo pacto en
contrario, los derechos sobre la obra colectiva corresponderán a la persona que
la edite y divulgue bajo su nombre”. Así, e hilando, repito, muy muy fino, podríamos
inferir que la traducción de una obra –es decir, la obra derivada de esa otra–
se vuelve no autoral cuando las aportaciones son tantas o tan indiscernibles
unas de otras que la propiedad finalmente le pertenece a quien la edita o
divulga bajo su nombre; por ejemplo, la empresa que edita y publica el manual
de usos de una máquina. Es tal la “inexpresividad” de la obra derivada que ni
siquiera es obra: es puro mensaje. Sin embargo, la LPI continúa hablando de
derechos, incluso en ese caso, y dice que no sólo existen sino que le
corresponden al divulgador, verbigracia, la empresa. Un poco a la manera de las
leyes anglosajonas de Copyright. Que ni siquiera cuando desatienden al autor
olvidan que hay algo que pide ser protegido por un derecho de copia. Tal vez ese modelo, que deslinda, a efectos
comerciales, al autor de la obra, deje más campo abierto a la “desautoría” y a
la posibilidad de pensar la traducción como un traslado de ideas o contenidos
puros de un sistema cultural a otro, como un mensaje encerrado en una botella
cuya propietario es más quien la lanza al agua que quien le pone el barquito
dentro. Sin embargo, tampoco esas leyes regulan o fiscalizan la formación ni
las señas de autoridad de los no–autores.
5. Una, dos, muchas traducciones
Sería de una ingenuidad ruborizante
insistir, a esta altura, en que la diferencia crucial entre traducción autoral
y traducción no autoral reside en la separación de forma y contenido, por más
que disfracemos los conceptos o los adornemos con epítetos quiméricos. Es
evidente a todas luces que el traductor traduce siempre dentro del complejo
sistema de la lengua y que el fruto de su labor será siempre un material
complejo, atravesado por tensiones y librado a la intemperie de mil lecturas
distintas. Podemos continuar distinguiendo matices entre unas prácticas y otras
pero ¿nos bastarán para hacerlas reposar en una taxonomía que aclare y ordene
el espacio común en vez de complicarlo? Es preciso establecer un paradigma que
describa de manera coherente y aceptable lo que la
realidad da por hecho: hay dos, tres, muchas traducciones
profesionales (o no) que conviven en relativa armonía y no se impiden ni
contradicen la una a la otra. Hay instancias simbólicas que se ocupan de unas,
instancias que se ocupan de otras, pero no todas están sujetas a leyes propias.
La academia trata, a su modo, de abarcarlas todas. Y el mercado las requiere a
todas por igual.
Resignémonos,
amigos: tal vez no haya, por ahora, mejor manera de ordenar el meollo
conceptual que recurriendo a la inmarcesible solidez del argumento tautológico.
Es autor el traductor que traduce a autores; no es autor el traductor que no
traduce a autores. La traducción autoral es una obra; la traducción no autoral
no es una obra. O, dicho de otro modo menos antipático, aunque no toda
traducción derive de una obra, no deja por eso de ser traducción: es traducción
no autoral; aunque no toda traducción requiera legalmente de una formación y
una fiscalización que la autoricen, no deja por eso de ser traducción: es
traducción autoral. Así, a la secuencia lógica obra originalàtraducciónàpuesta en el mundoàautoridad se opondría la
secuencia lógica texto no autoralàtraducción autorizadaàautoridad, de modo tal que ambos
caminos hacia la autoridad del traductor no sólo no se cruzan necesariamente
sino que no se contradicen o interponen, e incluso pueden echar mano de los
recursos formativos (no sólo académicos, también bibliográficos o prácticos)
que ofrecen y generan uno y otro. Formarse de manera constante forma parte de
la ética de todos los traductores, sean autorales o no, públicos o privados,
técnicos, científicos o poéticos, y es una responsabilidad personal que debería
ir adherida a la conciencia del profesional. Y entre las obligaciones de esa
formación no puede faltar nunca la reflexión abierta, permeable y rigurosa
acerca de la función del traductor en la cultura y en la sociedad, de modo que
esa reflexión se vea, precisamente, reflejada en posturas que ayuden a entender
la realidad de la traducción y a
reconfigurarla, si cabe, en beneficio de todos.